martes, 2 de junio de 2020

«Al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios»... Un pequeño pensamiento para hoy


En el Evangelio que este día nos presenta la liturgia de la Palabra (Mc 12,13-17), aparece la pregunta clásica en el mundo de los sabios encargados de interpretar la ley que querían siempre poner trampas a Jesús: «¿Está permitido...?» Ahora la cuestión es esta: ¿Está permitido pagar el impuesto —considerado por los judíos como una obligación religiosa— al César, príncipe extranjero que no es de la raza de David y no tiene, por tanto, ningún derecho divino a reinar sobre el pueblo? Cristo responde con un argumento bastante claro: ustedes aceptan la autoridad y los favores del imperio romano; acepten también sus prescripciones y sométanse a sus exigencias. No se pronuncia, pues, respecto a la legitimidad del poder; se limita a hacer constancia de que es aceptado y que, como tal, exige cumplirse con ese pago. Al actuar así, Jesús desacraliza el concepto de impuesto, que no es ya, como lo era para los judíos, un acto religioso en beneficio del templo y un reconocimiento de la teocracia, sino un acto profano regulado por el bien común. Y por eso añade Cristo un inciso: «y den a Dios lo que es de Dios».

Los enemigos mortales de Jesús —los fariseos y los del partido de Herodes— creían haber encontrado una ocasión para meterlo en camisa de once varas, como se dice. Se presentaron según ellos en actitud conciliadora, y, bajo palabras suaves, escondieron su maldad que salió a flote porque a Dios, no se le puede engañar. Los enemigos de Jesús de aquel y de todos los tiempos, siempre intentan conducirlo al terreno peligroso de no saber qué hacer. Jesús les deja claro que Dios está por encima de todos los poderes de la tierra; nadie puede discutirle su soberanía. Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Jesús empieza pidiendo a sus impugnadores que le muestren una moneda con la efigie del emperador, prueba de que ellos mismos utilizan esa moneda y de que, por lo tanto, aceptan beneficiarse de cierto orden político. A continuación, les pregunta acerca de la efigie y la inscripción que lleva la moneda: «¿De quién es esta cara y esta inscripción?». Replanteada en el contexto del hombre, creado a imagen de Dios, la pregunta no tiene nada de insignificante. En efecto, aquí se oponen dos poderes: el religioso y el civil. ¿De quién es imagen el hombre, en último término? De Dios. El poder político no es más que una realidad humana; como tal, sólo tiene un valor relativo. La obediencia a Dios, por el contrario, es absoluta. A él le pertenece la vida entera. Jesús mismo lo manifestó en la cruz.

Los santos que hoy celebramos, los mártires Marcelino y Pedro, los dos sacerdotes y Pedro además exorcista, en la persecución bajo el emperador Diocleciano, fueron condenados a muerte, y conducidos al lugar del suplicio, que estaba lleno de zarzales. Ellos sabían que a Dios hay que darle lo que es de Dios, que es la propia vida incluso hasta la muerte antes que negarlo o de ponerlo por debajo de las autoridades civiles. Los obligaron a cavar su propia tumba y luego los degollaron. Ellos dieron a Dios lo que es de Dios y el mismo Dios no de deja ganar en generosidad. La historia cuenta que más tarde, una piadosa mujer llamada Lucila, trasladó sus restos a Roma, en la vía Labicana, en el cementerio llamado «ad Duas Lauros» (c. 304) y allí la gente les empezó a rendir culto como dos hombres valientes que supieron poner a Dios por encima de todo. Así ha de ser nuestra vida, sabemos lo que es del mundo y sabemos lo que es de Dios. Claramente, si somos discípulos–misioneros de Cristo, sabremos qué hacer a la hora de elegir. Que María Santísima nos ayude a cumplir siempre con nuestras responsabilidades en este mundo sabiendo que a Dios hay que darle lo que le corresponde, que es nuestra propia vida. ¡Bendecido martes!

Padre Alfredo.

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