Me gusta mucho mi día de cumpleaños porque es el día de san Agustín a quien tanto quiero y admiro y, además, a quien estudié con un poco más de profundidad en mis años de seminario allá en aquellos años de seminario que parecen muy lejanos pero que siento tan cercanos, como si acabaran de pasar. El encuentro con los «ayes» de Jesús, en el Evangelio de hoy (Mt 23,13-22), me hacen repasar mi larga vida para hacer un examen de conciencia y maravillarme del amor tan grande, que a pesar de mi miseria, el Señor tiene por mí. Estos «ayes»... «¡Ay de ustedes...» fueron advertencias espantosas para los líderes religiosos de la época de Jesús. Pero también sirven para advertirme a mí —y creo seguramente a todos— contra la hipocresía religiosa de hoy.
Gran parte de mi paso por esta tierra lo he vivido como sacerdote, es decir, como líder religioso sabiendo que estoy llamado a la verdadera piedad, el amor sincero y a la fe duradera. La vida, a lo largo de los años, me ha enseñado a caminar de la mano del Señor nos hacer uso de cosas que sé que me apartan de él, pero no debo de dejar de orar para que el Señor me libre de la hipocresía, de la pretensión, de las apariencias. Le pido hoy, al dar gracias por este don, que cada día sepa prepararme más y más para encuentro definitivo con el Creador que, por lógica, es cada vez algo más cercanos, pues con tanto achaque, a pesar de tener una carrocería que a muchos hace exclamar «¡qué bien te ves!», la vida terrena puede cortarse en cualquier momento para dar paso a la eternidad. Me acojo al corazón inmaculado de María, rogándole que me lo preste aunque sea tantito para amar a Jesús como ella lo amó y a la beata María Inés para que me ayude a mantenerme fiel a la misión. Gracias Don Alfredo (+) por haberme traído a este mundo, gracias mamá Blanca Margarita por estar aquí a mi lado, gracias a todos. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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