El mayor reconocimiento que la Iglesia, en el Papa, puede otorgar a un santo, es el de «Doctor de la Iglesia». Con este título los reconoce maestros para los católicos de todos los tiempos. Son personajes que han influido especialmente en la teología y han permitido un progreso relevante. Hay poco más de 30 doctores de la Iglesia. Para ser doctor de la Iglesia hay que reunir tres difíciles condiciones: La primera es la santidad de vida, por lo tanto, tiene que ser un santo ya canonizado. La segunda es que su vida y doctrina sean ortodoxas y la tercera es su doctrina eminente, cualificada. Debe aportar algo, profundizar una o varias verdades de fe. Para poder nombrarles, la Congregación para la Doctrina de la Fe; y la de las Causas de los santos, examinan la teología del candidato. Luego, lo proponen al Papa, que tiene la última palabra. He empezado la reflexión de hoy con esto porque hoy celebramos a san Efrén, que es uno de los doctores de la Iglesia. San Efrén alcanzó gran fama como maestro, orador, poeta, comentarista y defensor de la fe. Es el único de los Padres sirios a quien se honra como Doctor de la Iglesia Universal, desde 1920.
En Siria, tanto los católicos como los separados de la Iglesia lo llaman «El Arpa del Espíritu Santo» y todos han enriquecido sus liturgias respectivas con sus homilías y sus himnos. A pesar de que no era un hombre de mucho estudio formal, san Efrén estaba empapado en las Sagradas Escrituras y tenía gran conocimiento de los misterios de la fe. San Basilio le describe como «un interlocutor que conoce todo lo que es verdad»; San Jerónimo, al recopilar los nombres de los grandes escritores cristianos, le menciona con estos términos: «Efrén, diácono de la iglesia de Edessa — hoy llamada Urfa o Sanliurfa, está en Turquía—, escribió muchas obras en sirio y llegó a tener tanta fama, que en algunas iglesias se leen en público sus escritos, después de las Sagradas Escrituras. Yo leí en la lengua griega un libro suyo sobre el Espíritu Santo; a pesar de que sólo era una traducción, reconocí en la obra el genio sublime del hombre». San Efrén narra que en un sueño vio que de su lengua nacía una mata de uvas, la cual se extendía por muchas regiones, llevando a todas, sus racimos. Este sueño llegó a ser profético por la gran propagación de sus obras. A san Efrén debemos, en gran parte, la introducción de los cánticos sagrados en los oficios y servicios públicos de la Iglesia, como una importante característica del culto y un medio de instrucción.
San Efrén hizo vida el Evangelio, especialmente el trozo que hoy tenemos (Mt 5,13-16) que nos dice que debemos ser la sal de la tierra y la luz del mundo. Los doctores de la Iglesia, como san Efrén, san Ambrosio, san Agustín, santa Teresita del Niño Jesús y los demás, son la sal de la tierra, la fuerza sabrosa y tonificante de esta humanidad que corre constantemente el riesgo de debilitarse en la banalidad. Con sus escritos dan sabor al mundo y lo iluminan con la doctrina de Cristo. Ellos son luz del mundo en la medida en que son transparentes y penetrados de la luz de Jesús. Los doctores de la Iglesia son también como una ciudad puesta en lo alto de la colina, que guía a los que andan buscando camino por el descampado, que ofrece un punto de referencia para la noche y cobijo para los viajeros. Pero eso, eso no es exclusivo de los doctores de la Iglesia, ellos lo han alcanzado en plenitud pero todos nosotros estamos llamados a ser sal y a ser luz, a construir una ciudad que invite a los demás a vivir así, a vivir para Cristo, con él y en él. ¿Somos de verdad sal que da sabor en medio de un mundo soso, luz que alumbra el camino a los que andan a oscuras, ciudad que ofrece casa y refugio a los que se encuentran perdidos? Pidamos a la santísima Virgen María que nos ayude a alcanzar esta meta que es para todos. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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