Muy cierto es que Jesús ama a todos los hombres, y los considera como amigos. Pero también es verdad que tuvo amigos especiales y nos sigue buscando para tenernos como sus amigos. Los beatos y los santos son un ejemplo maravilloso de esa amistad personal y comunitaria con Cristo que hace realidad lo que Jesús dice, completando la frase de «ustedes son mis amigos». Enseguida de esto pone Jesús una condición para ser sus amigos: «si hacen lo que yo les mando». En la vida comunitaria —y todos estamos de alguna manera sumergidos en relaciones con los demás sea en la familia, la parroquia, la comunidad, etc.— es éste el aspecto que más nos cuesta aplicar de lo que Cristo Jesús nos manda. Somos sus amigos si sabemos amar como lo ha hecho él, saliendo de nosotros mismos y amando no de palabra, sino de obra, con la comprensión, con la ayuda oportuna, con la palabra amable, con la tolerancia, con la donación gratuita de nosotros mismos.
Al obedecer lo que Jesús manda, el discípulo–misionero no es un simple subalterno. Es ante todo un amigo personal de Jesús. Esta amistad es el ambiente donde el discípulo crece en diálogo constante y en atención permanente a su maestro. El discípulo–misionero se sabe llamado y amado. Sabe que no está con los demás amigos de Cristo congregados en la comunidad por un asunto ocasional. Somos parte viva de la comunidad y estamos destinados a desarrollarse allí como personas autónomas, libres y maduras. «Esto es lo que les mando: que se amen los unos a los otros». Si verdaderamente queremos cumplir el mandamiento de Jesús, el «Amigo» que nunca falla, nuestro amor ha de ser como el suyo: solidario, compasivo, misericordioso, total y envolvente. Que María Santísima nos ayude a conservar el gran regalo de Jesús que nos ha elegido para ser sus amigos. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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