Cristo es el centro de nuestras vidas y hemos de creerle a Él. Eso nos lo recuerda el apóstol san Juan hoy en la primera de sus cartas (1 Jn 3,22-4-6). El apóstol y evangelista nos dice: «Éste es su mandamiento —el mandamiento de Dios—: que creamos en la persona de Jesucristo, su Hijo y nos amemos los unos a los otros, conforme al precepto que nos dio». Hoy, en particular, hay una tentación grave en algunos cristianos. Se trata de buscar un amor fraterno más auténtico y más universal, pero sin referencia necesaria a Dios, olvidando que la salvación del hombre depende de una sola palabra: el amor, pero un amor que hunde sus raíces en la vida misma de Dios y en que debemos hacer lo que Dios quiere. Debemos creer en la persona de Cristo y en lo que él nos enseña, en lo que él nos manda.
Creer en Jesucristo como pide san Juan, es creer que el Padre ama a todos los hombres a través de su propio Hijo y querer participar en esa mediación del amor. Creer en Jesucristo es admitir igualmente que Jesús es la mejor réplica humana al amor del Padre y querer imitarle en su renuncia total a sí mismo y en su filiación obediente a su Padre. Cada Misa que celebramos, sitúa al cristiano en relación simultánea con Dios y con todos los hombres; nos reúne para dar gracias a Dios y después volverse hacia los hombres: la simultaneidad de ambas misiones es su misterio por excelencia. Por eso debemos, como católicos, hacer un espacio para celebrar la Eucaristía preferentemente de manera presencial y, si no es posible, recurrir a los medios telemáticos. Sigamos viviendo la alegría de la Navidad creyéndole a Cristo, el Hijo de María que se ha hecho hombre y ha acampado entre nosotros. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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