«Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida y habitaré en la casa del Señor por años sin término» (Sal 23,6).
En la Sagrada Escritura, encontramos a los profetas, a los salmistas, a muchos otros elegidos de Dios, a Jesús y sus apóstoles y a la santísima Virgen María alabando, implorando, anunciando y adorando la Divina Misericordia, en cada momento. Leyendo, meditando y estudiando la Biblia, vemos que la misericordia de Dios, ha estado «desde siempre» para nosotros. Hace algunos años celebramos un jubileo extraordinario de la misericordia concluyendo apenas el Año de la Vida Consagrada que, como afirmó el Papa Francisco en la homilía de la Misa de la clausura de aquel festejo de los consagrados el día de la Presentación del Señor: «como un río, confluye ahora en el mar de la misericordia, en este inmenso misterio de amor que estamos experimentando con el Jubileo extraordinario». Ahora estamos celebrando un jubileo ordinario, este de 2005 centrado en la esperanza. Es precisamente la esperanza la que nos lleva a dejarnos abrazar por la misericordia de Dios porque, como dice la Carta a los Romanos «la esperanza, no defrauda» (Rm 5,5).
Queremos tener como fin de nuestro retiro, experimentar la misericordia de Dios para con nosotros llenos de esperanza, que, como bautizados, debemos ser portadores de ese don para llevarlo a toda la humanidad, portadores de esa misericordia que salva y que los salmistas exaltan de una manera maravillosa en la Sagrada Escritura. «La esperanza, —afirma el recién fallecido papa Francisco en la bula Spes non confundit con la declaraba este año santo—, efectivamente nace del amor y se funda en el amor que brota del Corazón de Jesús traspasado en la cruz: «Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida» (Rm 5,10). Y su vida se manifiesta en nuestra vida de fe, que empieza con el Bautismo; se desarrolla en la docilidad a la gracia de Dios y, por tanto, está animada por la esperanza, que se renueva siempre y se hace inquebrantable por la acción del Espíritu Santo.
Es hermoso pensar, en este día de retiro, que Dios está siempre dispuesto a mantener ese pacto de amor que inició en el Bautismo con cada uno de nosotros a pesar de nuestras miserias y pecados y que nunca es tarde para reestrenar su amor, porque la esperanza, además de que no defrauda, es, como lo sabemos, lo último que muere. Dios espera que nunca disminuya la confianza de sus hijos y de sus hijas consagrados a Él en el bautismo que nos ha convertido, además, en sus discípulos-misioneros.
Al iniciar nuestra reflexión, le pedimos al Señor, la esperanza de los afligidos y la esperanza de quienes en él confían. Le pedimos que acepte y acoja nuestra condición de pecadores, que, habiendo sido llamados por él a la vida de la gracia, nos acogemos a su compasión y sobre todo a su misericordia, que es infinita. Le pedimos al Señor, que muestra su poder sobre todo en el perdón y en la misericordia, que derrame en nosotros su gracia, para que, caminando en esperanza al encuentro de sus promesas, como caminó David y los otros autores de los salmos, alcancemos los bienes que nos tiene reservados.
¿Qué quiere decir «misericordia»? Hay dos dimensiones fundamentales en el concepto de «misericordia». El primero es el que se expresa en la palabra griega «eleos», es decir la «misericordia» como actitud de compasión hacia la miseria del prójimo, un corazón atento a las necesidades de los demás. Un corazón que se conmueve y se abaja. Pero, junto a ésta surge otra acepción, ligada a la palabra judía «rahamim», que tiene su raíz en el «regazo materno», es decir, indica el amor materno de Dios.
¿Qué es esta misericordia? San Bernardo la explicaba diciendo que Dios no nos ama porque somos buenos o bellos, sino que lo que nos hace buenos y bellos es su amor, el amor materno de Dios. En las dos acepciones surge una idea fundamental que llena de esperanza el corazón humano, es decir, Dios está dispuesto a acogernos y a comenzar de nuevo con cada uno, independientemente de la historia, del pasado, de la experiencia de alejamiento e infidelidad.
¿Cómo definía el Papa Francisco —hoy de feliz memoria— la Misericordia? En «Misericordiae Vultus», en el n° 2 decía: «Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de nuestro pecado».
Los santos son expertos en la misericordia, en este amor sin límites. San Juan Pablo II relata en su biografía: «A menudo en mi vida he pedido a sor Faustina Kowalska que me haga comprender la misericordia de Dios. Y cuando visité Paray-le-Monial, me impresionaron las palabras que Jesús dijo a santa Margarita María de Alacoque: “Si crees, verás el poder de mi corazón”». Él mismo, en vida y poco antes de morir, recomendó la invocación «Jesús, en ti confío» «Es un sencillo pero profundo acto de confianza y de abandono al amor de Dios —aseguraba el santo— Constituye un punto de fuerza fundamental para el hombre, pues es capaz de transformar la vida».
La beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, tiene innumerables frases en las que expresa su definición de misericordia. Me basta pensar en estas frases que mucho conocemos: «Soy un pensamiento de Dios, porque desde toda la eternidad pensó en darme el ser; y ya me veía tal cual soy, con mis defectos y mis cualidades, mis promesas y mis inconstancias, mi confianza y mi amor, y con todas mis miserias... Ya sabía que le daría mucho trabajo, y ya había resuelto ejercitar en mí el más hermoso de sus atributos: su misericordia. Ya, desde toda la eternidad, había resuelto escogerme para él, y precisamente en su orden seráfica. ¡Oh, sí! Qué delicioso sentirme un pensamiento de Dios.» (EE 1941, f. 804)
«En las inevitables pruebas y dificultades de la existencia, como en los momentos de alegría y entusiasmo, confiarse al Señor infunde paz en el ánimo, induce a reconocer el primado de la iniciativa divina y abre el espíritu a la humildad y a la verdad», afirmaba San Juan Pablo II, quien también decía: «En el corazón de Cristo encuentra paz quien está angustiado por las penas de la existencia; encuentra alivio quien se ve afligido por el sufrimiento y la enfermedad; siente alegría quien se ve oprimido por la incertidumbre y la angustia, porque el corazón de Cristo es abismo de consuelo y de amor para quien recurre a El con confianza».
Por su parte, San Pablo llama a Dios «Padre de las misericordias» (2 Cor 1, 1-7) y eso es algo que podemos ver desde el Antiguo Testamento. En algunos de los salmos, vemos su infinita compasión por los hombres, algunos de los salmistas, entonando esas hermosas alabanzas, manifiestan saberse entrañablemente amados por Él. En muchas frases de los salmos, Dios insiste constantemente en esta verdad: Dios es infinitamente misericordioso y se compadece de los hombres, de modo particular de aquellos que sufren la miseria más profunda, el pecado. En una gran variedad de términos e imágenes —para que los hombres lo aprendamos bien—, la Sagrada Escritura nos enseña que la misericordia de Dios es eterna, es decir, sin límites en el tiempo, como dice el Salmo 100: «Porque es eterna su misericordia»; es inmensa, sin limitación de lugar ni espacio; es universal, pues no se reduce a un pueblo o a una raza, y es tan extensa y amplia como lo son las necesidades del hombre.
La misericordia supone haber cumplido previamente con la justicia, y va más allá de lo que exige esta virtud. «La misericordia es en realidad el núcleo central del mensaje evangélico, es el nombre mismo de Dios, el rostro con el que Él se ha revelado en la antigua Alianza y plenamente en Jesucristo, encarnación del Amor creador y redentor», afirmaba el papa Benedicto XVI.
Cada vez que recitamos los salmos, en la recitación de la Liturgia de las Horas, en el salmo responsorial de Misa y especialmente aquellos que hacen mención de la misericordia infinita de Dios, advertimos la necesidad de detenernos, de levantar los ojos al cielo, y acordarnos de que no somos los amos del mundo y de la vida. Tenemos que contemplar el cielo, las montañas, el mar; sentir la fuerza del viento, la voz de las grandes aguas como aquellos hombres que se dejaban inundar por el amor de Dios.
Cómo le gustaba a la beata María Inés Teresa sentirse pequeña —como en realidad somos— en el gran universo que Dios ha creado y sigue creando y vivificando en cada instante rodeándonos de su misericordia, como canta el salmista cuando dice: «al que espera en el Señor, le rodea la misericordia» (Sal 32,10). Tenemos que aprender a clamar a Dios como lo hace el salmista a Dios en el Salmo 5: «Escucha, oh Señor, mis palabras; Considera mi gemir, estate atento a la voz de mi clamor, Rey mío y Dios mío, Porque a ti oraré. Oh Yahvé, de mañana oirás mi voz; de mañana me presentaré delante de ti, y esperaré». Los salmistas son un ejemplo de pecadores que supieron agradar a Dios por medio de su arrepentimiento y su dependencia de Dios.
Vivimos cada vez más en medio de cosas artificiales hechas por nosotros, y eso cambia lentamente nuestra percepción de la realidad y de nosotros mismos. Sin darnos cuenta, nos olvidamos de dónde estamos y de quiénes somos; perdemos el sentido de nuestra verdadera dimensión: a veces nos sentimos omnipotentes, mientras no lo somos; a veces nos sentimos impotentes, mientras no lo somos. Como el profeta Amós nos recuerda, somos como una brizna de hierba, es cierto, pero nuestro corazón es capaz de infinito. Somos, como dice la beata María Inés, «la nada pecadora». Es cierto, pero podemos preguntarnos al recitar los salmos «¿por qué?», y sentir dentro de nosotros un vínculo misterioso, a veces doloroso, con Aquel que creó el mundo, el sol, la luna, las estrellas. «La misericordia del Señor —como dice el salmista— llega hasta el cielo, su fidelidad hasta las nubes» (Sal. 36, 6).
De todas las criaturas —que, a su manera, son más humildes y obedientes al Creador que nosotros— los seres humanos somos los únicos que reconocemos , y a veces sentimos, que esta omnipotencia de Dios, esta incomprensible magnitud, es solamente amor y amor misericordioso, tierno, compasivo, como el de una madre por sus hijos, pequeños y frágiles. Somos los únicos en darnos cuenta de que toda la creación gime y sufre como si tuviera dolores de parto. Y nos damos cuenta, como dice el salmista, que «los ojos del Señor están fijos sobre sus fieles, sobre los que esperan en su misericordia» (Sal. 33, 18).
El siglo XX que hemos dejado a nuestras espaldas, fue en muchos aspectos una centuria terrible; y el siglo XXI, que con el atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001 contra el World Trade Center de Nueva York se inició con un golpe de timbal de augurios nada buenos, no promete hasta el momento ser mejor. El siglo XX conoció dos brutales sistemas totalitarios, dos guerras mundiales —de las cuales solo la segunda causó entre cincuenta y setenta millones de muertos—, genocidios y asesinatos en masa de millones y millones de personas, campos de concentración y muchos horrores más. El siglo XXI ha comenzado marcado por la amenaza de un terrorismo despiadado, injusticias que claman al cielo, niños víctimas de abusos y condenados al hambre y la inanición, millones y millones de desplazados y refugiados, crecientes persecuciones de cristianos; a ello se suman devastadoras catástrofes naturales en forma de terremotos, erupciones volcánicas, tsunamis, inundaciones, sequías, etc. Todo ello y muchos hechos más son «signos de los tiempos».
A la vista de esta situación, a muchos de nuestros contemporáneos —incluso familiares y amigos cercanos— les resulta difícil hablar de un Dios omnipotente y al mismo tiempo justo y misericordioso porque han perdido la esperanza. ¿Dónde estaba y dónde está cuando todo esto ocurría y ocurre? ¿Por qué lo permite, por qué no interviene? Todo este sufrimiento injusto, preguntan algunos, ¿no representa el argumento más serio en contra de un Dios omnipotente y misericordioso?
De hecho, el sufrimiento de los inocentes se convirtió durante la Modernidad en la roca del ateísmo (Georg Büchner); la única disculpa para Dios, llegó a afirmarse, es que no existe (Stendhal). Dada la verdaderamente diabólica irrupción del mal, en ocasiones se prolonga la pregunta de este modo: ¿no habría que negar a Dios para mayor gloria de Dios (Odo Marquard)?
El sufrimiento en el mundo es probablemente el argumento de mayor peso del ateísmo moderno que nos rodea y que impregna muchos ambientes de desesperanza. A él se añaden otras cuestiones que han tenido su repercusión. Han ocasionado que en la actualidad, para muchos, según piensan, Dios no exista; al menos, numerosas personas viven como si Dios no existiera. La mayoría de ellas parecen incluso poder vivir muy bien sin él, al menos no peor que la mayoría de los cristianos. Esto ha transformado la índole de la pregunta por Dios. Pues si Dios no existe o se ha tornado irrelevante para muchos, entonces protestar contra él no tiene ya sentido. Las preguntas: «¿Por qué todo este sufrimiento?» y «¿Por qué tengo que sufrir yo?», llevan más bien a enmudecer, hacen que la gente se quede sin palabras.
De ahí que no solo cristianos creyentes, sino también muchas personas reflexivas y despiertas con otras convicciones reconozcan que el mensaje de la muerte de Dios, muy al contrario de lo que esperaba Nietzsche, no conlleva la liberación del ser humano. Allí donde la fe en el Dios misericordioso se volatiliza, allí quedan un vacío y un frío atroces. Sin Dios estamos por completo —y además sin salida— a merced de los destinos y azares del mundo y de las tribulaciones de la historia. Sin Dios no hay ya instancia alguna a la que apelar, no existe ya esperanza alguna en un sentido último y una justicia definitiva. ¡Qué sabios eran los salmistas, al reconocer, aún en medio de las guerras, de las divisiones, de los atropellos y abusos, de las catástrofes naturales, del vacío y del pecado, la infinita misericordia de Dios! Al leer y recitar muchos de los salmos, podemos percibir que la dignidad absoluta del ser humano únicamente es posible si existe Dios y si este es el Dios de la Misericordia y de la gracia.
San Juan Pablo II nos legó la profecía de que este es el tiempo de la misericordia. Él fue quien dedicó a la Divina Misericordia el segundo domingo de Pascua, y murió en la víspera de ese domingo.
El Papa Francisco, en su Bula Misericordiae Vultus, en el número 12 expresaba: «La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios... En nuestro tiempo, en el que la Iglesia está comprometida en la nueva evangelización, el tema de la misericordia exige ser propuesto una vez más con nuevo entusiasmo y con una renovada acción pastoral. Es determinante para la Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre.» Por eso, en esta reflexión que nos incumbe, le suplicamos con el salmista: «Vuélvete, Señor, rescata mi vida, sálvame por tu misericordia» (Sal. 6, 5).
Cuando vemos el uso de la palabra «misericordia» en los salmos, debemos estar claros, para no confundir los sentimientos y entender que ser misericordioso no consiste en tener un corazón compasivo sin pasar a la práctica, tampoco en realizar alguna obra de misericordia de vez en cuando sin enfrentarnos a las causas concretas del sufrimiento y de las injusticias; si lo hiciésemos así, estaríamos en una actitud paternalista y sobreprotectora que, los autores de los salmos, no confunden. Dice el salmista: «A ti, Señor, la misericordia. Porque tú retribuyes a cada uno según sus acciones» (Sal. 66, 20).
Para ser misericordiosos, es necesario primero, interiorizar el sufrimiento ajeno, es decir, dejar entrar en mis entrañas y en mi corazón el sufrimiento del otro y la esperanza que tiene de salir de él para hacerlo mío. Es algo que me duele a mí. En segundo lugar ese sentimiento ya hecho mío, provoca en mí una reacción que me lleva a ser activo y comprometido, me lleva a actuaciones concretas orientadas a aliviar y quitar ese sufrimiento. Soy uno con los otros, su dolor es el mío, su sufrimiento es el mío, sus esperanzas son las mías y suplico al Señor no solo pensando en mí, sino sabiéndome parte de una humanidad que —utilizando una de las palabras que el Papa Francisco inventó— se sabe «misericordeada» por Dios y le dice con el salmista lleno de esperanza: «¡Manifiéstanos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación!» (Sal. 85, 8).
Vivir la misericordia es lo primero y principal de todo bautizado A lo largo de la vida tendremos que hacer muchas cosas, muchas oraciones y celebraciones, muchas fiestas por nuestra fe... pero la misericordia debe ser el eje transversal de la vida de todo bautizado: debemos dejarnos amar por Dios, sentir su misericordia en todos los momentos de nuestra existencia como hijos de Dios y la misericordia hacia los demás ha de configurar nuestra manera de vivir, de mirar a las personas y al mundo desde nuestro vivir según la vocación específica que hayamos adoptado. Nuestra manera de vivir la vida en el seguimiento de Cristo, al estilo de Madre Inés, si formamos parte de la Familia Inesiana, por ejemplo, ha de pasar por practicar la misericordia o no seremos Inesianos. Digamos con el salmista: «¡Qué bueno es el Señor! Su misericordia permanece para siempre, y su fidelidad por todas las generaciones.» (Sal. 100, 5).
María santísima recapitula en el magníficat la entera historia de la salvación describiéndola como una historia de la compasión divina. «Su misericordia —la de Dios— con sus fieles, continúa de generación en generación» (Lc 1,50). Ella «goza del favor de Dios» (Lc 1,30). Esto quiere decir: por sí misma no es nada en absoluto, todo lo que es se lo debe a la infinita misericordia del Señor. Ella no es más que la «sierva del Señor» (Lc 1,38). La gloria no le pertenece a ella, sino en exclusiva a Dios, para quien nada hay imposible (cf. Lc 1,37s). De ahí que María cante: «Proclama mi alma grandeza del Señor, mi espíritu festeja a Dios mi salvador... Porque el Poderoso ha hecho proezas, su nombre es santo». Ella es por completo recipiente y nada más que humilde instrumento de compasión divina.
Al final del cuarto Evangelio, María, que figura al comienzo de la historia neotestamentaria de la salvación, asume una importante posición en su punto culminante. Pues Jesús, desde la cruz, confía a Juan a María como madre y, a la inversa, confía a María a su discípulo Juan como hijo (cf. Jn 19,26s). Esta escena está llena de profundo significado. Juan es el discípulo al que ama Jesús (cf. Jn 19,26); en este Evangelio es tenido por arquetipo del discípulo. Esto significa que Jesús, en Juan, le confía a María todos los discípulos como hijos y, a la inversa, a todos ellos les confía a María como madre. Estas palabras de Jesús pueden ser entendidas como su testamento, como su última voluntad; con ello dice algo que es vinculante y decisivo para el futuro de la Iglesia: Hay que recurrir a María, Madre de Misericordia que nos dirá siempre: «Hagan lo que Él les diga» (Jn 2,5).
Vamos rezando con el salmo 136:
ETERNA ES SU MISERICORDIA
Dad gracias al Señor porque es bueno: porque es eterna su misericordia.
Dad gracias al Dios de los dioses: porque es eterna su misericordia.
Dad gracias al Señor de los señores: porque es eterna su misericordia.
Sólo él hizo grandes maravillas: porque es eterna su misericordia.
Él hizo sabiamente los cielos: porque es eterna su misericordia.
Él afianzó sobre las aguas la tierra: porque es eterna su misericordia.
Él hizo lumbreras gigantes: porque es eterna su misericordia.
El sol que gobierna el día: porque es eterna su misericordia.
La luna que gobierna la noche: porque es eterna su misericordia.
Dad gracias al Dios del cielo: Porque es eterna su misericordia.
Para terminar este encuentro, dejémonos cuestionar por estas preguntas:
• Hasta ahora ¿qué tan importante ha sido la vivencia de la misericordia en mi vida?
• ¿Soy misericordioso en la práctica o me quedo con un corazón compasivo?
• Según los textos bíblicos de los salmos y según los comentarios expuestos, ¿cuál o qué es el núcleo de mi vida en el seguimiento de Cristo?
Padre Alfredo.