La beata María Inés Teresa, tenía la costumbre de poner por escrito los siete dones del Espíritu Santo —sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios— para repartirlos a la hora de rezar Tercia, uno de los momentos de oración de la Liturgia de las Horas, con el deseo de que durante todo el año se profundizara en ese don y se aplicara en la vida. Esta práctica la hemos heredado en la Familia Inesiana y es un gozo estar esperando a ver qué don nos tocará desarrollar. Y es que la Pentecostés la celebramos cada año, pero no solamente como un recuerdo de un acontecimiento que sucedió cuando el Espíritu Santo descendió sobre los apóstoles y María santísima, sino como una fiesta en la que agradecemos que esa efusión del Espíritu Santo vino a nosotros en el bautismo, se reforzó en la confirmación y nos mantiene como testigos de la acción de Dios en el mundo.
Benedicto XVI, de feliz memoria, el 27 de mayo de 2012, en la fiesta de Pentecostés de aquel año anotó: «Jesús, después de resucitar y subir al cielo, envía a la Iglesia su Espíritu para que cada cristiano pueda participar en su misma vida divina y se convierta en su testigo en el mundo. El Espíritu Santo, irrumpiendo en la historia, derrota su aridez, abre los corazones a la esperanza, estimula y favorece en nosotros la maduración interior en la relación con Dios y con el prójimo». Yo creo que esto nos ayuda a entender las sencillas palabras con las que Jesús hace descender el Espíritu Santo que procede del Padre y de él y que el Evangelio de hoy (Jn 20,19-23) menciona: «Reciban el Espíritu Santo». Reestrenemos este regalo maravilloso que viene de lo Alto y pidamos a María Santísima seamos dóciles, como ella, a la acción del Espíritu mismo. ¡Bendecido domingo de Pentecostés!
Padre Alfredo.
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