El pasaje del Evangelio de hoy es uno de los que más me llaman la atención. Aquí se nos presenta un Jesús que a la vez es muy humano sin dejar de ser muy divino. ¡No tengan miedo! repite tres veces Jesús. Y es, por cierto, la recomendación que en más ocasiones aparece en el evangelio: más que la de orar, más que la de amarnos, más que alguna otra. Y es que, indiscutiblemente, la primera experiencia de salvación es la liberación de los miedos. Si Dios está conmigo, ¿a quién temeré? Jesús viene a decirnos que hay que tener confianza en el Padre venciendo todos los miedos sabiendo que estando en el Padre estamos en buenas manos. Dios no es indiferente ni a uno solo de los cabellos de nuestra cabeza —y vaya que habemos unos que perdemos muchos cada día y que hay que hacer la cuenta una y otra vez—. Para Dios nosotros valemos más que todos los pajarillos juntos.
Hay que preguntarnos por qué Jesucristo nos dice y repite que no tengamos miedo. Miedo, ¿de qué?, ¿a qué?, ¿por qué? Y para responder a esta pregunta quizá sea necesario un esfuerzo de sinceridad con nosotros mismos. Porque me atrevería a decir que a menudo nosotros tenemos miedo de nuestros propios miedos. Es decir, nos lo escondemos, no lo confesamos ante los demás ni quizá ante nosotros mismos. No tenemos el valor porque se necesita valor para decirnos que tenemos miedo. Miedo, por ejemplo, ante nuestra sociedad, ante el mundo de hoy día como está, miedo a la pandemia, miedo quizá a la nueva realidad que no volverá a ser la misma de antes. Por un lado, a la luz de este pasaje, pienso en las personas de edad, que fácil y comprensiblemente se hallan incómodas y temerosas en una sociedad que no valora aquellos principios morales que parecían fundamentales. Pienso también en los más jóvenes, que a la vez se hallan incómodos y temerosos ante una sociedad que les parece no valorar sus anhelos de mayor autenticidad, de mayor sinceridad. Pienso en los niños, que pequeñitos tienen miedo al ver la reacción de los jóvenes y adultos.
Si Jesús dice: «No tengan miedo», significa que el cristiano coherente con su fe tiene motivos para temer por su vida; significa que la difusión y práctica del evangelio encuentra resistencia y tiene enemigos irreconciliables aunque se llamen cristianos; significa, como dice san Pablo (Rm 5,12-15) que el pecado entró en el mundo y por muy justo que uno sea padece situaciones de pecado a las que tiene que enfrentarse. La novedad de Cristo no está en decir aquí no pasa nada y todos tan contentos, sino en la promesa y el don de la victoria definitiva sobre el pecado. Cristo sabe que es duro seguirle en medio de un mundo que llena de temores a quien se deje y nos anima prometiéndonos su testimonio en favor nuestro ante el Padre. No tengamos miedo aunque nos sintamos acechados y espiados como el profeta Jeremías (Jer 20,10-13). Pero no nos engañemos; el Evangelio tiene enemigos y se da la lucha. La originalidad del evangelio no es servir de medicina para el alma preservándola de la política y el conflicto. La originalidad reside en que somos enviados a una misión difícil con confianza y ánimo suficiente para afrontarla sabiendo que el Juicio definitivo no es el de los tribunales políticos sino el del Padre. Que María santísima nos ayude a ser valientes cada uno en su condición, en el espacio y el tiempo que nos toca vivir. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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