Dios siempre tiene —por supuesto— algo que ver en el nacimiento de cada uno. Hemos llegado a este mundo con una misión, una encomienda para hacerla vida y así ser partícipes de algo —un granito de arena— en el plan de salvación. Hoy celebramos el nacimiento de alguien muy especial, de hecho es el único santo en la Iglesia Católica de quien se celebra su nacimiento: Juan el Bautista. San Juan Bautista nació seis meses antes de Jesucristo —de hoy en seis meses, el 24 de diciembre en la noche, en la aurora del 25, estaremos celebrando el nacimiento de nuestro Redentor—. Aunque la Iglesia celebra normalmente la fiesta de los santos en el día de su nacimiento a la vida eterna, que es el día de su muerte —con algunas excepciones de fechas importantes pero nunca el día de su nacimiento—, en el caso de san Juan Bautista, se hace una excepción y se celebra el día de su nacimiento porque san Juan fue santificado en el vientre de su madre cuando la Virgen María, embarazada de Jesús, visita a su prima Isabel, según nos narra el Evangelio.
Esta fiesta que se celebra como una gran solemnidad, conmemora el nacimiento «terrenal» del Precursor, porque como digo, es digno de celebrarse el nacimiento del precursor del Mesías, ya que es motivo de mucha alegría, para todos los hombres, tener a quien corre delante para anunciar y preparar la próxima llegada de Jesús. Según se sabe por la historia, ésta fue una de las primeras fiestas religiosas y, en ella, la Iglesia nos invita a recordar y a aplicar el mensaje de Juan. Juan viene a ser como la línea divisoria entre los dos Testamentos, el antiguo y el nuevo. Así lo atestigua el mismo Señor, cuando dice: «La ley y los profetas llegaron hasta Juan». El nombre de Juan significa «Dios favorece». Su martirio se celebra el 29 de agosto. De la infancia de Juan nada sabemos, pero lo vemos como el precursor que con una palabra, atenta al tejido diario de su vida, llegaba al interior de las personas, suscitando provocación, inquietud y haciendo que los ojos se abrieran a la llegada del Mesías que era inminente. Su palabra hacía tambalear seguridades y no se detenía en el momento de deshacer los montajes de una religiosidad domesticada y adormilada que actuaba, en definitiva, de vacuna contra la auténtica fe. Su palabra fue «espada cortante» y «flecha bruñida». No fue música celestial, sino un repulsivo: «Conviértanse». Fue como la palabra de Moisés, como la palabra de los profetas.
Decimos que en La Biblia un nombre sirve mucho más que para llamar a alguien, sirve para indicar el contenido y la misión de una persona, y así se revela en el nacimiento del Bautista (Lc 1,57-66.80). Juan es el favor de Dios a una familia buena y Juan es el favor de Dios para un pueblo que siempre espera al Mesías, a Jesús, «el que salva». Juan es el favor, la gracia, el puente que une el antiguo y el nuevo testamento. Juan es el nombre de un hombre al que Dios va a usar para señalar al Cordero de Dios, para preparar el camino del Señor. Juan Bautista, el favor de Dios, dejó que Dios lo usara y viviera en plenitud lo que su nombre significaba cumpliendo una misión especialísima. Como Juan, sólo los limpios de corazón son libres para alabar a Dios; como Juan, sólo los purificados del pecado pueden ser gloria de Dios; como Juan, sólo los creyentes se sienten a gusto en la casa de Dios, celebran y adoran la eucaristía como el gran favor de Dios. Así, al celebrar el nacimiento de san Juan Bautista, nosotros celebramos nuestra vocación cristiana, nuestra llamada a ser camino que lleva a Jesús, ser voz que anuncia a Jesús, ser luz que ilumina a Jesús.En el mundo de Jesús no existe ni el más importante ni el más santo. El mejor, el más santo, el más sabio y el único importante es Jesús y nosotros, como decía la beata María Inés Teresa, debemos ser «una copia fiel de Jesús». Eso fue Juan y por eso le pedimos a María Santísima que ella nos aliente para cumplir la misión que Dios nos ha encomendado. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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