Hoy celebramos la fiesta de san Matías. Todos conocemos su historia: Cristo escogió entre sus discípulos a aquellos que acercó más estrechamente a sí mismo para enviarlos a todos los pueblos. Uno de ellos «—Judas— se excluyó de su número. Por esto, encomendó a los otros once, en el momento de su retorno al Padre después de su resurrección, de ir a predicar a todos los pueblos y bautizarlos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Al instante, los apóstoles escogieron a Matías en el lugar de Judas, según la profecía contenida en un salmo de David (Sal 108,8). Del mismo modo que al inicio de la condición de apóstol hay una llamada y un envío del Resucitado, así también la sucesiva llamada y envío de otros se realizará, con la fuerza del Espíritu, por obra de quienes ya han sido constituidos en el ministerio apostólico y allí entramos cada uno de nosotros, que somos enviados por nuestro Amigo Jesús a hacerle presente en el mundo.
Cada uno de nosotros hemos sido llamados por Dios y llamados para permanecer con Jesús, según nos recuerda el evangelio de hoy (Jn 15,9-17). Estamos unidos a él con una profunda amistad que nos invita a ser amigos y hacer migos para Jesús. En realidad, este vivir, este permanecer en amistad con Cristo, marca todo lo que somos y lo que hacemos. Es precisamente la «vida en Cristo» que garantiza nuestra eficacia apostólica y la fecundidad de nuestro compromiso como discípulos–misioneros: «Soy yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea verdadero» (Jn 15,16). Después de la amistad con Cristo, que es la más valiosa que tenemos, está la amistad con María, su Madre que en su vida ha dado el «ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva» (Lumen gentium, 65). Que ella nos ayude a conservarnos siempre como apóstoles de su Hijo Jesús. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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