Seguramente, según nos narra el evangelio de hoy (Mt 8,23-27), los apóstoles estaban aterrorizados al enfrentar un suceso de esta magnitud, a pesar de estar avezados en su oficio de pescadores. El pasaje dice que despertaron a Jesús, que iba dormido —debía tener un gran cansancio, un sueño profundo y una salud de hierro— con una oración bien espontánea: «Señor, sálvanos, que nos hundimos». Y quedaron admirados del poder de Jesús, que calmó con su potente palabra la tempestad: «¿quién es éste? hasta el viento y el agua le obedecen». Seguir a Jesús no es fácil. El evangelio afirma brevemente que cuando él subió a la barca, «sus discípulos lo siguieron»; pero eso no les libra de que, algunas veces en su vida, haya tempestades y sustos. También en la de la Iglesia, que, como la barca de los apóstoles, ha sufrido, en sus dos mil años de existencia, perturbaciones de todo tipo, y que no pocas veces parece que va a la deriva o amenaza naufragio, hay temporadas en que flaquean las fuerzas, las aguas bajan agitadas y todo parece conducir a la ruina.
Cuando sabemos que Cristo está en la barca de la Iglesia y en la de nuestra vida, ¿cómo podemos pecar de cobardía o de falta de confianza? Es verdad que también ahora, a veces, parece que Jesús duerme, sin importarle que nos hundamos; pero él escucha siempre nuestras súplicas. La oración nos lleva a la confianza en Dios, que triunfará definitivamente en la lucha contra el mal. Y una y otra vez sucederá que Jesús increpará a los vientos y al lago, y vendrá una gran calma. Que María santísima nos ayude a sostenernos y a vencer el miedo. ¡Bendecido martes!
Padre Alfredo.
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