Todos podemos imaginar que el día más importante en la vida de un sacerdote, más allá del recuerdo y reafirmación de la fe en el día del bautismo, luego del cumpleaños, es el día de la ordenación sacerdotal y hoy he llegado a ese día celebrando 36 años de esta inigualable vocación. Lo he celebrado con manteles largos en la Misa de ordenación de 5 nuevos sacerdotes, entre ellos mi querido «Chato», Jesús Humberto, por quien después de haberlo conocido en una misión en la parroquia que tengo a mi cargo, no he parado de rezar para que fuera un santo sacerdote. Dios me dio el regalo de ser elegido para que junto a otros hermanos sacerdotes, besara sus manos recién consagradas y le diera la bienvenida al presbiterio. Chato: ¡Quiero que sepas que en 36 años nunca había asistido a una ordenación en el día de mi aniversario! Sé que harás un papel maravilloso de Cristo el Buen Pastor acompañado a los seminaristas que tendrás a tu cargo.
Por otra parte nunca olvido que hoy hemos celebrado a San Juan María Vianney, mi admirado patrono de ordenación, el «Cura de Ars», que poseía dones extraordinarios como la profecía o la capacidad para adentrarse en las profundidades del alma humana. Su espíritu intuitivo, compenetrado con la gracia de Dios, fue capaz de penetrar las intenciones ocultas de muchos de los corazones que se acercaban en busca de perdón. Dicen que no poseía muchos dones intelectuales pero su vocación estaba anclada en el Señor que, como a los apóstoles, ante la multitud hambrienta en el Evangelio de hoy (Mt 14,13-21) le dijo: «Denles ustedes de comer». Los sacerdotes, ciertamente, no tenemos quizá mucho que dar de nuestra parte. Quienes me conocen más de cerca saben de lo distraído, testarudo y ansioso —además de otros desperfectos de fábrica— que soy. Sin embargo, por 36 años consecutivos, en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad; como en el matrimonio... ¡he buscado dar siempre de comer a las almas lo que el Señor ha querido!
Este último año, a raíz de algunas situaciones complicadas de malos entendidos y situaciones tontas a causa del deleite de algunas «santas mujeres» en la crítica, en la murmuración y en la difamación, he reforzado más lo que siempre he creído: para ser sacerdote se necesita un corazón de carne y hueso, para sentir y amar y un trocito del Corazón de Cristo, para ser como Él, a quien también se querían comer vivo por juntarse con publicanos y prostitutas (cf. Mc 2,16; Mt 21,31). Para ser sacerdote se necesitan también unas manos abiertas, dispuestas a acoger, a trabajar, a ofrecerse, a ponerse manos a la obra y a recibir. Para ser sacerdote se necesita una fraternidad sacramental con los hermanos sacerdotes. Para ser sacerdote se necesita no estar en los extremos, porque la actitud adecuada está en el medio, eso es la virtud, aunque almas laxas te quieran jalar para un lado o almas de conciencias escrupulosas más papistas que el Papa. Para ser sacerdote se necesitan —lo sé— muchas cosas más, pero hay algo que no puedo olvidar nunca junto a la Beata María Inés y Santa Teresita del Niño Jesús... el amor entrañable a María, que me cuida donde quiera que estoy, porque allí quiero estar. No se cansen de orar por mi conversión y por mi anhelo de ser un santo sacerdote hasta la eternidad. ¡Bendecido lunes!
Padre Alfredo.
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