Esta cuaresma ha resultado del todo diferente a las demás. Nunca antes nos habíamos enfrentado de una manera globalizada a una pandemia de estas dimensiones. El ir y venir de nuestra vida moderna que hace del mundo un pañuelo —como dice mi padrino monseñor Juan Esquerda— ha hecho que el virus llegue hasta los más recónditos lugares y espacios inimaginables hace apenas unos cuantos años. Para nosotros, hombres y mujeres de fe, estos días son de gracias, porque nos permiten vivir el misterio de la pasión y de la muerte del Señor de una manera muy especial en una cuarentena inusitada. También nos acompaña la visión del misterio de la resurrección del Señor y la nuestra con una esperanza que nos mueve a levantarnos de nuestra postración para servir en casa en las sencillas labores que tal vez se habían descuidado. Hay quien me dice que ya recordó nuevamente cómo trapear y quién me ha contado que encontró en el closet algo que hacia más de dos años estaba buscando. Unos han vuelto a convivir en juegos de mesa ya olvidados y aparentemente superados por los videojuegos. No falta quién me comente que terminó de leer un libro empezado o que ha vuelto a escribir. ¡Para el que tiene fe, todo es gracia de Dios!
El Evangelio de hoy (les recuerdo que escribo siempre un día adelante) es de san Juan (Jn 7,1-2.10.25-30). Un fragmento en el que Jesús se presenta como el enviado del Padre. Esta misión tiene una importancia esencial en el plan divino de salvación y es algo que nos debe quedar muy claro. En ella se contiene la realización suprema y definitiva del designio salvífico de Dios sobre el mundo y sobre el hombre. Muchas veces en el Evangelio Jesús les recuerda esto a sus discípulos y aún a sus mismos adversarios: «Yo he salido y vengo de Dios, pues yo no he venido de mí mismo, antes es Él quien me ha mandado» (Jn 8,42). «No estoy solo, sino yo y el Padre que me ha mandado» (Jn 8,16). «Yo soy el que da testimonio de mí mismo, y el Padre, que me ha enviado, da testimonio de mí» (Jn 8,18). «Pero el que me ha enviado es veraz, aunque vosotros no le conocéis. Yo le conozco porque procedo de Él y Él me ha enviado» (Jn 7,28-29). «Estas obras que yo hago, dan en favor mío testimonio de que el Padre me ha enviado» (Jn 5,36). «Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y acabar su obra» (Jn 4, 34). La verdad sobre Jesucristo como enviado por el Padre para la redención del mundo, para la salvación y la liberación del hombre prisionero del pecado —y por consiguiente de las potencias de las tinieblas—, constituye el contenido central de la Buena Nueva que aún en tiempos tan terribles como los que vivimos, nos conforta y nos llena de esperanza. ¡Él cielo nos espera y Jesucristo ha sido enviado para mostrarnos el camino!
Quién mejor que los santos han entendido la razón de ese envío y han hecho camino como Cristo. Hoy celebramos, entre el basto martirologio de la Iglesia a San Alejandro de Drizipara, un joven mártir romano que dio muestras fehacientes de lo que significa captar que Jesús es el enviado del Padre. Alejandro era un militar a las órdenes del tribuno Tiberio, en tiempos del emperador Maximiliano (286-305). Se celebraban entonces unas grandes fiestas del imperio dedicadas al honor de Júpiter, el dios de los dioses. Sabían que él era cristiano. Entonces quisieron obligarle a que hiciera los sacrificios al dios negando que Jesús era el verdadero Dios enviado por el Padre para nuestra salvación. Él se negó en rotundo y como era un militar afamado, lo llevaron ante el emperador. En su presencia profesó abiertamente su fe en el Enviado del Padre. Como consecuencia le torturaron y le enviaron a Tracia, en donde le dieron fuertes castigos. Pero todo lo soportó con alegría por Jesús, perdonando a sus verdugos. Lo trasladaron de una sitio para otro. Los interrogatorios continuos lo indignaban. Cansados, lo transfirieron a Drizipara —hoy Karistiran en Turquía— en donde lo decapitaron. Arrojaron su cuerpo al río y cuatro perros lo rescataron en presencia de su madre Pemenia. El culto a Alejandro comenzó con mucho fervor en el siglo VI. Qué él que supo reconocer a Jesús como el enviado del Padre nos ayude para que nosotros no dejemos de creer en él ante esta adversidad que vivimos y que María Santísima nos alcance de su Hijo Jesús la perseverancia para seguir confiando en el Enviado del Padre. ¡Bendecido viernes!
Padre Alfredo.
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