En un modelo de sociedad donde manda quien tenga más poder, la mejor manera de ganar adeptos es hacer gala del poder que se posee. Los fariseos quieren medir la capacidad de Jesús para realizar actos milagrosos, pero lo que Jesús considera un milagro no llena las expectativas de ellos. Jesús no acepta el reto de los fariseos, no les sigue el juego, no se pliega a sus exigencias; prefiere perderlos como integrantes de su grupo, porque, al fin y al cabo, su Reino es de los pequeños, de los sencillos, de los humildes. Jesús no tiene afán de convencer a quienes miden la grandeza de las personas por su capacidad de mando y de dominio. Jesús con sus actos siempre quiso demostrar cómo la entrega y el servicio, dentro de un marco de amor y misericordia, son los principales requisitos para llamarse discípulos–misioneros de Cristo. Él no habló de un Dios que ostenta poderío y que está del lado de los fuertes, habló de un Dios que acompaña y apoya a los débiles y a los explotados. Por eso llamarse seguidores del Reino que propuso Jesús, es entregarse a la causa de la fraternidad universal, que pasa por favorecer a los empobrecidos, los que son considerados por la sociedad actual como poco importantes, carentes de valor, de poderío... los descartados. La propuesta de Jesús es grandiosa por la exigencia que hace a nuestra humanidad de vivir en continuo compromiso con la misericordia, lejos de todo orgullo, ambición de riquezas o deseo de mando.
¿Cómo andamos nosotros en relación con Jesús y con su Reino? ¿También estamos esperando milagros, revelaciones, apariciones y cosas espectaculares? No es que no puedan suceder, pero ¿es ése el motivo de nuestra fe y de nuestro seguimiento de Cristo Jesús? Si es así, le haríamos «suspirar» también nosotros, quejándose de nuestra actitud. Debemos descubrir a Cristo presente en las cosas tan sencillas y profundas como son la comunidad reunida, la Palabra proclamada, el Pan y Vino de la Eucaristía, el ministro que nos perdona, la comunidad eclesial que es pecadora, pero es el Pueblo santo de Cristo, la persona del prójimo, también el débil y enfermo y hambriento, esos pequeños servicios de cada día, especialmente en estos días en que por la contingencia se conviven muchas horas del día en casa... Esas son las pistas que él nos dio para que le reconociéramos presente en nuestra historia. Igual que en su tiempo apareció, no como un rey magnifico ni como un guerrero liberador, sino como el hijo del carpintero y como el que muere desnudo en una cruz, pide reconocerle en los signos sencillos de cada día. Que María santísima, desde la sencillez de su corazón, nos ayude a descubrirle a Jesús así para amarlo más y hacerlo amar del mundo entero. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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