Desde las primeras páginas de la Biblia, que la primera lectura de estos días nos va presentando en el libro del Génesis que estamos leyendo (Gn 4,1-15.25), mucho antes de que Cristo Jesús nos diera la consigna del amor fraterno, ya Dios está pidiendo cuentas de la sangre de un hermano, o también, pudiéramos decir, de su fama, como nos hace decir el salmista en el salmo responsorial de este día: «Te pones a insultar a tu hermano y deshonras al hijo de tu madre. Tú haces esto, ¿y yo tengo que callarme? ¿Crees acaso que yo soy como tú? No, yo te reprenderé y te echaré en cara tus pecados» (Del salmo 49). Deberíamos al escuchar esto en nuestro interior como la voz de Dios que nos pegunte: «¿Dónde está tu hermano?». Es de esperar que no contestemos como Caín: «¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?»
Yo solamente tengo un hermano de sangre: Eduardo Antonio. Lalo, como le decimos de cariño es esposo, papá y abuelo. Gracias a Dios a pesar de la distancia kilométrica en territorio que en algunas épocas de la vida nos ha permitido el Señor vivir, por mi condición de misionero, estamos unidos en el corazón y nunca, hasta el día de hoy, gracias a Dios, ha habido un problema entre nosotros. «Hermano», «hermana», son palabras que el cristianismo ama mucho. Y gracias a la experiencia familiar, son palabras que todas las culturas y todas las épocas comprendemos, pero por desgracia, en medio de este mundo del que el materialismo y el consumismo va chupando lo que le estorba por el camino, muchos hermanos se distancian por diversos motivos y en algunos, el relato de Caín y Abel se vuelve a repetir.
¿Tienes hermanos o hermanas? Encomiéndalos a Dios desde tu condición de hombre o mujer de fe. Dale gracias al Creador por esta bendición. La hermandad es tan hermosa, que Jesucristo ha llevado a su plenitud también esta experiencia humana del ser hermanos y hermanas, asumiéndola en el amor trinitario y potenciándola para que vaya más allá de los vínculos de parentela y pueda superar todo muro de ajenidad. Cuántos de nosotros tenemos amigos que consideramos como hermanos. Volviendo al relato bíblico observamos con detenimiento que Dios pregunta a Caín: «¿Dónde está tu hermano Abel?». Esta es una pregunta que el Señor continúa repitiendo a cada generación. Pongamos, bajo la mirada de María, nuestra condición de hermanos y pidamos por ellos, nuestros hermanos de sangre y a quienes queremos como hermanos. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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