Hoy domingo en casa mi madre y yo tenemos gran fiesta. Ella cumple 85 años y estamos los dos solitos en esta contingencia. Gracias a la tecnología podremos compartir la Misa con la familia más cercana para dar gracias a Dios por esta bendición. Dice la Escritura que los caminos de Dios no son las nuestros y vaya que es verdad... ¡Yo había pensado en la Misa de 12 en la parroquia y luego una comida juntos! El Señor dispuso todo diferente y aquí estaremos en santo encierro y acompañados del Señor, de su Madre Santísima y de toda la corte celestial, así que seremos muchos. Parece que la cuarentena se extiende por unas semanas más y con ella esta oportunidad de vivir la vida en plenitud a la manera que Dios quiere. Desde aquí, desde casa, nos centramos, como dice Santa Teresa en lo esencial (Camino 1,5), haciendo lo poquito que cada uno pueda para construir —desde lo secreto de nuestros hogares— un mundo más humano, para consolar a un afligido, para ayudar a un necesitado, ya que en estos tiempos recios son menester amigos fuertes de Dios. Dice también la santa de Ávila: «El Señor solo nos pide dos cosas en las que tenemos que trabajar: amor a Dios y al prójimo. Si las cumplimos con perfección, hacemos su voluntad y estaremos unidos con él» (quintas Moradas 3,7). Y aquí, con el prójimo más próximo en estos días de cuarentena está su voluntad. ¡Felices 85 mamá!
Por otra parte, hoy nos topamos con la perícopa evangélica de la «resurrección de Lázaro», un hermoso y largo fragmento del Evangelio (Jn 11,1-45) que prepara directamente los acontecimientos pascuales, explicitando uno de los aspectos fundamentales de la cristología del evangelista san Juan: En un lento y delicado crescendo, en el relato, se pasa de la narración de la enfermedad (vv. 1-6), la muerte y la sepultura (vv. 7-37) a la resurrección al cuarto día (vv. 38-44). Entre líneas, y de una manera muy bella, aparece la humanidad llena de ternura de Jesús —que no reprime las lágrimas ni los sollozos por su amigo (vv. 33.35)—, la confidencialidad de la amistad (vv. 21-24.32.39s) y el misterio de la filiación divina (vv. 4-6.14-15.41s). Entre las múltiples consideraciones posibles que con todo esto de telón de fondo podemos hacer, yo quiero detenerme —por esta cuestión especial que estamos viviendo de la cuarentena por el coronavirus covid 19—en el llanto de Jesús junto a la tumba de su amigo Lázaro. Me impresiona de verdad que si el Maestro sabía que iba a devolverle la vida, ¿por qué llora? Sus lágrimas, que son tan reales como las de cualquiera de nosotros ante el dolor, tienen también un valor simbólico. Se trata —según alcanzo a ver— de todas las miserias humanas —cuyo culmen es la muerte corporal—, que producen en Jesús esas lágrimas de compasión. Todo el misterio de la redención es un misterio de compasión y de amor no solamente por Lázaro, sino por cada uno de nosotros.
¡Qué misterios encierra cada fragmento del Evangelio y qué muestras del amor y de la misericordia del Señor! Por eso el Evangelio movió siempre la vida y los sentimientos de los santos y de los beatos en la Iglesia. Hoy, por cierto, la Iglesia celebra entre ellos a tres santos mártires del siglo V: San Armogastes, san Arquinimo y san Saturno, mártires, que en África, en tiempo de la persecución desencadenada por los vándalos bajo el rey arriano Genserico, sufrieron graves suplicios y oprobios por la confesión de la verdad y por su amor profundo al Evangelio compartiendo y repartiendo a todos la Buena Nueva con los mismos sentimientos de Cristo (c. 462). El Señor Jesús todo lo dispone para que creamos, como Martha, como Lázaro, como María la Betania y María su Madre Santísima. Mejor es el llanto de Cristo por nosotros que nuestro vivir tranquilo y acomodado creyéndonos, como dijo el Papa Francisco, inmunes en medio de un mundo enfermo. Mejor es morir para resucitar escuchando el grito del Amigo Jesús que nos llama. «Señor Jesús, cuando por nuestra miseria estemos muertos, desintegrados, no permitas que dejemos de creer que tú lo puedes todo, porque lo quieres por la fuerza de tu amor y tu obediencia al Padre. El Padre siempre te escucha porque se complace en ti. Tú, que eres la vida y compartes nuestro morir cotidiano, tú nos harás salir del sepulcro, de todos los sepulcros en los que caemos por la debilidad de nuestra fe». Encomiendo a sus oraciones a mi amigo y tocayo Alfredo de la Garza que ayer, aquí muy cerca, fue llamado intempestivamente a la presencia de Dios debido a un infarto fulminante. Mis condolencias a Susy y a toda su familia en estos días en que ni funerales podemos tener. Descanse en paz. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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