Precisamente hace rato voy llegando del último viaje, esta vez a mi querida selva de cemento (CDMX) en donde, cerca de allí, en la «Casa Lago», sede de la Conferencia Episcopal Mexicana participé desde el lunes hasta esta mañana en la asamblea anual de los miembros de las comisiones del clero de cada arquidiócesis del país. Yo formo parte de la comisión del clero de Monterrey. No necesito decirles, porque estoy seguro que se imaginan, la riqueza de la experiencia de esta tarea que encierra el gozo de servir y acompañar a mis hermanos en el sacerdocio. Los temas que nos impartieron y los trabajos de equipo, dejaron en mi corazón un compromiso y un deseo de acrecentar la entrega en esta hermosa y a la vez complicada tarea de animar la vida sacerdotal que debe estar siempre al cien en cada sacerdote.
La lectura de la misa de hoy, tomada del libro de los Hechos de los Apóstoles, me alienta en la tarea. Este texto (Hch 28,16-20.30-31), que termina hablando de san Pablo y explicando que vivió dos años en una casa alquilada y que ahí recibía a los que acudían a él, predicaba el Reino de Dios y explicaba la vida de Jesucristo con plena libertad y sin estorbo alguno, me hace ir al corazón del sacerdote, que, como nos explicaban este día expertos en teología sacerdotal, es un corazón traspasado que no puede permanecer indiferente ante la situación que vive el mundo actual y que reclama la presencia de varones comprometidos con el Señor que le hagan presente para empapar el mundo entero de la misericordia de Dios. No dejen de orar por los sacerdotes, por mí que tanto lo necesito y por quienes vienen en camino en los seminarios y casas religiosas, respondiendo al llamado vocacional. Que María santísima nos acompañe siempre reforzando nuestro «sí». ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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