La Iglesia, hasta nuestros días, ha permanecido fiel a este concepto del ayuno y su reciente legislación depende de él. El ayuno no se concibe sin caridad. El ayuno cristiano es también ocasión para un encuentro con Dios: la Iglesia no está aún sino parcialmente en los últimos tiempos: camina todavía y espera una plenitud sin duda todavía lejana; en este sentido el ayuno —y sobre todo la penitencia que refleja— se celebra en determinados períodos del año en que la Iglesia se encuentra de manera particular en estado de vigilia. Por eso puede decirse que lo que importa en el ayuno no es la privación de alimento, sino la seriedad de la fe en las tareas de la vida para que sean la expresión más viva del servicio de Dios y de los hombres y se camine así hacia la alegría. En el caso de la Cuaresma es hacia la alegría de la Pascua. Por eso el ayuno que Dios quiere, detrás de la práctica externa de esta penitencia corporal, es el cumplimiento de los deberes morales y humanos con el prójimo. Desde los más elementales de la comida, bebida y habitación hasta los más serios y básicos derechos de la persona humana como es el respeto a su libertad, romper ataduras y quebrar todos los yugos.
Nuestro ayuno cuaresmal, por lo tanto, no es signo de tristeza. Tenemos al Novio entre nosotros: el Señor Resucitado, en quien creemos, a quien seguimos, a quien festejamos gozosamente en cada Pascua y cada domingo. Nuestra vida cristiana debe estar claramente teñida de alegría, de visión positiva y pascual de los acontecimientos y de las personas. Porque estamos con Jesús, el Novio, aunque no le vemos, sólo lo experimentamos sacramentalmente. Está y no está: ya hace tiempo que vino y sin embargo seguimos diciendo «ven, Señor Jesús». Por eso tiene sentido el ayuno. Un ayuno de preparación, de reorientación continuada de nuestra vida. Un ayuno que significa relativizar muchas cosas secundarias para no distraernos. Un ayuno serio, aunque no triste. Nos viene bien a todos ayunar: privarnos voluntariamente de algo lícito pero no necesario, válido pero relativo. Eso nos puede abrir más a Dios, a la Pascua de Jesús, y también a la caridad con los demás. Porque ayunar es ejercitar el autocontrol, no centrarnos en nosotros mismos, relativizar nuestras apetencias para dar mayor cabida en nuestra existencia a Dios y al prójimo. Pidamos a María Santísima que nos alcance la claridad necesaria para entender y vivir el verdadero significado del ayuno. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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