Para el mundo ya no somos «lo suyo», sino que pertenecemos, desde aquellos primeros seguidores, a Jesús. Él nos ha hecho suyos mediante su elección. Porque ya no pertenecemos al mundo, tampoco el mundo nos demuestra su amor, habiendo perdido en nosotros todo interés, pues no vamos de acuerdo con sus normas embebidas de un materialismo y consumismo exagerados. Tenemos que recordar que por esta pertenencia a Jesús los cristianos hemos entrado lógicamente en esa oposición tensa y radical que hay entre Dios y el mundo. San Pablo llegará a decir que «estamos crucificados con Cristo» (Gal 2,20). Leyendo el evangelio de hoy captamos la gran diferencia que hay entre «estar en el mundo» y «ser del mundo», o sea, compartir los criterios del mundo. El «mundo» para Juan es siempre el conjunto de las fuerzas del mal, opuestas al Reino que quiere establecer Jesús.
Sin embargo, bien lo sabemos, hemos de vivir en el mundo, aunque no lleguemos a sentirnos instalados en el mundo, pues sabemos que somos peregrinos. El discípulo–misionero de Jesús no puede ya identificarse con el mundo. Y eso es justamente lo que el mundo no nos puede perdonar. Dice Jesús: «por eso el mundo los odia». Y si en una sociedad como la nuestra, ese odio no se expresa en una persecución sangrienta, si se deja ver de muchas maneras en las que la mundanidad ataca por donde quiera y desgraciadamente atrapa a muchos haciéndolos indiferentes a la vivencia de la fe. A mi me basta ver las misas de celebraciones de XV años en la parroquia, en las que veo a la gente totalmente ausentes de la celebración, incluidas muchísimas veces a las mismas quinceañeras, que han sido absorbidas por el mundo y de la misa ya no saben absolutamente nada. Pidamos la intercesión de María santísima para ser valientes y vivir nuestra fe. ¡Bendecido sábado!
Padre Alfredo.
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