Quiero hacer este momento de meditación, reflexión u oración que defiero con ustedes penetrando en el relato de la primera lectura de la Misa del día de hoy que en un fragmento del libro del Génesis, que se está leyendo de manera continuada en estos días, narra el suceso de la Torre de Babel (Gn 11,1-9). ¡Qué página de la Biblia tan sorprendente profética! El autor sagrado nos ofrece una profunda visión de la humanidad a nivel de símbolos, pues sabemos que estos relatos, inspirados por Dios, no son estrictamente históricos. El relato me parece muy actual, porque yo creo, como muchos otros que se acercan a este episodio, que Babel es «nuestro tiempo actual»... la historia de nuestro mundo contemporáneo que de mil maneras busca comunicarse y que ha hecho esta Torre telemática en la que nos sumergimos para comunicarnos unos con otros en las redes sociales con ayuda de diccionarios electrónicos que nos hacen escribir y ser leídos prácticamente en cualquier idioma del mundo.
Pero nos damos cuenta de que no basta hablar la misma lengua para poder dialogar. Entre las naciones, las clases sociales, las etapas de la vida... a pesar de tener los traductores más modernos, es difícil entenderse. Entre padres e hijos, de una generación a otra, la incomprensión se insinúa y acaba instalándose. Entre esposos, entre colegas, ciertos silencios que comienzan y duran, con signo de que no se tiene ya nada que decir, que para nada serviría hablarse, que se es incapaz de comprender, entre naciones que no llegan establecer los criterios de paz... Vamos en el mundo como si se viviera en universos diferentes. ¿De dónde procede ese trágico mal entendido? Ciertamente de algo que a todos nos quiere atacar: el orgullo. Porque el conflicto, la lucha de clases, los racismos, los descartes de toda especie se hallan en el corazón de la humanidad que hace a un lado a Dios y no quiere escuchar. Cuando el hombre cierra su corazón a la acción de Dios y se siente él mismo todopoderoso, la vida no marcha. La unidad no se puede sostener solamente en hablar la misma lengua, sino en tener el mismo corazón, y éste, lleno de los sentimientos de Cristo. Pidamos a María santísima que nos ayude a escuchar a Dios, a hacerlo parte necesaria de nuestra convivencia humana. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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