sábado, 6 de junio de 2020

«Dos moneditas»... Un pequeño pensamiento para hoy


El Evangelio que la liturgia de la palabra de la Misa de hoy nos presenta, es el que muestra el gran corazón de la viuda pobre que da todo lo que tiene (Mc 12,38-44). Este pasaje es muy conocido por la mayoría, y en él Jesús alaba a una mujer pobre que echó en la alcancía dos moneditas de muy poco valor, pero era lo único que tenía. El Señor la pone, gracias a su testimonio, como modelo de pertenencia al Reino. Con ese ejemplo evangeliza a los vanidosos, a los ambiciosos y a los opresores, quienes deben darse cuenta de parte de quién está Dios. Cristo sabe bien que la manera más limpia y honesta de evangelizar al engreído es la de hacer que caiga en cuenta de que hay que estar, como Dios y como Jesús, de parte de los valores del Reino: la bondad, la generosidad, la solidaridad, el desprendimiento, la austeridad. Toda otra posición corre el riesgo de someter el anuncio del Reino a las presiones, deformaciones, manipulaciones e intereses del poder. La historia de la Iglesia es una comprobación de esto.

En el tiempo de Cristo —y claro que hoy también— a algunas gentes «les encantaba pasearse con amplio ropaje y que les hicieran reverencias, como narra Marcos en el Evangelio de hoy. Buscaban los asientos de honor y los primeros puestos. Además de orgullosos, eran también avaros, «se echan sobre los bienes de las viudas haciendo ostentación de largos rezos» dice el evangelista. Mientras que la viuda pobre se acerca a una de las alcancías del Templo y de un modo discreto, sin imaginar que le están mirando nada menos que el Mesías y sus discípulos, deposita allí sus dos moneditas: «Ha echado todo lo que tenía para vivir», comenta Marcos. Hoy, en medio de esta pandemia que envuelve al mundo entero, estamos viviendo una época difícil que invita al compartir, Pero, ¿en cuál de las dos estampas quedamos retratados nosotros? ¿Nos damos a nosotros mismos, y sin cobrar factura? A aquella buena mujer no le aplaudieron los hombres, que no se hubieran dado ni cuenta si no llega a ser por la observación de Jesús. Pero Jesús sí se dio cuenta y la puso como modelo. Y le aplaudió Dios: «el Señor, que ve en lo oculto, te lo recompensará», había dicho Jesús en el sermón de la montaña.

San Marcelino Champagnat nació en 1789 en una familia francesa muy cristiana que pasó dificultades debido a la revolución. Su madre lo consagró a la Virgen y su tía le leía la vida de los santos. Creció sin poder asistir a la escuela, pero se formó con lecturas caseras en el amor por la fe. En su infancia aprendió el oficio de albañil y aprendió a ahorrar para costearse después sus estudios. Más adelante ingresó al seminario. Aunque encontró dificultad para aprender las materias, su buena conducta le permitió continuar. Uno de sus compañeros, incluso con más problemas en el estudio, fue san Juan María Vianney, también conocido como el Santo Cura de Ars. Marcelino fue ordenado sacerdote en 1816 y desde entonces animó mucho a los jóvenes a aprender las cosas de Dios. En una de sus visitas al Santuario Mariano de la Fourviere, San Marcelino recibió la inspiración de fundar una congregación religiosa dedicada a enseñar catecismo. En aquel entonces se encontró con un joven enfermo carente de preparación en la fe. Lo ayudó a morir en paz y buscó compañeros para comenzar la obra. Así, el 2 de enero de 1817 dio inicio a la comunidad de Hermanos Maristas. Marcelino había depositado todo lo que tenía como la viuda del Evangelio y hoy esta congregación religiosa florece en el mundo entero. Hay que darlo todo por Cristo, vale la pena. Que María Santísima, que también lo entregó todo, nos ayude. ¡Bendecido sábado!

Padre Alfredo.

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