Jesús quiere que esta justicia que tiene que ser mayor que la de los escribas y fariseos nos lleve a vivir la sinceridad del corazón, la comprensión y la reconciliación. O dicho de otro modo, una justicia fundada en la misericordia. Y por eso es más perfecto este nuevo esquema, esta nueva «justicia» que Él propone. En el esquema farisaico ser «de verdad» justo implicaba endurecerse contra el que no lo era; y ser «compasivo» quedaba relegado para lo que no eran «verdaderos» fieles. Ahora con Jesús se han hermanado la verdad y la misericordia; ahora es posible encontrar al Señor allí donde están los rostros de todos esos pobres y pequeños que son como yo y que se llaman «mis hermanos». No podemos hacer a un lado que este Evangelio lo tenemos en Cuaresma, en este tiempo en que vamos de camino a una nueva conversión de vida hacia metas más altas de santidad. Las palabras de Cristo deben animarnos a seguir adelante.
Así, Jesús nos llama a ir más allá del legalismo: «Les digo que, si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los cielos» (Mt 5,20). La Ley de Moisés apuntaba al mínimo necesario para garantizar la convivencia; pero el cristiano, el discípulo–misionero, instruido por Jesucristo y lleno del Espíritu Santo, ha de procurar superar este mínimo para llegar al máximo posible del amor. Los escribas y los fariseos eran cumplidores estrictos de los mandamientos; al repasar nuestra vida, ¿quién de nosotros podría decir lo mismo? Vayamos con cuidado, por tanto, para no menospreciar su vivencia religiosa. Lo que Jesús nos enseña hoy es a no creernos seguros por el hecho de cumplir esforzadamente unos requisitos con los que podemos reclamar méritos a Dios, como hacían los escribas y los fariseos; sino a poner el énfasis en el amor a Dios y los hermanos, amor que nos hará ir más allá de la fría Ley y a reconocer humildemente nuestras faltas en una conversión sincera. Roguémosle al Señor, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, que nos conceda la gracia de vernos y amarnos como hermanos; siempre dispuestos a perdonarnos, siempre dispuestos a vivir nuestro ser de hijos de Dios en torno a nuestro único Dios y Padre. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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