Todos los cristianos sabemos que hay un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo. Sin embargo, en este ciclo litúrgico yo estoy hablando cada día o casi cada día, de un santo. ¿Por qué hablar de los santos y beatos y por qué rendirles veneración? Los santos y beatos que la Iglesia venera —venerar es honrar, así como se honran a los padres y abuelos— no son considerados como mediadores alternativos o independientes de Jesucristo, sino como buenos amigos e incluso en algún caso —como sucede con la Virgen María, san José y san Judas Tadeo— como familiares de Jesucristo que están en el Cielo, y a quienes verdaderamente rezamos y honramos —sus imágenes, lo sabemos, son un simple recordatorio como las fotos de nuestros abuelos— sabiendo que están vivos, pues el libro del Apocalipsis, cuando habla de los santos que asisten al trono del Cordero, dice que ellos cantan un cántico nuevo delante del trono (cf. Ap 14,3). Y se puede leer su hermoso cántico en Ap 19,6-8. Los santos y beatos son hombres y mujeres que en este mundo fueron capaces de imitar a Jesús, que están en el Cielo —lo dice el Apocalipsis cuando habla de la multitud de santos que asisten al trono del Cordero— y cuyas oraciones suben a Dios como incienso —lo que también dice el Apocalipsis 5,8; 8,3-4—. Por eso les pedimos que en esas oraciones nos tengan presentes a nosotros.
Por ejemplo hoy 8 de junio recordamos, entre otros, a san Medardo, obispo de Viromande en las Galias, que trabajó para convertir al pueblo de las supersticiones que les aquejaban; a san Fortunato, obispo, que trabajó en la redención de cautivos en el siglo VI.; a san Guillermo Fitzherbert, obispo de York, que fue depuesto injustamente de su sede y se refugió entre los monjes de Winchester, pero restituido después en sus funciones, perdonó a sus enemigos y procuró la paz entre todo el pueblo en 1140; a san Maximino, un gran misionero a quien se le atribuye el comienzo de la fe en Aix, de la Provenza, en la Galia; al beato Jacobo Berthieu, que, en Madagascar, como sacerdote de la Compañía de Jesús y mártir, trabajó incansable en favor del Evangelio, siendo tres veces expulsado de las misiones, y finalmente, por odio a la fe, tras ser invitado a la apostasía, fue pisoteado hasta la muerte 8 de junio de 1896; a la beata beata María del Divino Corazón de Jesús, de la Congregación de las Hermanas de la Caridad del Buen Pastor, que promovió con tesón la devoción al Sagrado Corazón de Jesús. Y así, más y menos cada día, la Iglesia ve rememorando la vida de esta gente que se entregó al cien por ciento mientras estuvo en esta tierra por llevar la Buena Nueva haciendo vida las bienaventuranzas.
Y precisamente el Evangelio de hoy (Mt 5,1-12) nos habla de las bienaventuranzas, la «carta magna» del Reino. Jesús anuncia ocho veces a sus seguidores la felicidad, la «dicha», el camino hacia el proyecto de Dios, que siempre ha sido proyecto de vida y de felicidad. Este camino que nos enseña Jesús es en verdad paradójico: llama «dichosos» a los pobres, a los humildes, a los de corazón misericordioso, a los que trabajan por la paz, a los que lloran y son perseguidos, a los limpios de corazón. Naturalmente, la dicha no está en la misma pobreza o en las lágrimas o en la persecución. Sino en lo que esta actitud de apertura y de sencillez representa y en el premio que Jesús promete, que es la santidad. Los que son llamados bienaventurados por Jesús son los «pobres de Yahvé» del Antiguo Testamento, los que no son autosuficientes, los que no se apoyan en sí mismos, sino en Dios. A los que quieran seguir este camino, Jesús les promete el Reino, y el ser hijos de Dios, para poseer la vida eterna. Todos buscamos la felicidad, la dicha, la bienaventuranza, la beatitud. Pero, en medio de un mundo agobiado por malas noticias y búsquedas insatisfechas, Jesús nos la promete por caminos muy distintos de los de este mundo. La sociedad en que vivimos llama dichosos a los ricos, a los que tienen éxito, a los que ríen, a los que consiguen satisfacer sus deseos y situaciones de pandemia como la que estamos viviendo nos enseñan que esto no alcanza nada que no trascienda de lo que hay aquí. El cielo nos espera, la santidad, como señalan las bienaventuranzas, está al alcance de todos. Pidámosle a María, la Reina de todos los santos, que ella nos ayude a seguir realizando el plan de santificación que el Señor ha trazado para nosotros en las cosas pequeñas y ordinarias de cada día. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario