miércoles, 25 de marzo de 2020

«PROFETAS DESDE NUESTRO BAUTISMO»... Un tema para un retiro


Hace muchos años, allá por el año 2000, se hizo famosa una película que en su tiempo muchos me comentaron, se llamaba «Límite Vertical». La película narraba la aventura de Peter Garret, un joven fotógrafo deportivo atormentado por el sacrificio de la vida de su padre en una escalada para salvar su vida y la de su hermana Annie. Annie era una experta escaladora integrante de un equipo de ascensión al K2, una de las montañas pertenecientes al grupo de las ocho mil, pero un error de previsión meteorológica provocó un grave accidente en el que se vio implicada. Peter arriesga su vida junto a otros voluntarios para rescatarla. 

Me viene a la mente esta película ahora que recuerdo un hecho real que sucedió en 1950. Dos alpinistas reconocidos de aquel tiempo: Mauricio Herzong y Luis Lachenal, arrastrándose por las rocas nevadas y azotadas por el viento helado, llegaban a la cima de la montaña más alta del mundo, era la conquista del Himalaya en el monte Anapurna. Estos hombres pagaron un precio muy alto por aquella hazaña, pues estuvieron varios meses internados en el hospital. Un día, mientras Mauricio Herzong convalecía, uno de los visitantes le hizo una pregunta, le dijo: «¿Valía la pena ir hasta allá?». Herzong permaneció en silencio y no dijo nada, solamente respondió con una sonrisa. La pregunta era inútil y la respuesta, más que evidente. Quien no entiende de cosas grandes, quien no sabe de retos, de propuestas, de conquista, corre siempre el riesgo de hacer preguntas huecas.

El mundo de hoy, sumergido en un sin fin de comodidades y nadando en el confort del «yo no me comprometo», hace muchas preguntas así como aquella que le hicieron a Mauricio Herzong: «¿Vale la pena amar en un mundo tan cambiante?... ¿Vale la pena sufrir cuando de repente una pandemia puede llegar y acabar con todo lo que ahora está globalizado?... ¿Vale la pena ser puros en una sociedad en la que todo se exhibe sin pudor alguno?... ¿Vale la pena lucha por la justicia donde ahora se pueden falsificar tantas cosas y hacerlas pasar por ciertas?»

Hoy, en estos tiempos difíciles, necesitamos voltear nuestra mirada y dirigirla hacia la figura del profeta, por supuesto en primer lugar mirando al Profeta de profetas, nuestro Señor Jesucristo, luego ir hacia Isaías, Jeremías, Ezequiel anticipando el anuncio profético del Mesías y después a san Pablo, San Oscar Romero y el beato Miguel Agustín Pro entre otros.

La Palabra de Dios siempre viva y actual, así como el ejemplo de los santos y la misma vida de Cristo, nos dejan siempre una importante clave de algo que todos los cristianos debemos ser y proyectar en nuestro ser y quehacer. Desde nuestro bautismo participamos de esa valentía de Cristo, que nos hace llegar a la cumbre y vencer las dificultades que en un mundo de avalanchas constantes hay que enfrentar para gritar al mundo diciéndole desde lo más hondo del corazón: «Dios te ama».

Como el profeta Jeremías, por ejemplo, tenemos como dicho a nosotros mismos estas palabras de Dios: «Desde antes de formarte en el seno materno te conozco; desde antes de que nacieras, te consagré como profeta para las naciones. Cíñete y prepárate; ponte en pie y diles lo que yo te mando» (Jer 1,5-7).

Como bautizados y seguidores de Cristo, como «profetas» desde nuestro bautismo, hemos de tener la conciencia de que el Señor nos ha elegido y nos ha enviado para anunciar la Buena Nueva a los pobres y proclamar la liberación a los cautivos. En el Evangelio el Señor Jesús nos dice: «Hoy mismo se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír» —refiriéndose al pasaje de Is 61,1 que Cristo lee ante todos en la Sinagoga—: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para llevar a los pobres la Buena Nueva, para anunciar la liberación a los cautivos y la curación a los ciegos, para dar libertad a los oprimidos y proclamar el año de gracia del Señor (Lc 4,18ss).

Desde esta perspectiva vale la pena recordar las características del profeta, ya que es lo que todos los bautizados debemos ser y hacer, si queremos seguir de verdad a Cristo para mostrarlo al mundo globalizado de hoy:

1. El profeta es aquel que tiene visión. Es quien interpreta la vida y hace ver en ella las intervenciones de Dios. Es quien hace que la vida no se vea como una máquina de sucesos incontrolados e incontrolables. Es el que ayuda a descubrir la mano de Dios que salva y provee.

2. El profeta es todo aquel que se sabe amado, elegido y enviado por Dios, para abrir a la humanidad nuevos caminos que orienten el pensamiento y la actividad de cada día. Es el que ayuda a darle sentido a lo que hacemos y a realizar los cambios cuando son necesarios, o a permanecer firmes cuando Dios lo pide así.

3. El profeta es aquel que sabe que ha recibido dones de Dios no para él mismo, sino para orientar, para dar aliento a quienes están decaídos o se encuentran deprimidos. Es quien levanta los corazones para llevarlos a Dios.

4. El profeta es el fuerte y valiente que aún en medio de la catástrofe hace caer en la cuenta a los demás de los errores, de las lacras, de los frenos que pone la humanidad. Es el que incita a poner remedio a los males aunque muchas veces vaya en contra de las ideas y en contra de los intereses de quienes le escuchan.

5. El profeta es aquel del constante «sí» a la voluntad de Dios para traer la salvación y hacerla realidad en cada corazón buscando la verdad. Es el que asume las consecuencias de ese «sí» que muchas veces querrán eliminar o reducirlo al silencio. Es todo aquel que sabe que por su «sí», como el de María, habrá de desaparecer para que brille y quede triunfante la verdad.

Estos cinco puntos que describen al profeta pueden ser, si nosotros queremos, la descripción de cada uno de nosotros mismos, profetas desde nuestro bautismo.

EL Concilio Vaticano II nos recuerda que este es uno de los oficios de todo cristiano: «EL pueblo santo de Dios participa también del don profético de Cristo, difundiendo su vivo testimonio sobre todo por la vida de fe y caridad» (LG 12). Por eso es que algunos de nosotros, en determinados ambientes de este este mundo «caemos gordos» como vulgarmente se dice; o perdemos amistades, o nos echamos gente encima. Por eso a algunos les parecemos «unos santurrones» o incomodamos situaciones con nuestra presencia. Hay que recordar aquello que dijo Jesús: «Seguramente me dirán aquel refrán: "Médico, cúrate a ti mismo"» (Lc 4,23).

Al profeta le toca denunciar a los malos comerciantes que acaparan las mercancías para triplicar el precio de las cosas. Le toca urgir los derechos de los trabajadores y exigir a los maestros preparar sus clases. Le toca pedir al casado que sea fiel a su vocación y denunciar el pecado de la violencia familiar. Le toca exigir al sacerdote y al consagrado su testimonio de entrega y fidelidad. A algunos tocará señalar a los nuevos Herodes que asesinan niños en el vientre materno o a quienes matan inocencias sembrando y propagando drogas y pornografía. Otros más denunciarán el abismo ocasionado por la pobreza y la riqueza extremas debido al narcotráfico y al abuso de poder. Unos profetizarán contra la cobardía de quienes parecen buenos pero no son capaces de mover un dedo a favor de los demás, o la situación de quienes aparentan una vida piadosa y en cambio olvidan o desperdician a los más débiles y necesitados.

El ser profeta en nuestros días, nublados a veces por la oscuridad de la cultura de la muerte y del indiferentismo, trae consigo una gama infinita de colores, de valores que hay que hacer resaltar. El verdadero católico es aquel que como bautizado se sabe profeta, mostrando la necesidad que debe ser atendida, la llaga que ha de sea curada, el pecado que ha de ser redimido. Como san Pablo, el católico que se sabe profeta es quien sabe que la medicina que sana todo mal y cura todas las heridas es el amor de Dios; el amor que es comprensivo y servicial; el amor que no tiene envidia, que no es presumido ni se envanece; el amor que no es grosero ni egoísta; que no se irrita ni guarda rencor; el amor que no se alegra con la injusticia, sino que goza con la verdad; el amor que disculpa, confía, espera y soporta sin límites (cf. 1 Cor 13,1-8).

Nosotros, como bautizados, por nuestra condición de profetas, estamos llamados a llegar a la cumbre, no podemos quedarnos en preguntas tontas o pobres que no comprometen o no llevan a nada. Cuando Cristo en la Sinagoga  leyó el pasaje de Isaías al que me refería renglones arriba, los que allí estaban se llenaron de ira y lo sacaron no solo del templo, sino de la ciudad, llevándolo a un barranco para despeñarlo. Él, pasando por en medio de ellos se alejó de ahí. «Nadie es profeta en su tierra» (Lc 4,24) dirá Jesús. Ese es, quizá, como la vida nos enseña, el precio de amor. «El amor no es amado», gritaba San Francisco por las calles de Asís.

Ese mismo Profeta, ese Cristo, ese Mesías, ese que es el Ungido, nos alimenta con su Palabra y con su Eucaristía en nuestros tiempos. Se nos ofrece en comida para que podamos cumplir nuestra misión. Porque fuimos escogidos desde el seno materno de nuestras madres para llegar a ser bautizados y, para participar así, y hacer partícipes a otros, de la redención de Cristo.

Bajo la mirada amorosa de María, que no tuvo miedo a la espada que atravesaría su corazón, y con valentía supo cumplir la misión profética que el Padre Dios le encomendó, tomemos la decisión de decirle a Dios, como el salmista: «Yo proclamaré siempre tu justicia y a todas horas tu misericordia. Me enseñaste a alabarte desde niño y seguir alabándote es mi orgullo» (Sal 70).

Padre Alfredo. 

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