Todos conocemos el libro del Eclesiastés, donde el sabio llamado Qohélet, expresa que «Todas las cosas, absolutamente todas, son vana ilusión». «¡Vanidad de vanidades!» dice. Esta es la primera lectura de nuestra Misa de este XVIII domingo del Tiempo Ordinario . (Ecl 1,1.2.23). Enseñanzas como las de Qohélet las ha habido siempre y no son cuestiones negativas radicalmente, sino que expresan, una actitud sabia que nos invita a tomar la vida de una manera radical porque el Cielo nos espera. Una vida sin soberbia, sin envidias, sin afanes contaminantes, sin comparación alguna con las riquezas de los otros. No se trata de una invitación a llevar una vida comodona y sin quehacer. Por eso al juicio de Qohélet hay que añadir lo que Jesús nos deja como ardua tarea en la parábola evangélica de hoy (Lc 12,13-21). La parábola del rico que acumula su cocecha y engrandece sus graneros, en vez de distribuirlo entre los que no tienen para comer, es toda una lección de cómo Jesús ve las cosas de esta vida, aunque él persiga objetivos más grandes, por eso no puede meterse en pelitos de gallinero por la distribución de herencias. El que acumula riquezas no entiende nada de lo que Jesús propone al mundo. Si no aprendemos a ser desprendidos, generosos, solidarios, además de cometer una gran injusticia con los que no tienen, nos encontraremos, al llegar a las puertas del Cielo, con las manos vacías. ¿Por qué no darnos tiempo para entregarnos a los demás haciendo a un lado la atracción esclavizante del consumismo exagerado que a todos nos atrapa la sociedad del Temu, del Shein, AliExpress, Wish, Romwe, Zaful, Banggood y otras, que nos hacen llenarnos de cosas innecesarias que dejan las carteras y tarjetas exhaustas?
San Lucas, escuchando de Jesús, nos alerta sobre el peligro del acumulamiento para la verdadera vida cristiana. Ese acumulamiento que cierra los ojos y el corazón ante las necesidades de los demás y excluye la justicia, especialmente para los pobres y oprimidos en nuestra vida diaria... «¡Qué pena que les tocó vivir así!» se escucha a veces decir, al referirse a un pobre arapiento. Y no me refiero a quienes han explotado, también vacíos del verdadero significado del Evangelio de la alegría, esa forma miserable de vivir para no trabajar. Jesús nos dice, a todos, millonarios, ricos, gente de clase media, pobres y a quienes viven en la miseria, que quien se afana por las cosas materiales y no por lo que Dios quiere, al llegar al examen final, que será sobre el amor... ¿cómo podrá llenar su vida? ¿cómo se presentará ante Dios? La acumulación de riquezas, en el pobre y en el rico, es una injusticia llevada al extremo hasta en el corazón del más pobre, que corre al Oxxo, al Seven o a la tiendita de la esquina a gastar lo que no tiene y a comprar lo que no hace falta para vivir, y la injusticia, bien lo sabemos, es contraria al Reino de Dios.
Este domingo, la Eucaristía nos hace una llamada clara a vivir como San Pablo les recuerda a los Colosenses en la segunda lectura (Col 3,1-5.9-11): «pongan su corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra, porque han muerto y su vida está escondida con Cristo en Dios... No sigan engañándose unos a otros; despójense del modo de actuar del viejo yo y revístanse del nuevo yo». Si nuestra vida se desconecta de la solidaridad con los pobres y despreciados del mundo es que no hemos resucitado con Cristo en el bautismo. El bautismo es un compromiso de vida o muerte. Cristo es quien nos inspira, quien nos va liberando de todo aquello que en la tierra nos enfrenta los unos a los otros y nos mantiene ocupados comparándonos curiosamente, no con el que espera más de 40 minutos cada uno de los tres camiones que tiene que tomar para ir a trabajar, sino con el que tiene más, aunque sea, un pantalón de mejor marca que yo. Queridos hermanos, dejémonos abrazar por la sencillez de María, que seguro, no sé si de cerca o de lejos, escuchaba en aquel ambiente hostil de una sociedad marcada por la lucha de poderes, las palabras de su Hijo, y hagamos el firme propósito de transformarnos, niños, jóvenes y adultos, de cualquier condición y orientación de vida, en personas nuevas, porque nos situamos ante los horizontes de lo que Jesús vivió. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.s
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