En nuestra lectura diaria del Evangelio, en la Santa Misa, ayer, con el capítulo séptimo de Mateo, terminamos de leer el sermón de la montaña que se inicia con las bienaventuranzas. Ahora, con el capítulo octavo, iniciamos una serie de hechos milagrosos —que son exactamente diez—, con los cuales Jesús corrobora su doctrina y nos muestra la cercanía del Reino de Dios. Como había dicho él mismo, a las palabras les deben seguir los hechos. Las obras que él hace, curando enfermos y resucitando muertos, van a ser la prueba de que, en verdad, viene de Dios: «si no creen a mis palabras, crean al menos a mis obras». Para iniciar esta serie de milagros, en el Evangelio de hoy (Mt 8,1-4) Jesús cura a un leproso. La oración de este buen hombre es breve y confiada como debe ser la nuestra. Con humildad y sencillez él le dice: «Señor, si quieres, puedes curarme». Y Jesús hace esa oración inmediatamente eficaz. Le toca —aunque nadie podía ni se atrevía a tocar a estos enfermos— y le sana por completo. La fuerza salvadora de Dios está en acción a través de Jesús, que es el Mesías salvador que busca siempre la dignidad de hijos de Dios para todos. La palabra poderosa de Jesús, que cura, enmarca el Reino como superación de toda marginación. Por ello el leproso debe ir a presentarse al sacerdote para que sean reconocidos sus derechos de plena reintegración al pueblo.
De esta manera, el Evangelio del Reino no solo es proclamado, sino confirmado con obras —milagros— porque la salvación de Dios se revela por signos y palabras. La misma multitud que en el sermón de la montaña ha sido testigo de las palabras de Jesús, lo será ahora de la manifestación por las obras. Pero voy ahora a la escena de hoy. Según la mentalidad judía, el leproso era impuro por su enfermedad, la cual, desde el punto de vista religioso, lo excluía del acceso y en consecuencia de la pertenencia al pueblo elegido. Era asimismo transmisor de impureza. El leproso quedaba fuera de la sociedad, temerosa de verse físicamente contagiada y religiosamente contaminada. Estaba obligado a avisar a gritos su presencia, para que nadie se acercara a él y tenía que vivir segregado. Era, en cierto modo, visto como un castigado por Dios. El deseo de salir de su miseria y marginación vence el temor de infringir la ley y el protagonista de hoy se acerca a Jesús. Su actitud es de humildad, de súplica y de confianza en el poder de Jesús; sólo quiere que lo limpie. Desea que elimine la barrera que lo separa del amor de Dios y le impide participar en su Reino y Cristo le regala la curación.
Con esta curación Jesús quiere afirmar su postura en la defensa de la vida y la dignidad del hombre y de esta manera sacude los cimientos teológicos del judaísmo que están construidos en el legalismo y en la observancia ciega de la ley. Los santos y beatos de la Iglesia han seguido estos mismos pasos de Jesús. Uno de ellos es san Josemaría Escrivá de Balaguer, el fundador del Opus Dei, quien en todo momento veló por la dignidad del ser humano fuera cual fuera su condición y su posición en la esfera social. Nacido 9 de enero de 1902 en Barbastro, España; en 1918 intuye que Dios quiere algo de él, aunque no sabe qué es. Decide entonces entregarse por entero a Dios y hacerse sacerdote. Piensa que de ese modo estará más disponible para cumplir la voluntad divina y en 1925 recibe el sacramento del Orden comenzando a desarrollar su ministerio pastoral, con el que, a partir de entonces, se identificará toda su existencia. En Madrid, el 2 de octubre de 1928, durante un retiro espiritual, Dios le hace ver la misión a la que lo ha destinado y ese día nace el Opus Dei, la obra mediante la cual san José María, y quienes han seguido sus pasos, han cuidado de la dignidad humana de miles de personas a quienes han llevado el Reino de Cristo en obras concretas. Pidamos nosotros a María Santísima que ella interceda para que también nosotros descubramos la misión que tenemos y velemos siempre para que el Reino de Dios llegue a todos. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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