Sabemos lo que pasa con la sal si se «desala»... ¡ya no sirve para dar sabor! Y sabemos también que, a las cosas del Señor, hemos de ponerles sabor y color si queremos que fructifiquen nuestras obras con nuestros hermanos. Jesús nos pide dar ese sabor a lo que hemos aprendido de Él. Las obras de un buen católico, para ser sal, deben de ir por el lado del cuidado, poner un poquito de amor a cada paso y a cada persona que nos cruza. La palabra «sal» en boca de Jesús, es una invitación a dar el verdadero sentido a la vida, a lo que hacemos cada día; más todavía, a darle el buen sabor de la existencia, el gran regalo que Dios nos ha dado. Pero el Evangelio de hoy también dice que hay que ser «luz». Y basta un poco de luz... Luz para las almas, luz para los corazones, luz para cada persona que nos conoce, que conocemos, luz para contagiar la alegría que sólo Dios da.
En estos días me llamó mucho la atención un artículo que encontré en Internet en el que un escritor dedicaba unas palabras a la tristeza diciendo que hay personas que se embarcan en ser eternamente tristes, como si la vida no les sonriese. Estas personas son las que no dan sabor, son las gentes del candelero debajo de la mesa... Y pensar que basta sólo el don de la vida para llenarse de alegría y ser sal, ser luz. Cuánto más para nosotros, que somos discípulos–misioneros, antorchas de la humanidad. Yo creo que bien sabemos que cuando más se posee a Cristo más se irradia, más se comunica, es más, sale sólo desde dentro. Qué mejor fruto de nuestros pequeños ratos de oración, de esos buenos momentos que pasamos junto al Señor que el aprender a contagiar la alegría del alma que está plenamente iluminada por su gracia y que da sabor. María, la Madre del Señor y Madre nuestra sabe ser sal, sabe ser luz. Que ella nos contagie... ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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