La salvación de Dios no está reservada a unos pocos o a un círculo cerrado que reúna ciertas características. Dios ama a todos los hombres sin distinción de raza y condición; su amor rompe las fronteras que levantamos entre nosotros. Jesús hace su segundo milagro, en el Evangelio de san Mateo (Mt 8,5-17) ¡en favor de un capitán del ejército de ocupación! ¡en favor de un oficial de las fuerzas del orden! ¡en favor de un pagano! ¡a favor de alguien muy lejano al círculo de los que rodean a Jesús. Los romanos eran mal vistos por la población: muchos judíos fieles escupían al suelo, en señal de desprecio, después de haberles adelantado en el camino. La gracia —nos queda claro con el relato— no depende de si uno es judío o romano: sino de su actitud de fe. Y el centurión pagano da muestras de una gran fe y humildad. Jesús alaba su actitud y lo pone como ejemplo: la salvación que él anuncia va a ser universal, no sólo para el pueblo de Israel. Ayer curaba a un leproso, a un rechazado por la sociedad. Hoy atiende en primer lugar a un extranjero. Jesús tiene una admirable libertad ante las normas convencionales de su tiempo. Transmite la salvación de Dios como y cuando quiere.
El pasaje de hoy nos muestra también la curación de la suegra de Pedro con un gesto muy sencillo. Jesús no dice nada, sencillamente, la toma de la mano y le transmite la salud: «desapareció la fiebre» dice el relato que no recrea mucho el acontecimiento, pero cuenta cómo Jesús se acerca a ella y la cura; al sentirse sana, la mujer se incorpora al grupo y se pone a servir. Ese mismo día el Señor curó a varios enfermos. Lo milagroso de los milagros —nos enseña el Evangelio— es la liberación profunda de la humanidad. A través de estos milagros se realiza además una verdadera sanación que va más allá de la enfermedad física: Jesús demuestra con ellos que para Dios no hay nadie descartado. El centurión, la mujer y los otros enfermos que le traían recibían a Jesús como una revelación que los curaba, les devolvía la vida activa, los ponía en pie, los incorporaba a la comunidad, los humanizaba les permitía seguir sirviendo.
La fe abre las puertas que conducen a la cercanía de Dios y de su Hijo. Sin la fe es imposible el milagro de descubrir a Dios en el interior de los seres humanos. Jesús con sus milagros sana a la humanidad desde dentro, quita las barreras que pone la exclusión y la marginación, acerca al ser humano a Dios. Por eso el milagro de los milagros es la mirada amorosa de Dios a la humanidad, que busca su liberación. Jesús —nos dice el final del relato— expulsó a los espíritus de los endemoniados y sanó a los enfermos, tomando nuestras flaquezas y cargando con nuestras enfermedades. Así, con todo lo que acontece en este extenso relato, queda claro que Jesús sana y libera sin poner condiciones porque Jesús no se desentiende del dolor de los hombres. Ahora, que la humanidad está sumergida en medio de una terrible pandemia que parece no finalizar, Jesús está más cerca de nosotros que nunca y no sólo él, sino su Madre santísima que junto a su Hijo nos acompaña como «Nuestra Señora del Perpetuo Socorro» como la presenta la fiesta del día de hoy y cuya imagen recuerda el cuidado de la Virgen por Jesús, desde su concepción hasta su muerte, y que hoy sigue protegiendo a sus hijos que acuden a ella. No dejemos de pedirle por el fin de la pandemia confiando en que la curación total viene de Dios. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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