El Bautismo del Señor (Lc 3,15-16.21-22), como fiesta solemne, viene a ser una presentación del Hijo Amado en el inicio de su vida del «anuncio del Reino de Dios». Cristo que desciende hasta el agua del Jordán, que ha venido hasta el profundo modo de ser y participar con el ser humano en toda su fragilidad, dolor y muerte. Es un misterio, un sacramento, ante el cual, Juan el Bautista entiende su indignidad de bautizar al Cordero de Dios, al que quita el pecado del mundo. La voz del Padre, la bajada del Espíritu Santo que desciende sobre él, a la manera como baja una paloma sobre la tierra hablan de una presencia entre nosotros del bien, del amor, de la Trinidad. Cristo es «el Hijo», el amado, predilecto del Padre, y toda su vida se alimentará de cumplir la voluntad del Padre, porque para eso ha venido a este mundo, para hacer la voluntad del Padre. Pero la voluntad del Padre es nuestra salvación. Cristo, que con bautismo comienza la vida pública, es el Siervo de Yahvé del que nos habla el profeta Isaías en la primera lectura de hoy (Is 40,1-5.9-11). Él ha sido llamado «para promover fielmente el derecho, para implantarlo en la tierra, para abrir los ojos a los ciegos y sacar a los cautivos de la prisión y de la mazmorra a los que habitan en las tinieblas».
También la vida de nosotros como cristianos comienza en el bautismo. En el bautismo el cristiano es hecho hijo de Dios y recibe ya la comunicación del Espíritu. La confirmación no es otra cosa que la confirmación del bautismo, un rito en el que de una manera más expresa se nos confiere el don del Espíritu. Por el bautismo y la confirmación, el cristiano es invitado por Dios a llevar el testimonio de su vida a la realidad del mundo de los hombres. El cristiano no es para el mundo fuerza de Dios si no promueve la justicia, la liberación de los oprimidos y la paz y si no hace todo esto en la debilidad de su servicio, si no se alimenta también como Cristo de la voluntad del Padre y si no ve en la voluntad del Padre el servicio al mundo de los hombres. No es con griteríos y con ostentación y poder como todo católico ha de vivir realmente en el mundo. No es clamando y «voceando por las calles o cascando la caña quebrada y apagando el pabilo vacilante...» El cristiano ha de ser como el siervo de Yahvé. El bautismo nos compromete para llevar el evangelio a la realidad de los hombres. Cerramos este tiempo de Navidad y con María nos disponemos a entrar en el tiempo ordinario, así, dando testimonio de Cristo, el Hijo amado del Padre. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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