Hoy Jesús, en el evangelio (Jn 14,23-29) nos habla de la paz, pero de esa paz que es la que digo que anhela nuestro corazón de discípulos–misioneros, no la paz como la da el mundo, que a veces quiere lograr a base de enfrentamientos violentos. La paz auténtica no puede venirnos más que de Dios, porque es un don suyo. Un don que debemos pedir y agradecer y con el que debemos colaborar. Un don que en Jesús se ha hecho realidad palpable y vital. Él, Jesús, es nuestra paz; el único que da la paz que necesita la humanidad. Una paz que hará posible el hombre nuevo, la nueva humanidad; que producirá una sensación interior de plenitud, al no contentarse con lograr un orden externo justo. El amor de Jesús es su paz, la paz que él nos deja. La paz difícil de quien ama perdiendo las propias seguridades; la paz misteriosa de Getsemaní y de la cruz, que llevaba en germen la paz de la resurrección.
Los discípulos–misioneros del Señor no podemos creer en una paz construida sobre el miedo de las armas y de los bloques militares, que se han inventado los poderes de este mundo. Ni en una paz que consagra el desorden de la riqueza mal repartida o que acepta cínicamente la tragedia del hambre y del empobrecimiento en el mundo. Ni en una paz que se mantiene por la tortura, la cárcel, el asesinato o el desprecio de los derechos humanos. Hay que preguntarnos: ¿Qué hacemos por la verdadera paz? ¿Cómo nos responsabilizamos de este don de Dios? Si no amamos con obras, nuestro anhelo de paz es un sentimiento vacío. Es urgente un compromiso colectivo y solidario en favor de la paz que Cristo nos anuncia. Pidamos la intercesión de Nuestra Señora de la paz para alcanzarlo. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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