El reino mesiánico que Jesús ha venido a anunciar y que se empieza ya a establecer desde este mundo, trasciende el reino nacionalista de David que esperaban los fariseos del tiempo de Cristo. Cierto que la encarnación del Hijo de Dios en una verdadera familia, en situaciones humanas reales, nos dirá que la aventura divina se realiza en el corazón de las realidades más humildes, más cotidianas, pero cierto también que Jesús viene como «Señor», enviado por el Padre para instaurar ese reino del que va a pasar tres años aproximadamente hablando. Los escribas del tiempo de Cristo, piensan —según nos muestra el Evangelio (Mc 12,35-37) que el Mesías es hijo de David cuando David, por su parte, pensaba que era Señor. Pero en Oriente es inconcebible que un padre de familia conceda el título de Señor a uno de sus hijos. Por consiguiente, David tuvo que haber estado inspirado por el Espíritu al hacer una declaración de ese tipo. el Mesías no puede ser al mismo tiempo hijo de David y Señor si no es a la vez hombre y Dios (Rom 1,3-4). Los cristianos encontrarán la solución contemplando el misterio de Pascua y citarán con frecuencia el salmo 109/110 para aclarar cómo el hijo de David es también hijo de Dios (Hch 2,34; 7,55-56; 1 Pe 3,22; Ap 3,21; Col 3,1; Heb 1,3-13, etc.).
El Evangelio de hoy es muy corto, pero algo complicado, porque esta vez es Jesús el que pone en apuros a sus interlocutores. Jesús sabe que no es solamente «hijo de David» sino «hijo de Dios» y lo afirma discretamente, pero también con firmeza. La cualidad de Mesías no se confunde con la filiación davídica: aquella sobrepasa a ésta. Ha sido preciso, como he dicho, que David estuviera inspirado por el Espíritu Santo, para hacer una tal declaración: «El Señor dijo a mi Señor...» Por eso nos dirigimos a Cristo muchas veces como «Nuestro Señor», pidiéndole que ayude a los hombres de nuestro tiempo a no reducir el formidable misterio de su Encarnación, con el pretexto de que es difícilmente concebible imaginar un «hombre-Dios». Para nosotros, que somos discípulos–misioneros de Cristo, la cosa es más sencilla. Nosotros sabemos que Jesús es el Señor y el Hijo de Dios. El mismo nos ha dicho que él es la luz, el camino, la verdad, la vida, el maestro, el pastor. No sólo sabemos responder eso, sino que hemos programado nuestra vida para seguirle fielmente, y aceptar su proyecto de vida, vivir y pensar como él que es el Señor. En eso consiste sobre todo nuestra fe en Cristo. No sólo en saber cosas de él. Sino en seguirle: o sea, hacer nuestros los valores que él aprecia, imitar sus grandes actitudes vitales, su amor de hijo a Dios, su libertad interior, su entrega por los demás, su esperanza optimista en las personas y en la vida.
San Bonifacio —el santo que hoy celebramos— nació hacia el año 680, en el territorio de Wessex (Inglaterra). Ordenado sacerdote, en el año 718 viajó a Roma para solicitar del papa Gregorio II autorización de misionar en el continente. El Sumo Pontífice lo escuchó complacido y, en el momento de otorgarle la bendición, le dijo: «Soldado de Cristo, te llamarás Bonifacio». Este nombre significa «bienhechor». Después de misionar egresó a Roma, donde el Papa lo ordenó obispo. En el año 737, otra vez en Roma, al regreso de nuevas misiones, el Papa lo elevó a la dignidad de arzobispo de Maguncia. Prosiguió su misión evangelizadora y se unieron a él gran cantidad de colaboradores. También llegaron desde Inglaterra mujeres para contribuir a la conversión del país alemán, emparentado racialmente con el suyo. Entre éstas se destacaron santa Tecla, santa Walburga y una prima de Bonifacio, santa Lioba. Este es el origen de los conventos de mujeres tanto en Alemania como en Francia, lugares que Bonifacio evangelizó. Un día Bonifacio se encontraba en su sede leyendo, cuando escuchó el rumor de gente que se acercaba. Salió de su tienda creyendo que serían los recién convertidos, pero lo que vio fue una turba armada con evidente determinación de matarlo. Los misioneros fueron atacados con lanzas y espadas. «El Señor salvará nuestras almas», grito Bonifacio. Uno de los malhechores se arrojó sobre el anciano arzobispo, quien levantó maquinalmente el libro del evangelio que llevaba en la mano, para protegerse. La espada partió el libro y la cabeza del misionero. Era el 5 de junio del año 754. Es el apóstol de Alemania y el patriarca de los católicos de ese país. Que él, con María Santísima nos ayuden a nosotros también a vivir para el Señor de señores y Rey de reyes. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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