Otra cosa que por supuesto llama la atención es la compasión de Jesús por toda aquella gente. «Me da lástima esta gente», dice Dios. Y es que nuestro Dios es un Dios compasivo. ¡No nos engañemos! Dios es un enamorado. «¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré» (Is 49,15). Dios está apasionado, Dios está loco de amor. Como un enamorado, porque ama, lo deja todo: su tranquilidad, su reputación, su renombre. ¿Qué puede ver de bueno en nosotros o de extraordinario para enamorarse? ¿Cómo puede hacer de nuestra tierra agotada, ingrata, pervertida o sublevada el objeto de semejante amor? ¿Qué pudo obligar al Hijo a tomar la cruz? «Me da lástima esta gente». Y Dios rompe su propio cuerpo, para saciar con él a esta tierra que ni siquiera conoce el hambre que padece. «Me da lástima de esta gente». Sólo Dios tiene derecho a pronunciar estas palabras sintiendo compasión, por haber pagado un alto precio para que la lástima se trocara en purificación. Aprendamos de Jesús su buen corazón, su misericordia ante las situaciones en que vemos a todo el mundo para ser como aquellos discípulos, distribuidores de los bienes que vienen de Dios. Por pobres o alejadas que nos parezcan las personas, Jesús nos ha enseñado a atenderlas y dedicarles nuestro tiempo con compasión como discípulos–misioneros suyos que somos.
Nosotros no sabremos hacer milagros. Pero hay multiplicaciones de panes y de paz y de esperanza, de cultura, de bienestar, de bienes que podemos compartir que no necesitan poder milagroso, sino un buen corazón bueno y compasivo, semejante al de Cristo, para hacer el bien. La «salvación» o la «liberación» que Jesús nos ha encargado que repartamos por el mundo es por una parte espiritual y por otra también corporal: la totalidad de la persona humana es destinataria del Reino de Jesús, que ahora anuncia y realiza la comunidad cristiana, con el pan espiritual de su predicación y sus sacramentos, y con el pan material de todas las obras de asistencia y atención que está realizando desde hace dos mil años en el mundo. La multiplicación de los panes por parte de Jesús no es un cuadro de un museo, no es una pieza arqueológica. Preguntémonos sinceramente, con el corazón en la mano y viendo el corazón generoso y compasivo de María Santísima: Señor, ¿qué quieres de mí en este mundo con tantos hambrientos? ¿Tengo yo que hacer algo en la multiplicación de los panes hoy? ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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