El salmo responsorial de la liturgia de la palabra del día de hoy, es la segunda parte del salmo 101 [102], un salmo lleno de esperanza en el que la reedificación de Sion (antiguo nombre de Jerusalén) señala una nueva era en la vida de Israel y de las naciones. Esta restauración de la ciudad santa, que el salmista contempla con esperanza, porque no ha llegado aún, será la manifestación de la gloria o poder de Dios, que ha aceptado la plegaria de los despojados, de los israelitas humillados y desterrados de su tierra. Este nuevo portento será recordado a las generaciones futuras y dará lugar a la formación o creación de un nuevo pueblo —el texto hebreo dice literalmente: «y un pueblo creado alabará...»— que estará vinculado permanentemente al Señor, al que sin cesar alabará. Es la perspectiva de «los cielos nuevos y la tierra nueva» de que se habla en Is 65,17. El autor del salmo piensa ya en el nuevo orden de cosas que traerá una transformación de la naturaleza y de los corazones.
La perspectiva en la que, inspirado por Dios, el salmista compone este salmo, en el fondo es una configuración mesiánica, ya que el autor sagrado alude a la conversión de los pueblos paganos, que acudirán en masa a Jerusalén, conforme a los antiguos vaticinios. La restauración de Sion —precedida de la liberación de los cautivos — señalará la hora de la atracción de los gentiles para ser incorporados a la nueva manera en la que Dios gobernará a su pueblo. En la ciudad santa encontrarán los siervos de Yahvé su morada propia y permanente, y su descendencia gozará de la protección divina, sin miedo a ser expulsados de su sagrado recinto. Al leer este salmo, al cantarlo en la liturgia, nuestro acto de lectura debería permitirnos recuperar esa esperanza, más aún, hacer nuestra la experiencia de vida que suscitó al salmista a esperar un futuro mejor, un futuro que estará en manos de Dios para bien de todos. Para reedificar lo que se ha venido abajo, para volver a construir lo que se había destruido, para reedificar lo que se había derrumbado, el mundo nos insiste en el poder, el status, la sabiduría humana, las apariencias, etc., nuestro Dios cambia esos criterios y a través del autor del salmo 101 [102] nos invita a orar llenos de esperanza con la sencillez de un niño pequeño que confía todo a la certeza de que su padre no lo abandonará.
Por eso, en el Evangelio de hoy (Lc 9, 46-50), Jesús presenta un niño, que en la comunidad judaica no tenía ningún valor, era el elemento más pequeño en la escala social, que necesita de todos en todos los sentidos, el más indefenso, y afirma que para él será verdaderamente grande quien se siente necesitado como un niño y se deja amar y abrazar por él. Será también grande quien es capaz de renunciar a los «privilegios» que pueda tener, con el fin de servir a los necesitados, a los que no tienen voz, a los marginados, a los que son como niños en la comunidad y esperan un futuro mejor. Queda así claro cuáles son las preferencias de nuestro Dios y por lo tanto cuáles deben ser las preferencias de los discípulos–misioneros de hoy y de siempre. María Santísima es siempre la mujer de la esperanza, ella, a pesar de que no siempre comprendía todo lo que estaba por suceder, se nos muestra como una mujer llena de esperanza, anhelando siempre, llena de confianza, el momento de Dios desde el «Hágase en mí, según tu Palabra». ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.