«Señor, ¡sálvanos, que perecemos!» es el grito de los apóstoles que resuena en el Evangelio de hoy (Mt 8,23-27) cuando junto con sus Apóstoles, se ven sumergidos en una terrible tormenta. Este es el grito que también nosotros, como humanidad, exclamamos en estos días en medio de la terrible tempestad de esta pandemia que parece crecer y extenderse cada día más en el tiempo y en el espacio. Jesús se extraña de la actitud de los Apóstoles a quienes les falta la fe y la confianza en que el Señor no les abandonará. Jesús da confianza mientras cuestiona: «¿Por qué tienen miedo, hombres de poca fe?» Y es que para «seguir» a Jesús comprendiendo y asumiendo la voluntad del Padre se necesita la Fe. La Fe es condición esencial. Las exigencias, las renuncias, las pruebas tan duras como esta que estamos viviendo no se comprenden más que en una perspectiva de Fe. Y cuanto mas humanamente desesperada y sin salida sea la situación más necesaria es la Fe. Es lo que definitivamente necesitamos tener: Fe. Aquellos Apóstoles asustados quedan admirados del poder de Jesús, que calma con su potente palabra la tempestad: «¿Quién es éste, a quien hasta los vientos y el mar obedecen»?
Seguir a Jesús no es fácil, los Apóstoles lo siguen como queremos seguirlo nosotros, pero eso no libra a nadie de que, algunas veces en la vida, por diversas situaciones, como este imparable coronavirus haya tempestades y sustos. También en nuestra vida particular hay temporadas en que nos flaquean las fuerzas, las aguas bajan agitadas y todo parece llevarnos a la ruina. Pero Jesús mismo nos da su Espíritu para que, con su fuerza, podamos dar testimonio en el mundo; cuando tenemos la Eucaristía, la Palabra, la comunidad, la Iglesia, la mejor barca para nuestro navegar y con el al timón, ¿cómo podemos pecar de cobardía o de falta de confianza? Es verdad que también ahora, parece que Jesús duerme, sin importarle que nos hundamos. Llegamos a preguntarnos por qué no interviene, por qué está callado, por qué no hace algo milagroso y un día nos despertamos con que la plaga ha cesado. Es lógico que brote de lo más íntimo de nuestro ser la oración de los discípulos: «Señor, ¡sálvanos, que perecemos!» Los Apóstoles le hablaron a él, le invocaron, lo despertaron, y es que la oración nos debe reconducir a la confianza en Dios, que triunfará definitivamente en la lucha contra el mal. Y una y otra vez sucederá que «Jesús se puso en pie, increpó a los vientos y al lago, y vino una gran calma». El beato Zenón Kovalyk nació el 18 de agosto de 1903 en Ucrania. Desde su infancia, su sueño fue ser sacerdote. Una vez descubierta su vocación a la vida consagrada, Zenón ingresó con los Redentoristas. Profesó el 28 de agosto de 1926 y poco después fue enviado a Bélgica a completar sus estudios. De regreso a su tierra fue ordenado sacerdote el 9 de agosto de 1932. Su sacerdocio fue muy fecundo, atrayendo a millares de personas. El Padre Kovalyk amó de todo corazón a la Madre de Dios y no dejó nunca de mostrar su sincera piedad hacia María. Estas cualidades hicieron ciertamente que tuviera un gran éxito en su actividad misionera. En 1939, poco antes de la invasión soviética, se trasladó a Lviv, al monasterio redentorista de Wyblykevycha y se encargó de la economía del monasterio.
El celoso sacerdote continuó también predicando la Palabra de Dios cuando dio comienzo la invasión soviética. Mientras la mayor parte de los ucranianos de Galizia se encuentraban acobardados por el terror, el Padre Wynoviy dio muestras de un ánimo admirable. Con el miedo normal de todo humano, nunca dejó de condenar abiertamente las costumbres ateas introducidas por el régimen. Su último gran sermón tuvo lugar en Ternopil el 28 de agosto de 1940 con ocasión de la fiesta de la Dormición de la Madre de Dios. Aquel día los fieles que escuchaban al padre eran alrededor de diez mil. Su sueño de martirio se realizaría pocos meses más tarde. La noche del 20-21 de diciembre de 1940, los agentes de la policía secreta soviética penetraron en el monasterio de los Redentoristas para detener al padre Kovalyk por sus sermones. Durante su reclusión, que duraría seis meses, padeció 28 penosos interrogatorios; rezaba el rosario todos los días juntamente con los prisioneros y un rosario entero el domingo. Al martirizarlo disparándole, recordando sus sermones sobre Cristo crucificado, lo clavaron en el muro de la prisión a la vista de sus compañeros prisioneros. Él estuvo convencido de que Cristo nunca lo abandonó y le compartió su Cruz. Pidamos que el ejemplo del beato Zenón Kovalyk y el auxilio de la Virgen nos hagan confiar en que Cristo siempre estará a nuestro lado y no dejará que nuestra vida se hunda sin dar fruto. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.