Este domingo celebramos en la Iglesia la solemnidad de la Santísima Trinidad, una gran fiesta de acción de gracias al Padre, al Hijo y al Espíritu por todo lo que han hecho por nosotros. La maravillosa fiesta de acción de gracias por la gran revelación de la identidad de Dios: «La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo» (2 Cor 13,13). La fe cristiana, como sabemos y lo vivimos, no consiste en una serie de teorías complicadas y enredosas, sino que, en el fondo, se reduce a unas pocas realidades muy simples pero muy grandes, que, realmente vividas, son capaces de transformar radicalmente nuestra vida y llenarla de sentido. Ser cristiano significa creer y vivir que Dios es un Padre que nos ama, que todo lo ha hecho por nosotros y que jamás nos dejará, que nos ha enviado a su Hijo Jesucristo como nuestro Salvador y que nos infunde la gracia del Espíritu Santo para saber vivir y actuar en sintonía con Dios Uno y Trino.
Es por eso que el evangelio de hoy (Jn 3,16-18) no presenta evidentemente ninguna teología abstracta, sino que, de un modo por el contrario muy concreto, nos coloca ante la actividad de la Santísima Trinidad. La Trinidad es Amor; está en su totalidad «al servicio» del hombre al que trata de salvar y crear de nuevo. De esta manera, quien nos otorga la salvación, entregándonos su Hijo muerto por nosotros y resucitado en gloria, es el amor de Dios. El nos envió el Espíritu que no deja de comunicarnos esta fuerza de salvación, adquirida por Cristo una vez por todas y que nosotros vamos asimilando progresivamente en la Iglesia por medio de los sacramentos. Difícilmente podría expresarse mejor lo que es la Trinidad. El discípulo–misionero, al vivir en contacto permanente con las Personas divinas, vive en unidad y en paz (2 Co 13,11). En la Santísima Trinidad, Dios se nos revela como un Dios vivo, capaz de intercambiar un diálogo con nosotros. Escuchar su voz significa ser capaz de interpretar la propia vida con una perspectiva distinta, sabiendo que nada sucede al azar, nada queda librado a la suerte o al destino, sino que cada paso que damos en la vida tiene un por qué y camina hacia una meta, oscura en ocasiones, como ahora que estamos sumergidos en una pandemia y no podemos ver con claridad, pero una meta que da sentido a todo el camino.
A todo esto es a lo que llamamos «experiencia religiosa», es decir, la experiencia de sentirnos unidos a un hilo conductor de tantos actos y episodios aparentemente sueltos y sin relación entre sí. El hombre de fe puede decir: «Nuestro Dios habla.» Dios se hace encontradizo, Dios se nos presenta en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo. Pero no podría afirmar tal cosa si nunca lo hubiese escuchado en la Trinidad de un solo Dios. Y por eso no podemos tener una auténtica experiencia religiosa sino desde la óptica del amor. El que no ama —tal como lo recuerda la Carta de Juan en la Escritura— no puede decir que conoce a Dios. A Dios lo conocemos y reconocemos como Padre, cuando conocemos y reconocemos a los demás hombres como hermanos. En la experiencia de la fraternidad, de la amistad, de la comunidad, sentimos la presencia del Espíritu del amor que nos impulsa a sentirnos hermanos de Cristo e hijos de Dios en él. Al Padre lo sentimos como quien nos habla, nos elige, nos ama y nos protege; al Espíritu, como quien nos reúne en el amor y en la unidad de la vida comunitaria y al Hijo, como quien nos salva en su muerte y resurrección, haciendo de nosotros nuevas criaturas a imagen suya. Los santos vivieron siempre en una estrecha relación con la Trinidad, como la vivió María. La relación con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de la siempre Virgen María, es muy evidente. Pidámosle a ella que así sea nuestra relación con la Santísima Trinidad, muy evidente en lo que somos y hacemos cada día. ¡Bendecido Domingo!
Padre Alfredo.
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