Ante todo, san Juan nos deja clara la convicción de que «si pedimos al Hijo de Dios algo según su voluntad, él nos escucha». Nuestra comunión de vida con Cristo Jesús nos llena de confianza ahora y ante el momento del juicio. Nuestra oración será escuchada. Esta confianza, nos doce san Juan, se extiende también al caso del pecado. Todos somos pecadores, pero «el engendrado de Dios», o sea, Cristo Jesús, «nos guarda» y nos da fuerza en nuestra lucha contra el mal. San Juan distingue los pecados que son de muerte y los que no llevan a la muerte. No es fácil de entender su sentido. Pero del conjunto de su carta se puede deducir que, como quiera que la meta del cristiano es la comunión de vida con Dios, todo aquello que impida esta meta es pecado que lleva a la muerte.
Por tanto, el pecado que consista en no estar en comunión con Dios, o en no creer en Jesús, que es el que nos da la vida, es un pecado de muerte. Por eso termina el pasaje y la carta con una advertencia sorprendente: «hijos míos, guárdense de los ídolos». La idolatría es adorar, no a Cristo Jesús, sino a otros dioses creados por nosotros y por el mundo. Si alguien no cree en Jesús, habrá seguramente de creer en los horóscopos o en las religiones orientales o en las sectas o en los varios mesías falsos que se atraviesan en el camino. Y sobre todo, se corre el peligro de elevar un altar al propio yo. Bien sabemos que el egoísmo es la idolatría más generalizada en nuestro mundo. Mañana terminaremos el tiempo de Navidad con la solemnidad del Bautismo del Señor, así que oremos a él con ayuda de María su Madre santísima, para que, en oración, perseveremos en nuestra fe. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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