Llegamos en nuestro devenir, a nuestro primer domingo de cuaresma, una nueva oportunidad que nos da el Señor para emprender de nueva cuenta, en una etapa más, nuestro camino en este proceso de conversión que todos hemos querido abrazar al vivir nuestro compromiso bautismal. Este andar, que para todos según este tiempo litúrgico es igual de comprometedor, es de alguna manera también un tiempo muy personal, pues cada uno sabemos, en ese proceso de conversión, lo que tenemos que superar, cambiar o eliminar de nuestras vidas. La cuaresma es tiempo de reconciliación con Dios, con los hermanos y con nosotros mismos; es un tiempo para reencontrar la paz interior que la tolvanera del mundo en que vivimos nos impide, entre los remolinos que causa, seguir el camino de fidelidad al Señor. El mensaje del Papa Francisco para esta Cuaresma de 2020 tiene por lema: «Te imploramos en nombre de Cristo, reconcíliate con Dios» (2 Cor 5,20).
Hemos arrancado esta senda cuaresmal el miércoles pasado, recibiendo el signo de la ceniza. Este camino de 40 días es un espacio ideal, un espacio previsto para prepararnos a la gran celebración del Triduo Pascual celebrando la Pasión, la Muerte y Resurrección de Jesucristo. Y hoy, el primer domingo de este privilegiado tiempo litúrgico, el Evangelio nos invita a detenernos en contemplar las tentaciones de Jesús en el desierto. San Mateo, con detalle (Mt 4,1-11) nos narra este pasaje de la vida de Cristo antes de comenzar su itinerante predicación de tres años. Jesús se retiró al desierto para orar y prepararse para su misión. La experiencia del desierto nos muestra la evidencia de la fragilidad de nuestra vida de fe. El desierto es carencia y prueba, nos deja desnudos ante la realidad de nuestra pobreza. Por eso tenemos miedo a entrar en nuestro interior, por eso mucha gente de nuestros días siente pavor ante el silencio. Surge la tentación, la prueba... Sin embargo, como lo vemos a nuestro alrededor el exponerse a una prueba es lo que hace progresar al deportista o al estudiante, es lo que hace progresar, en la senda espiritulal, al alma que enamorada plenamente del Señor, lo deja todo para seguirle. Hoy la Iglesia, entre los santos y beatos que celebra, recuerda la memoria de la beata Juana María Bonomo, una mujer que, en el monasterio de Bassano, en la región de Venecia, en Italia, fue una abadesa de la Orden de San Benito, que, dotada de místicos carismas, experimentó en su cuerpo y en su alma los dolores de la Pasión del Señor. A los nueve años hizo voto de virginidad, a los doce ya era religiosa y con tan sólo quince años ingresó al monasterio donde fue maestra de novicias, priora y por tres ocasiones abadesa. La beata Juan María fue muy favorecida por visiones místicas, recibió durante un éxtasis los estigmas de la Pasión. La historia nos narra que cayó en éxtasis por primera vez durante la ceremonia de su profesión religiosa. Su dedicación y experiencias místicas ocasionaron que algunas de las religiosas pensaran que todo era algo herético o que Sor Juana deseaba llamar la atención y por un tiempo se le negó la comunión.
Todo esto sucede porque el mundo siempre ha sido miope para ver las cosas el Espíritu y no acierta a distinguir entre Dios y el demonio, entre la luz y la oscuridad, entre la vida y la muerte. En medio de sus sollozos, Cristo se presentaba delante de ella, sacaba de su costado una hostia y se la daba en comunión, diciéndole: «Toma, esposa mía»; o le permitía ir a comulgar a otra parte sin moverse de su celda por el don de bilocación, o le enviaba un querubín para que éste tomase de la patena una partícula mientras el sacerdote daba la comunión y se la llevase a sor Juana, silenciosamente acurrucada en un rincón del convento. Murió el 1 de marzo de 1670 luego de una vida perdida en el océano del amor a Dios. Sí, un océano... ese debe ser nuestro ambiente, vivir sumergidos en el océano de la misericordia divina y a eso nos va preparando cada Cuaresma. Para mí este domingo es especial porque haré un alto en el compartir mi reflexión para continuar cuando Dios lo decida ya que esté recuperado, según Él mismo lo disponga de mi intervención. María Santísima nos acompaña en nuestro caminar de la Cuaresma, Ella, que vivió siempre inmersa en ese océano, nos llevará de la mano para acompañar a Jesús venciendo cuanta tentación se presente en el camino, pidiendo al Señor un corazón puro, renovado, transformado para la Pascua. ¡Bendecido Domingo! Me encomiendo a sus oraciones, que sé siempre las tengo, para que pronto —si es la voluntad de Dios—, siga compartiendo estos momentos de oración. A todos imparto mi bendición sacerdotal con cariño, admiración y gratitud.
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario