Pero la oscuridad no es absoluta. Jesús nos recuerda en el evangelio de hoy (Jn 12,44-50) que él ha venido al mundo como luz, para que todo aquel que crea en él no siga viviendo en las tinieblas. Cristo es la luz que viene al mundo, el portador de la salvación para los hombres. La luz que viene al mundo justamente para que brille este propósito divino de salvación universal —y esta es la paradoja de la fe— para que brille aun más esta voluntad salvadora de Dios en la oscuridad más profunda de la cruz. Él viene a iluminar los obscuros recovecos que se hacen —por la mundanidad que siempre ataca— en el corazón para que nadie viva engañado y transforme toda vida en claridad cristiana que la haga transparente a los demás.
Cristo, como luz, sigue dividiendo a la humanidad, porque también ahora, como en aquellos tiempos en que él predicaba, hay quienes prefieren la oscuridad o la penumbra: y es que la luz siempre compromete, porque pone en evidencia lo que hay, tanto si es bueno como defectuoso. Nosotros, discípulos¬–misioneros de Jesús, ¿aceptamos plenamente en nuestra vida su luz, que nos viene por ejemplo a través de su Palabra que escuchamos tantas veces? ¿somos «hijos de la luz», o también en nuestra vida hay zonas que permanecen en la penumbra, por miedo a que la luz de Cristo nos obligue a reformarlas? Pidamos la asistencia de María santísima, nuestra Señora de la Luz, para ser hijos de la luz caminando en la verdad, sin trampas, sin subterfugios. Durante la Cincuentena Pascual, después de haber entonado solemnemente en la Vigilia la aclamación «Cristo luz del mundo», encendemos en nuestras celebraciones el Cirio Pascual, cerca del libro de la Palabra. Quiere ser esto un símbolo de que a Cristo Resucitado lo seguimos porque es la auténtica luz del mundo, y que queremos vivir según esa luz, sin tinieblas en nuestra vida. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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