lunes, 16 de junio de 2025

«Ojo por ojo, diente por diente»... Un pequeño pensamiento para hoy


Ojo por ojo, diente por diente»... Este es un dicho que aparece tres veces en el Antiguo Testamento (Ex 21,12-36, Lv 24,10-23 y Dt 19,15-21) y una vez en el Nuevo Testamento (Mt 5,38-42). Es cierto que esta la regla, conocida como la «ley del talión», fue una providencia en las leyes dadas a través de Moisés; sin embargo, hay que recordar que fue un estatuto civil y no religioso. Prácticamente podría describirse como la ley de la reciprocidad directa. Aparece también en el Código de Hammurabi, el código de leyes más antiguo que se conoce: data de los años 2285 a 2242 a. C., fecha del reinado de ese gobernante en Babilonia. De tal manera que, por lo visto, pasó a formar parte de la ética del Antiguo Testamento. Esta regla, que atañe a la retribución directa, lejos de ser una disposición salvaje y sanguinaria, como puede aparecer a primera vista, es un principio de misericordia. Su propósito original era en realidad limitar la venganza, ya que la venganza y la enemistad de sangre eran una característica de la sociedad tribal en aquellos tiempos. Si un miembro de una tribu mataba a un miembro de otra tribu, la obligación de todos los miembros masculinos de la segunda tribu era vengarse de los miembros masculinos de la primera, y la venganza buscada no era otra que la muerte.

La ley del talión limitaba deliberadamente el alcance de la venganza. Establece que solo el responsable de la herida debía ser castigado y que su castigo no debía ser mayor que la herida que infligió a la otra parte ofendida. Visto desde una perspectiva histórica, esta ley no es entonces algo salvaje, sino, como digo una ley que atañe a la misericordia. Por eso, no hay que sacar estas palabras de contexto y recordar que no es que toda la ética del Antiguo Testamento se mueva bajo ese principio. En la Biblia encontramos destellos de la más auténtica misericordia que van mucho más allá de esto: «No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19,18); «Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber» (Pr 25,21); «que ofrezca su mejilla al que lo hiere y lo afrenta» (Lm 3,30). La misericordia abunda en el Antiguo Testamento. Jesús eliminó los fundamentos mismos de esa ley, porque la venganza, por muy controlada y restringida que esté, no tiene cabida en la vida de sus discípulos–misioneros, y él se dio cuenta que no es que esa ley se aplicara al pie de la letra. 

Jesús muestra el camino de la verdadera justicia mediante la ley del amor que supera la de la venganza, es decir, ya no se puede vivir aplicando la ley del talión. «Jesús —decía el papa Francisco comentando este pasaje— no pide a sus discípulos sufrir el mal, es más, pide reaccionar, pero no con otro mal, sino con el bien. Solo así se rompe la cadena del mal (…)  De hecho —comenta Francisco— el mal es un “vacío”, (…) un vacío no se puede llenar con otro vacío, sino solo con un “lleno”, es decir con el bien. (Ángelus, 19 de febrero de 2017). Todos creo yo, por lo menos la mayoría, conocemos quién es Gandhi. En sus escritos hay algo que refuerza este mensaje de Cristo con su famosa frase: «ojo por ojo y el entorno acabará ciego». Hay mucho por hacer y mucho por comprender hasta dónde quiere Dios que lleguemos amando, perdonando, brindando una y otra oportunidad. Las palabras y la vida de Jesús siempre serán una invitación a ir más allá. Que María santísima nos asista con su sencillez y su clara visión de la voluntad de Dios. ¡Bendecido lunes!

Padre Alfredo.

domingo, 15 de junio de 2025

«LA SANTÍSIMA TRINIDAD»... Un pequeño pensamiento para hoy


Santo Tomás de Aquino, el célebre teólogo de la Iglesia, conocido como el «Doctor Angélico» —debido a la sublimidad de su pensamiento y la pureza de su vida— dijo que el cristiano primero contempla y luego transmite a otros lo contemplado. Y este domingo, es un día para contemplar el misterio de la Santísima Trinidad, misterio de fe que revela una verdad única de Dios: Creemos en un solo Dios en tres Personas. No podemos nosotros, con nuestra razón, con nuestro entendimiento, comprender este misterio, pero sí con el corazón, por eso, desde la contemplación de esta realidad divina, es de donde podemos hacer nuestra definición de que Dios es amor. Decir Trinidad es decir amor. Si no existiese la Santísima Trinidad, no existiría el amor verdadero. Hoy sabemos que el mundo y los hombres se han desentendido de Dios, porque no creen en un Dios amor y sin eso han caído en la trampa que les hace pensar que el consumismo y el materialismo les dará todo. Pero, los hombres y mujeres de fe, apoyados en este misterio de Dios Uno y Trino, Dios Amor, experimentamos a un Dios que vive con nosotros, un Dios vivo, un Dios que está implicado en nuestra historia.  

Dios nos comunica que es Padre creador, Hijo comunicador, Espíritu santificador. De allí es de donde brota esta segura convicción de que Dios es Amor. El creyente, entonces, se atreve a acercársele, a contarle sus anhelos, a manifestarle sus necesidades, a arroparse en Él en busca de protección, a participar de su misma vida. Entra en el ámbito de la Trinidad al que ha sido convocado y desde el cual ha sido formado. Encuentra sentido a su vida, a su ansia de amor y a su deseo de comunicación. Todo lo hacemos siempre en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Así lo manifestamos por ejemplo en la celebración de la Santa Misa, iniciamos en el nombre de la Trinidad y terminamos con su bendición. En «Amoris laetitia», el Papa Francisco, de feliz memoria, reflexiona sobre la familia y la Santísima Trinidad. Nos recuerda que «la Trinidad es Padre, Hijo y Espíritu de amor. El Dios Trinidad es comunión de amor, y la familia es su reflejo viviente». Hoy, que al unísono de esta celebración, festejamos en México y no sé dónde más el «Día del Padre», me hago una pregunta: ¿Cómo pueden nuestras familias, con todas sus imperfecciones y desafíos, ser un vivo reflejo de la Trinidad? Y encuentro la respuesta en la vocación de los papás. Si hay alguien que con su ser y quehacer pueda explicar el misterio de Dios amor, es el padre de familia. Por eso la Iglesia, nuestra madre, está comprometida en apoyar con todas sus fuerzas la presencia buena y generosa de los padres en las familias, porque ellos son para las nuevas generaciones custodios y mediadores insustituibles de la fe en la bondad, de la fe en la justicia y de la protección de Dios Uno y Trino.

Quiero cerrar la reflexión de hoy con unos versos del inquieto escritor español José Javier Pérez Benedí, que seguro nos ayudan a reflexionar en la fiesta que hoy celebramos y que, de manera especial, les invito a que hoy se los lean a los padres de familia: «Creemos en un Dios Padre amoroso y compasivo. Cuida de todos nosotros, como el ave de su nido, admiramos su ternura para con todos sus hijos. Con amor le damos “gloria y alabanza por los siglos”. Enviado por el Padre, creemos en Jesucristo: su Hijo amado y, como hombre, fruto de un vientre bendito. Jesús es, para nosotros, Vida, Verdad y Camino, nuestro hermano y compañero, oculto en el pan y el vino. Creemos y veneramos al Espíritu Divino. Nos regala agua de vida en la fuente del Bautismo. Enciende calor de hogar en los corazones fríos. Es, en las horas de angustia, brisa, consuelo y respiro. Gracias, Santa Trinidad, misterio de amor, prodigio de ser Padre, Hijo y Espíritu: Tres «besos» de un Dios Amigo». Celebremos con María Santísima el gozo de esta fiesta. ¡Bendecido domingo y muchas felicidades a todos los papás!

Padre Alfredo.

sábado, 14 de junio de 2025

«Jubileo del deporte y el sueño cumplido de Frank»... Un testimonio

«CAMPEONES, PERO SOBRE TODO ARTESANOS DE ESPERANZA»... Un pequeño pensamiento para hoy


Este fin de semana, Roma se convierte en el escenario de una gran fiesta deportiva con motivo del Jubileo del Deporte, el vigésimo gran evento del Año Santo 2025. Miles de atletas, tanto profesionales como amateurs, junto con entrenadores, dirigentes de asociaciones deportivas y familias enteras, llegarán desde los cinco continentes para participar en esta cita especial. Ya sé que están pensando que me gustaría estar allí, pues conocen mi pasión por el deporte. Aunque debido a varias circunstancias ajenas a mí, ya no comparta fotografías que les alienten a entrenar, sí les dejo muchos pensamientos y frases que les ayuden a entrenar con ganas. La famosa Plaza del Popolo se ha transformado en un animado «Pueblo del Deporte» con la «Fiesta del Deporte», en donde niños, jóvenes y adultos de todas edades y colores, goza de la posibilidad de probar diferentes disciplinas deportivas, ver demostraciones en vivo y conocer más sobre el mundo del deporte. De allí, esta tarde, se realizará un peregrinaje hacia la Puerta Santa en la Basílica de San Pedro, recorriendo algunas calles del centro de Roma: Via del Corso, Via Tomacelli, Ponte Cavour, Piazza dei Tribunali, Piazza Pia y Via della Conciliazione. Mañana a las 10:00 de la mañana el papa León XIV presidirá la Misa solemne en la Basílica de San Pedro.

Yo creo que todo deportista cristiano debe ser teológico, porque cuanto más comprende un atleta la grandeza de Dios, es menos probable que camine buscando su propia gloria, aunque en el caso de los sacerdote, se nos critique o se nos juzgue a veces sin comprender esto. En la Sagrada Escritura observamos que es valioso ponernos a prueba, examinarnos y considerar nuestros caminos, incluyendo nuestro corazón y por supuesto, la forma en que practicamos los deportes (2 Co 13,5; 1 Co 11,28; Sal 119,59). La primera lectura de hoy (2 Co 5,14-21) inicia afirmando: «El amor de Cristo nos apremia»... De entrada, al ver estas palabras y en medio del gozo de este jubileo me pregunté: ¿Cómo haría San Pablo para mantenerse en forma y poder responder al reto de evangelizar? El «Apóstol de las Gentes» se embarcó en cuatro viajes misionales principales, recorriendo unos 14 725 kilómetros en catorce años. Su disposición a recorrer grandes distancias para predicar de Cristo ayudó a establecer el cristianismo en todo el Mediterráneo porque, como expresa: El amor de Cristo le apremiaba. Por el tipo de deporte que practico, desde joven, entreno en un gimnasio —cuando me cambian de misión busco alguno cercano— y hago parte de mi vida de oración a quienes voy conociendo en el mismo. Voy aprendiéndome sus nombres, los invito a la misa dominical e incluso he catequizado y bautizado a algunos adultos que vivían lejos de Dios. A algunas de estas personas las confieso, las acompaño espiritualmente, bendigo sus casas o sus carros... de esta manera el GYM es para mí, un espacio de evangelización privilegiado. 

Como deportista —a pesar de las críticas, malos juicios o malos entendidos que puedas encontrar incluso de parte de los más cercanos a ti—, puedes darle gloria a Dios mostrando una actitud de agradecimiento y gozo. Entrena conscientemente pensando en todo momento que el amor de Cristi te apremia como a San Pablo. Quiero terminar mi reflexión de este día recordando a mi querido papa Francisco, quien en uno de sus discursos, de esos que uno guarda, expresó: «Los lazos entre la Iglesia y el deporte son una bella realidad que se ha ido consolidando en el tiempo, porque la comunidad eclesial ve en el deporte un válido instrumento para el crecimiento integral de la persona humana. La práctica del deporte, en efecto, estimula una sana superación de sí mismos y de los propios egoísmos, entrena el espíritu de sacrificio y, si se enfoca correctamente, favorece la lealtad en las relaciones interpersonales, la amistad y el respeto de las reglas» (Mensaje a los delegados de los comités olímpicos europeos el 23 de noviembre de 2013). Yo no sé si la santísima Virgen María practicó algún deporte, pero la Biblia afirma que «se encaminó presurosa» (Lc 1,39) a visitar a Isabel... sin estar en forma no hubiera podido ir presurosa, ¿qué no? ¡Bendecido sábado recordando a María siempre!

Padre Alfredo.

viernes, 13 de junio de 2025

«La vida nos cambia en un instante»... UN PEQUEÑO PENSAMIENTO PARA HOY


La vida es impredecible, definitivamente los seres humanos, que fuimos creados a imagen y semejanza de Dios, estamos un tiempo sobre la tierra antes de ser llamados a la Casa del Padre y pasamos el tiempo entre un constante ir y venir de situaciones que no siempre controlamos y que surgen de la nada. La vida nos cambia en un instante y con ello llega la responsabilidad de reflexionar, sin dilaciones, sobre cómo vivimos nuestra propia existencia y como queremos ser recordados. Ayer amanecí con la noticia de la tragedia del primer accidente mortal de un Dreamliner, el avión fabricado por Boeing hace 15 años y que parecía ser de lo más seguro sobre la faz de la tierra. 242 pasajeros fueron víctima de un siniestro aún inexplicable de la que salió vivo solamente uno de los pasajeros, cuyo nombre me es difícil de escribir y mucho más pronunciar: «Ramesh Viswashkumar», que iba sentado en el asiento 11A. La aeronave impactó casi al despegar en una casa de estudiantes de medicina. Leí que Krishna, un médico que no dio su nombre completo, dijo haber visto «entre 15 y 20 cuerpos quemados» y él mismo, junto a otros colegas, rescataron a unos 15 estudiantes de la residencia 

Parecería que los humanos, en una época en la que hasta ha sido capaz el hombre de crear una Inteligencia Artificial, se tiene control de todo, sin embargo, nuestra vida puede dar giros inesperados y llegar a su fin en el momento menos inesperado. ¿Por qué estas 241 personas murieron? ¿Por qué un solo sobreviviente entre los pasajeros? ¿Por qué Ramesh ocupaba el asiento 11A? ¿Por qué algunos estudiantes que nada tenían que ver con el aeroplano llegaron al final de su recorrido en esta tierra? ¿Por qué...? El sobreviviente expresó: «No tengo ni idea de cómo salí de ese avión». Más de de 265 cuerpos han sido trasladados al hospital civil de la ciudad india de Ahmenabad donde sucedió el accidente. No vamos a vivir para siempre en este mundo pero no sabemos cuándo llegará el momento de partir. Somos, como dice un canto popular: «ciudadanos del infinito». Así que no se trata de cuánto tiempo pasemos en la tierra antes de ser llamados al juicio que nos llevará al encuentro del Padre Misericordioso, sino de qué hacemos con ese tiempo aquí en la tierra. Se trata de elegir ser buenos y dejar unas huellas imborrables en todos aquellos que forman parte de nuestro devenir... las huellas de Cristo. Ayer acompañé a mi amigo Gerardo Salazar en el último día del Triduo de su mamá la señora Ofelia, de 90 años a quien el Señor encontró en gracia, pues comulgó hasta el último día. En la parroquia se están celebrando las misas por Letty Góngora, una de nuestras feligreses que por años dedicó su vida a la catequesis... ¿Estamos viviendo de manera que dejemos las huellas de Cristo?

Hoy, que es día de San Antonio de Padua y que iniciamos la Novena para la fiesta de la Beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento. La lectura (2 Cor 4,6-15) de la Misa de este día conecta perfectamente este acontecimiento con la vida de cada uno de nosotros cuyo andar por este mundo terminará algún día. San Pablo nos recuerda una verdad profunda y consoladora: llevamos el tesoro del Evangelio, el ministerio y la vida nueva en Cristo, en «vasijas de barro». Somos frágiles, limitados, heridos, pero justamente ahí se manifiesta la fuerza de Dios mientras pasamos por el mundo buscando hacer el bien, dando una sonrisa, mostrando esperanza, compartiendo lo que somos y hacemos. Cualquiera de nosotros pudo haber estado en la aeronave o en tierra mientras cayó el avión... La interpretación profunda de todo esto, para quienes somos hombres y mujeres de fe, está en que, aunque llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús, también en nosotros se manifiesta su vida. Hoy, pidamos a Dios, como pasajeros del viaje en este mundo acompañados de María su Madre, que purifique nuestras intenciones, que nos enseñe a mirar como Dios mira, y que renueve en nosotros la fidelidad y la esperanza en la vida eterna. ¡Bendecido viernes!

Padre Alfredo.

jueves, 12 de junio de 2025

«JESUCRISTO, SUMO Y ETERNO SACERDOTE»... Un pequeño pensamiento para hoy


La primera lectura el día de hoy (Is 52,13-53,12) tiene una pregunta que sigue siendo actual y que debe resonar en el corazón de todo discípulo–misionero: «¿Quién habrá de creer lo que hemos anunciado? El mundo en el que vivimos parece alejarse de Dios cada vez más, y esto puede deberse a varios factores que pueden ser la tecnología, la cultura moderna y el materialismo reinante, cosas que distraen del campo espiritual y centran a la persona en su «yo». Pero nosotros, hombres y mujeres de fe, podemos constatar que la fe sigue viva en diferentes formas, sobre todo lo notamos los sacerdotes que, aunque en algunos lugares del mundo somos cada vez menos, vamos experimentando a nuestro alrededor, la presencia de laicos, hombres y mujeres que, llenos de Dios y confiados en él, se convierten, como decía la Beata María Inés, en «nuestro brazo derecho». 

Hoy, que celebramos la fiesta de «Jesucristo, sumo y eterno sacerdote», vemos que, aunque no exista una respuesta única a la pregunta de si el mundo está escuchando a Dios y cree en él o no, es importante destacar, la vivencia del sacerdocio bautismal de todas estas almas de laicos que forman parte de nuestros consejos de pastoral en las parroquias, que son miembros activos de grupos y movimientos eclesiales y a tantas otras personas, sobre todo ancianas, que no dejan de orar por la evangelización. Así, sacerdotes ordenados, consagrados y laicos, formamos un todo, en «sinodalidad», que ayuda al mundo a creer.

A raíz de esto, surge otra pregunta que brota en mi corazón de la escucha del Evangelio (Lc 22,14-20), cuando el Señor expresa en plena consagración del pan y del vino para convertirlos en su Cuerpo y en su Sangre: «repártanlo entre ustedes»: ¿Qué hago yo para que el Señor llegue a todos? Cristo requiere, no solo de los sacerdotes ministeriales, sino de todo miembros de la Iglesia, gente consciente de su misión sacerdotal de responder a Dios, desde la totalidad del ser y desde el corazón que quiere estar por Él, con Él y en Él en la tarea evangelizadora para que muchos le conozcan y crean en él. Cada uno, consciente del llamado bautismal que recibió para ser «profeta, sacerdote y rey», debe decir «Mándame», porque la misión no es algo que se tiene, que uno busca; sino algo que se recibe de Dios y nos confía para colaborar con su proyecto de Sumo y Eterno Sacerdote. Hoy hemos de dirigir nuestra mirada, junto con María, hacia Él y dejarnos conducir respondiendo a una última pregunta: ¿Estoy dispuesto a dejarme enviar hoy y cada día a la misión que Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote me confía? ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico.

Padre Alfredo.

miércoles, 11 de junio de 2025

«La Ley, los mandamientos»... Un pequeño pensamiento para hoy


Dicen que la lógica del amor no se funda en el miedo sino en la libertad y precisamente el Evangelio de este miércoles (Mt 5,17-19) nos ayuda a reflexionar en esto. Jesús, de una manera muy acertada expresa que no ha venido a abolir la ley, sino a darle cumplimiento. Ciertamente él se refiere a lo establecido por la Ley y los Profetas en torno a los diez mandamientos de la Ley de Dios. En concreto sabemos que dar cumplimiento es «llevar a plenitud» una cosa. Eso quiere decir orientar estos mandamientos al núcleo fundamental de la Buena Nueva de Jesucristo que ce centra en una cosa: «El Padre los ama». Y es que así, desde esta perspectiva, es como debemos entender la vivencia de los mandamientos llevándolos a plenitud. Viendo cada uno de los mandamientos, incluso no solo estos sino también los cinco mandamientos de la Iglesia —que poca gente recuerda y pone en práctica— desde esta perspectiva del amor, es como «hasta la más pequeña letra o coma de la ley» tiene sentido.

Para vivir los mandamientos hay que, entonces, profundizar en el amor. Adentrarse en el corazón de Jesús y verlos desde su mirada, desde su perspectiva, desde su misión. La Ley, vista y vivida desde el amor, es como toma su verdadero sentido yendo mucho más allá de verla como un conjunto de normas frías que coartan la libertad del hombre. La Ley se hace camino hacia la verdadera libertad y a la felicidad. Por eso San Mateo nos enseña que quien enseña los mandamientos y los cumple, será grande en el Reino de los Cielos. Así, cada uno de los mandamientos es fuente se sentido, de paz y de alegría en el corazón del creyente que busca encender su corazón con la belleza del Evangelio. En Cristo y desde Cristo, la contemplación y la vivencia de los mandamientos vuelve fecunda la vida y llena al mundo de esperanza.

Esta Ley, estos Mandamientos, no son para vivirlos de una manera aislada, porque no somos islas y vivimos en comunidad. La familia, la parroquia, el grupo, el círculo de amigos… se convierten en el espacio concreto en donde damos cumplimiento a la Ley para alcanzar la plenitud en el amor. Tanto en nuestra vida personales como en nuestra vida comunitaria La Ley —contenida en el Antiguo Testamento—, Jesús de Nazareth y la la vida en el Espíritu Santo no pueden separarse. Los tres forman parte del mismo y único proyecto de Dios y nos comunican la certeza central de la fe: el Dios de Abraham y Sara está presente en medio de las comunidades por la fe de Jesús de Nazaret, que nos mandó su Espíritu para que nos amemos los unos a nosotros, como él nos ha amado. Pidamos al Señor, tomados de la mano de María, la Madre del Amor Hermoso, que llene nuestros corazones de amor para así poder cumplir los mandamientos con alegría no como una carga, sino como un regalo para ser felices y alcanzar el cielo. ¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

martes, 10 de junio de 2025

«Luz el mundo y sal de la tierra»... UN PEQUEÑO PENSAMIENTO PARA HOY


Estamos en la reunión provincial de obispos sacerdotes del noreste de México en Ciudad Victoria, Tamaulipas, viviendo una experiencia anual en la que es un gusto encontrarse con hermanos diocesanos y religiosos que nos vemos a veces solamente una vez al año. Luego de clausurar la Pascua, solemnemente celebrada en la cincuentena, el gozo no no queda atrás, pues el jueves próximo celebramos la fiesta de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote y esto, al saberlo recitado, vivo y presente en la Eucaristía y en nuestro ministerio, tiene una proyección pascual.

Encontrarse con otros hermanos que, como nos recuerda el Evangelio de hoy (Mt 513-16), están llamados como yo a ser “luz del mundo” en el ministerio sacerdotal, produce un inmenso gozo que llena el corazón y la vida misma de cada uno de nosotros que somos peregrinos de esperanza desde cada altar y cada ambón de nuestras parroquias. En medio de la alegría del compartir, volvemos a darnos cuenta de que Dios es quien nos confirma en la unidad sacerdotal para ser luz e iluminar nuestro mundo que parece siempre tentado a ir hacia el camino de las tinieblas. El sacerdote, como luz del mundo, es colocado por el Señor Jesús para transformar la realidad a donde llega sacando todo lo bueno que hay en ella, impidiendo que esta realidad pastoral sea deformada, distorsionada. Y junto a esto, poniendo por ejemplo la sal, el Evangelio hace una consideración y formula una pregunta: Si la sal se vuelve insípida ¿con qué la salarán?

La luz ha de iluminar por su propia naturaleza y las tinieblas se deshacen cuando ella está presente de la misma manera como lo desabrido desparece con la llegada de la sal. El sacerdote, como discípulo-misionero iluminado por la luz de Cristo no puede ni debe ocultar esa luz, pues ha sido iluminado para, a su vez, iluminar; no debe ni tiene porque dejar de dar sabor como la sal. En el final de este pasaje evangélico de hoy, aparece lo que Jesús ha querido resaltar como enseñanza para los discípulos: “Brille así su luz ante los hombres, para que vean sus buenas obras y den gloria a su Padre que está en los cielos”. La existencia del sacerdote, a pesar de haber perdido tanta credibilidad en nuestra época, no puede quedar opacada, sino que debe alumbrar; preservar de la corrupción y mover a volverse a Dios, dador de todo bien. Que María, Madre de la Iglesia y Madre de los sacerdotes, nos ayude a aprovechar estos días para iluminar nuestro corazón saboreando el gozo de nuestra vocación. ¡Bendecido martes!

Padre Alfredo.

lunes, 9 de junio de 2025

«María es la Madre de la Iglesia»... Un pequeño pensamiento para hoy


El papa Francisco, de feliz memoria, en el año de 2018, estableció la memoria de «Santa María Virgen, Madre de la Iglesia» el lunes siguiente a la solemnidad de Pentecostés, el día en que nació la Iglesia. Pero este título no es nuevo. Ya San Juan Pablo II, en 1980, había hecho una viva invitación a venerar a la Virgen como Madre de la Iglesia; e incluso antes, San Pablo VI, el 21 de noviembre de 1964, al concluir la Tercera Sesión del Concilio Vaticano II, declaró a la Virgen «Madre de la Iglesia». En 1975, la Santa Sede propuso una Misa votiva en honor de la Madre de la Iglesia, pero esta celebración no tuvo una fecha destinada en el calendario litúrgico. 

Francisco —como le gustaba al papa que le llamaran— en la primera homilía de esta memoria expresó: «María, madre; la Iglesia, madre; nuestra alma, madre. Pensemos en esa riqueza grande de la Iglesia y nuestra; y dejemos que el Espíritu Santo nos fecunde, a nosotros y a la Iglesia, para ser también nosotros madres de los demás, con actitudes de ternura, de mansedumbre, de humildad. Seguros de que ese es el camino de María. Qué curioso es el lenguaje de María en los Evangelios: cuando habla al Hijo es para decirle cosas que necesitan los demás; y cuando les habla a los demás, es para decirles: “hagan lo que Él les diga”». Yo estoy convencido de que, María santísima, como Madre de la Iglesia, a cada uno de nosotros, según la propia vocación específica y de acuerdo al lugar que ocupamos en la Iglesia y en el mundo, nos va a decir lo mismo invitándonos a atender a Jesús: «Hagan lo que Él les diga».

El Catecismo de la Iglesia Católica (párrafos 964-965) nos enseña que el papel de la virgen María en la Iglesia es inseparable de su unión con Cristo y fluye directamente de ella. En estos párrafos se afirma que esta unión de la madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde la concepción virginal de Cristo hasta su muerte, hecho que precisamente nos relata el Evangelio de hoy (Jn 19,25-34) y que hace que esa unión se manifiesta sobre todo en esta hora de la Pasión de Cristo. Contemplemos en este día a la Santísima Virgen muy cercana a nosotros en la Iglesia. Imitemos sus pasos de peregrina de la esperanza y con el fuego vivo de la fiesta de Pentecostés, pidámosle a ella como Madre nuestra, que aumente el amor de cada uno de sus hijos a la Iglesia. ¡Bendecido lunes!

Padre Alfredo.

domingo, 8 de junio de 2025

«El Espíritu Santo es como el azúcar en la leche o en el café»... UN PEQUEÑO PENSAMIENTO PARA HOY


La palabra «Pentecostés» procede del griego «pentēkostēque», que significa «quincuagésimo». Esta fiesta, que se originó en la Iglesia Católica desde el siglo I, conmemora el momento en que Cristo, habiendo resucitado y ascendido al cielo, cumplió su promesa de enviar el Espíritu Santo sobre los apóstoles y María Santísima. Jesús les infunde el Espíritu que procede del Padre y de él mismo y los prepara para una misión en el mundo que llegará hasta nuestros días y terminará, como dice la beata María Inés Teresa, «hasta que se clausuren los siglos y comience la eternidad». Ese día dio inicio oficialmente la obra del Espíritu en la Iglesia, que no es otra cosa que la pequeña comunidad de los que han puesto su fe en Cristo Jesús. Fortalecida por este Espíritu de verdad y de memoria, la Iglesia ha atravesado todos los siglos, todas las crisis de la sociedad y todas sus propias crisis internas.  Pentecostés es la fiesta del Espíritu, la presencia viva de Dios que transforma corazones, la celebración de la «sinodalidad» que une a los diferentes y da vida nueva. Pentecostés es el fuego que rompe el miedo y abre puertas cerradas; es el viento que nos impulsa a salir, a hablar, a amar y a construir unidad en la diversidad.

El papa León, en su homilía de esta fiesta maravillosa, nos ha recordado que «en un mundo quebrantado y sin paz el Espíritu Santo nos educa a caminar juntos» y ha afirmado: «La tierra descasará, la justicia se afirmará, los pobres se alegrarán y la paz volverá si dejamos de movernos como predadores y comenzamos a hacerlo como peregrinos. Ya no cada uno por su cuenta, sino armonizando nuestros pasos con los pasos de los demás». A estas horas no termina aún la Vigilia de Pentecostés en la parroquia. Ha sido un gozo ver desfilar, en medio de la oscuridad de la noche a gente de todos colores y sabores que ha venido a implorar la fuerza que viene de lo alto. Desde ancianos de casi cien años hasta niños pequeños, han desfilado frente a Jesús Eucaristía implorando el Espíritu que nos mantenga en la unidad en medio de la diversidad que caracteriza a nuestra comunidad parroquial que, venciendo todos los desafíos de nuestro mundo actual, camina en sinodalidad como peregrina de esperanza. Entre cantos y alabanzas, silencio, lectura de la Palabra, la Vigilia, que inició después de la misa de las siete de la tarde, terminará en unas horas más, antes de misa de las nueve de la mañana. 

En cada una de las misas de este domingo resonarán con fuerza las palabras de Jesús: «La paz esté con ustedes» (Jn 20,19-23). Estas palabras no constituyen una simple frase de saludo, sino que se manifiestan como un regalo profundo. Es la paz que viene de saber que el Señor está presente, que ha vencido al miedo y a la muerte. Es la paz que el Espíritu Santo siembra en nuestro interior y que nos capacita para perdonar, para reconciliar, para hacer que a las personas se les despierte la paz, la luz, la confianza, la alegría, al sentir que nunca están solas ni abandonadas; para ser testigos de esperanza en un mundo sediento de consuelo y verdad viviendo nuestra condición de discípulos-misioneros marcados por ese reto de la «sinodalidad», que solamente puede echarse a andar si se tiene la fuerza de lo Alto. Bien decía San Ireneo: «Donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está también la Iglesia y toda la gracia». Quiero terminar esta reflexión con una anécdota que contó una catequista que, en una de las clases preguntó: «¿—Cómo puede el Espíritu Santo estar presente, si nunca se le ve? Y una niña respondió: —Mi mamá me dice que el Espíritu Santo es como el azúcar, que se le pone a la leche o al café. Se disuelve y desaparece aparentemente, pero está ahí. Y todo lo endulza». Con María, los Apóstoles y nuestra comunidad de discípulos-misioneros vivamos esta fiesta con la que cerramos la Pascua. ¡Bendecido domingo de Pentecostés!

Padre Alfredo. 

sábado, 7 de junio de 2025

«LA BONDAD Y LA MISERICORDIA DEL SEÑOR»... (Tema para retiro espiritual).


«Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida y habitaré en la casa del Señor por años sin término» (Sal 23,6). 

En la Sagrada Escritura, encontramos a los profetas, a los salmistas, a muchos otros elegidos de Dios, a Jesús y sus apóstoles y a la santísima Virgen María alabando, implorando, anunciando y adorando la Divina Misericordia, en cada momento. Leyendo, meditando y estudiando la Biblia, vemos que la misericordia de Dios, ha estado «desde siempre» para nosotros. Hace algunos años celebramos un jubileo extraordinario de la misericordia concluyendo apenas el Año de la Vida Consagrada que, como afirmó el Papa Francisco en la homilía de la Misa de la clausura de aquel festejo de los consagrados el día de la Presentación del Señor: «como un río, confluye ahora en el mar de la misericordia, en este inmenso misterio de amor que estamos experimentando con el Jubileo extraordinario». Ahora estamos celebrando un jubileo ordinario, este de 2005 centrado en la esperanza. Es precisamente la esperanza la que nos lleva a dejarnos abrazar por la misericordia de Dios porque, como dice la Carta a los Romanos «la esperanza, no defrauda» (Rm 5,5).

Queremos tener como fin de nuestro retiro, experimentar la misericordia de Dios para con nosotros llenos de esperanza, que, como bautizados, debemos ser portadores de ese don para llevarlo a toda la humanidad, portadores de esa misericordia que salva y que los salmistas exaltan de una manera maravillosa en la Sagrada Escritura. «La esperanza, —afirma el recién fallecido papa Francisco en la bula Spes non confundit con la declaraba este año santo—, efectivamente nace del amor y se funda en el amor que brota del Corazón de Jesús traspasado en la cruz: «Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más ahora que estamos reconciliados, seremos salvados por su vida» (Rm 5,10). Y su vida se manifiesta en nuestra vida de fe, que empieza con el Bautismo; se desarrolla en la docilidad a la gracia de Dios y, por tanto, está animada por la esperanza, que se renueva siempre y se hace inquebrantable por la acción del Espíritu Santo.

Es hermoso pensar, en este día de retiro, que Dios está siempre dispuesto a mantener ese pacto de amor que inició en el Bautismo con cada uno de nosotros a pesar de nuestras miserias y pecados y que nunca es tarde para reestrenar su amor, porque la esperanza, además de que no defrauda, es, como lo sabemos, lo último que muere. Dios espera que nunca disminuya la confianza de sus hijos y de sus hijas consagrados a Él en el bautismo que nos ha convertido, además, en sus discípulos-misioneros. 

Al iniciar nuestra reflexión, le pedimos al Señor, la esperanza de los afligidos y la esperanza de quienes en él confían. Le pedimos que acepte y acoja nuestra condición de pecadores, que, habiendo sido llamados por él a la vida de la gracia, nos acogemos a su compasión y sobre todo a su misericordia, que es infinita. Le pedimos al Señor, que muestra su poder sobre todo en el perdón y en la misericordia, que derrame en nosotros su gracia, para que, caminando en esperanza al encuentro de sus promesas, como caminó David y los otros autores de los salmos, alcancemos los bienes que nos tiene reservados.  

¿Qué quiere decir «misericordia»? Hay dos dimensiones fundamentales en el concepto de «misericordia». El primero es el que se expresa en la palabra griega «eleos», es decir la «misericordia» como actitud de compasión hacia la miseria del prójimo, un corazón atento a las necesidades de los demás. Un corazón que se conmueve y se abaja. Pero, junto a ésta surge otra acepción, ligada a la palabra judía «rahamim», que tiene su raíz en el «regazo materno», es decir, indica el amor materno de Dios. 

¿Qué es esta misericordia? San Bernardo la explicaba diciendo que Dios no nos ama porque somos buenos o bellos, sino que lo que nos hace buenos y bellos es su amor, el amor materno de Dios. En las dos acepciones surge una idea fundamental que llena de esperanza el corazón humano, es decir, Dios está dispuesto a acogernos y a comenzar de nuevo con cada uno, independientemente de la historia, del pasado, de la experiencia de alejamiento e infidelidad. 

¿Cómo definía el Papa Francisco —hoy de feliz memoria— la Misericordia? En «Misericordiae Vultus», en el n° 2 decía: «Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de nuestro pecado». 

Los santos son expertos en la misericordia, en este amor sin límites. San Juan Pablo II relata en su biografía: «A menudo en mi vida he pedido a sor Faustina Kowalska que me haga comprender la misericordia de Dios. Y cuando visité Paray-le-Monial, me impresionaron las palabras que Jesús dijo a santa Margarita María de Alacoque: “Si crees, verás el poder de mi corazón”». Él mismo, en vida y poco antes de morir, recomendó la invocación «Jesús, en ti confío» «Es un sencillo pero profundo acto de confianza y de abandono al amor de Dios —aseguraba el santo— Constituye un punto de fuerza fundamental para el hombre, pues es capaz de transformar la vida». 

La beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, tiene innumerables frases en las que expresa su definición de misericordia. Me basta pensar en estas frases que mucho conocemos: «Soy un pensamiento de Dios, porque desde toda la eternidad pensó en darme el ser; y ya me veía tal cual soy, con mis defectos y mis cualidades, mis promesas y mis inconstancias, mi confianza y mi amor, y con todas mis miserias... Ya sabía que le daría mucho trabajo, y ya había resuelto ejercitar en mí el más hermoso de sus atributos: su misericordia. Ya, desde toda la eternidad, había resuelto escogerme para él, y precisamente en su orden seráfica. ¡Oh, sí! Qué delicioso sentirme un pensamiento de Dios.» (EE 1941, f. 804) 

«En las inevitables pruebas y dificultades de la existencia, como en los momentos de alegría y entusiasmo, confiarse al Señor infunde paz en el ánimo, induce a reconocer el primado de la iniciativa divina y abre el espíritu a la humildad y a la verdad», afirmaba San Juan Pablo II, quien también decía: «En el corazón de Cristo encuentra paz quien está angustiado por las penas de la existencia; encuentra alivio quien se ve afligido por el sufrimiento y la enfermedad; siente alegría quien se ve oprimido por la incertidumbre y la angustia, porque el corazón de Cristo es abismo de consuelo y de amor para quien recurre a El con confianza». 

Por su parte, San Pablo llama a Dios «Padre de las misericordias» (2 Cor 1, 1-7) y eso es algo que podemos ver desde el Antiguo Testamento. En algunos de los salmos, vemos su infinita compasión por los hombres, algunos de los salmistas, entonando esas hermosas alabanzas, manifiestan saberse entrañablemente amados por Él. En muchas frases de los salmos, Dios insiste constantemente en esta verdad: Dios es infinitamente misericordioso y se compadece de los hombres, de modo particular de aquellos que sufren la miseria más profunda, el pecado. En una gran variedad de términos e imágenes —para que los hombres lo aprendamos bien—, la Sagrada Escritura nos enseña que la misericordia de Dios es eterna, es decir, sin límites en el tiempo, como dice el Salmo 100: «Porque es eterna su misericordia»; es inmensa, sin limitación de lugar ni espacio; es universal, pues no se reduce a un pueblo o a una raza, y es tan extensa y amplia como lo son las necesidades del hombre. 

La misericordia supone haber cumplido previamente con la justicia, y va más allá de lo que exige esta virtud. «La misericordia es en realidad el núcleo central del mensaje evangélico, es el nombre mismo de Dios, el rostro con el que Él se ha revelado en la antigua Alianza y plenamente en Jesucristo, encarnación del Amor creador y redentor», afirmaba el papa Benedicto XVI. 

Cada vez que recitamos los salmos, en la recitación de la Liturgia de las Horas, en el salmo responsorial de Misa y especialmente aquellos que hacen mención de la misericordia infinita de Dios, advertimos la necesidad de detenernos, de levantar los ojos al cielo, y acordarnos de que no somos los amos del mundo y de la vida. Tenemos que contemplar el cielo, las montañas, el mar; sentir la fuerza del viento, la voz de las grandes aguas como aquellos hombres que se dejaban inundar por el amor de Dios.

Cómo le gustaba a la beata María Inés Teresa sentirse pequeña —como en realidad somos— en el gran universo que Dios ha creado y sigue creando y vivificando en cada instante rodeándonos de su misericordia, como canta el salmista cuando dice: «al que espera en el Señor, le rodea la misericordia» (Sal 32,10). Tenemos que aprender a clamar a Dios como lo hace el salmista a Dios en el Salmo 5: «Escucha, oh Señor, mis palabras; Considera mi gemir, estate atento a la voz de mi clamor, Rey mío y Dios mío, Porque a ti oraré. Oh Yahvé, de mañana oirás mi voz; de mañana me presentaré delante de ti, y esperaré». Los salmistas son un ejemplo de pecadores que supieron agradar a Dios por medio de su arrepentimiento y su dependencia de Dios. 

Vivimos cada vez más en medio de cosas artificiales hechas por nosotros, y eso cambia lentamente nuestra percepción de la realidad y de nosotros mismos. Sin darnos cuenta, nos olvidamos de dónde estamos y de quiénes somos; perdemos el sentido de nuestra verdadera dimensión: a veces nos sentimos omnipotentes, mientras no lo somos; a veces nos sentimos impotentes, mientras no lo somos. Como el profeta Amós nos recuerda, somos como una brizna de hierba, es cierto, pero nuestro corazón es capaz de infinito. Somos, como dice la beata María Inés, «la nada pecadora». Es cierto, pero podemos preguntarnos al recitar los salmos «¿por qué?», y sentir dentro de nosotros un vínculo misterioso, a veces doloroso, con Aquel que creó el mundo, el sol, la luna, las estrellas. «La misericordia del Señor —como dice el salmista— llega hasta el cielo, su fidelidad hasta las nubes» (Sal. 36, 6). 

De todas las criaturas —que, a su manera, son más humildes y obedientes al Creador que nosotros— los seres humanos somos los únicos que reconocemos , y a veces sentimos, que esta omnipotencia de Dios, esta incomprensible magnitud, es solamente amor y amor misericordioso, tierno, compasivo, como el de una madre por sus hijos, pequeños y frágiles. Somos los únicos en darnos cuenta de que toda la creación gime y sufre como si tuviera dolores de parto. Y nos damos cuenta, como dice el salmista, que «los ojos del Señor están fijos sobre sus fieles, sobre los que esperan en su misericordia» (Sal. 33, 18). 

El siglo XX que hemos dejado a nuestras espaldas, fue en muchos aspectos una centuria terrible; y el siglo XXI, que con el atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001 contra el World Trade Center de Nueva York se inició con un golpe de timbal de augurios nada buenos, no promete hasta el momento ser mejor. El siglo XX conoció dos brutales sistemas totalitarios, dos guerras mundiales —de las cuales solo la segunda causó entre cincuenta y setenta millones de muertos—, genocidios y asesinatos en masa de millones y millones de personas, campos de concentración y muchos horrores más. El siglo XXI ha comenzado marcado por la amenaza de un terrorismo despiadado, injusticias que claman al cielo, niños víctimas de abusos y condenados al hambre y la inanición, millones y millones de desplazados y refugiados, crecientes persecuciones de cristianos; a ello se suman devastadoras catástrofes naturales en forma de terremotos, erupciones volcánicas, tsunamis, inundaciones, sequías, etc. Todo ello y muchos hechos más son «signos de los tiempos».  

A la vista de esta situación, a muchos de nuestros contemporáneos —incluso familiares y amigos cercanos— les resulta difícil hablar de un Dios omnipotente y al mismo tiempo justo y misericordioso porque han perdido la esperanza. ¿Dónde estaba y dónde está cuando todo esto ocurría y ocurre? ¿Por qué lo permite, por qué no interviene? Todo este sufrimiento injusto, preguntan algunos, ¿no representa el argumento más serio en contra de un Dios omnipotente y misericordioso? 

De hecho, el sufrimiento de los inocentes se convirtió durante la Modernidad en la roca del ateísmo (Georg Büchner); la única disculpa para Dios, llegó a afirmarse, es que no existe (Stendhal). Dada la verdaderamente diabólica irrupción del mal, en ocasiones se prolonga la pregunta de este modo: ¿no habría que negar a Dios para mayor gloria de Dios (Odo Marquard)? 

El sufrimiento en el mundo es probablemente el argumento de mayor peso del ateísmo moderno que nos rodea y que impregna muchos ambientes de desesperanza. A él se añaden otras cuestiones que han tenido su repercusión. Han ocasionado que en la actualidad, para muchos, según piensan, Dios no exista; al menos, numerosas personas viven como si Dios no existiera. La mayoría de ellas parecen incluso poder vivir muy bien sin él, al menos no peor que la mayoría de los cristianos. Esto ha transformado la índole de la pregunta por Dios. Pues si Dios no existe o se ha tornado irrelevante para muchos, entonces protestar contra él no tiene ya sentido. Las preguntas: «¿Por qué todo este sufrimiento?» y «¿Por qué tengo que sufrir yo?», llevan más bien a enmudecer, hacen que la gente se quede sin palabras.  

De ahí que no solo cristianos creyentes, sino también muchas personas reflexivas y despiertas con otras convicciones reconozcan que el mensaje de la muerte de Dios, muy al contrario de lo que esperaba Nietzsche, no conlleva la liberación del ser humano. Allí donde la fe en el Dios misericordioso se volatiliza, allí quedan un vacío y un frío atroces. Sin Dios estamos por completo —y además sin salida— a merced de los destinos y azares del mundo y de las tribulaciones de la historia. Sin Dios no hay ya instancia alguna a la que apelar, no existe ya esperanza alguna en un sentido último y una justicia definitiva. ¡Qué sabios eran los salmistas, al reconocer, aún en medio de las guerras, de las divisiones, de los atropellos y abusos, de las catástrofes naturales, del vacío y del pecado, la infinita misericordia de Dios! Al leer y recitar muchos de los salmos, podemos percibir que la dignidad absoluta del ser humano únicamente es posible si existe Dios y si este es el Dios de la Misericordia y de la gracia.

San Juan Pablo II nos legó la profecía de que este es el tiempo de la misericordia. Él fue quien dedicó a la Divina Misericordia el segundo domingo de Pascua, y murió en la víspera de ese domingo.  

El Papa Francisco, en su Bula Misericordiae Vultus, en el número 12 expresaba: «La Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios... En nuestro tiempo, en el que la Iglesia está comprometida en la nueva evangelización, el tema de la misericordia exige ser propuesto una vez más con nuevo entusiasmo y con una renovada acción pastoral. Es determinante para la Iglesia y para la credibilidad de su anuncio que ella viva y testimonie en primera persona la misericordia. Su lenguaje y sus gestos deben transmitir misericordia para penetrar en el corazón de las personas y motivarlas a reencontrar el camino de vuelta al Padre.» Por eso, en esta reflexión que nos incumbe, le suplicamos con el salmista: «Vuélvete, Señor, rescata mi vida, sálvame por tu misericordia» (Sal. 6, 5). 

Cuando vemos el uso de la palabra «misericordia» en los salmos, debemos estar claros, para no confundir los sentimientos y entender que ser misericordioso no consiste en tener un corazón compasivo sin pasar a la práctica, tampoco en realizar alguna obra de misericordia de vez en cuando sin enfrentarnos a las causas concretas del sufrimiento y de las injusticias; si lo hiciésemos así, estaríamos en una actitud paternalista y sobreprotectora que, los autores de los salmos, no confunden. Dice el salmista: «A ti, Señor, la misericordia. Porque tú retribuyes a cada uno según sus acciones» (Sal. 66, 20). 

Para ser misericordiosos, es necesario primero, interiorizar el sufrimiento ajeno, es decir, dejar entrar en mis entrañas y en mi corazón el sufrimiento del otro y la esperanza que tiene de salir de él para hacerlo mío. Es algo que me duele a mí. En segundo lugar ese sentimiento ya hecho mío, provoca en mí una reacción que me lleva a ser activo y comprometido, me lleva a actuaciones concretas orientadas a aliviar y quitar ese sufrimiento. Soy uno con los otros, su dolor es el mío, su sufrimiento es el mío, sus esperanzas son las mías y suplico al Señor no solo pensando en mí, sino sabiéndome parte de una humanidad que —utilizando una de las palabras que el Papa Francisco inventó— se sabe «misericordeada» por Dios y le dice con el salmista lleno de esperanza: «¡Manifiéstanos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación!» (Sal. 85, 8). 

Vivir la misericordia es lo primero y principal de todo bautizado A lo largo de la vida tendremos que hacer muchas cosas, muchas oraciones y celebraciones, muchas fiestas por nuestra fe... pero la misericordia debe ser el eje transversal de la vida de todo bautizado: debemos dejarnos amar por Dios, sentir su misericordia en todos los momentos de nuestra existencia como hijos de Dios y la misericordia hacia los demás ha de configurar nuestra manera de vivir, de mirar a las personas y al mundo desde nuestro vivir según la vocación específica que hayamos adoptado. Nuestra manera de vivir la vida en el seguimiento de Cristo, al estilo de Madre Inés, si formamos parte de la Familia Inesiana, por ejemplo, ha de pasar por practicar la misericordia o no seremos Inesianos. Digamos con el salmista: «¡Qué bueno es el Señor! Su misericordia permanece para siempre, y su fidelidad por todas las generaciones.» (Sal. 100, 5). 

María santísima recapitula en el magníficat la entera historia de la salvación describiéndola como una historia de la compasión divina. «Su misericordia —la de Dios— con sus fieles, continúa de generación en generación» (Lc 1,50). Ella «goza del favor de Dios» (Lc 1,30). Esto quiere decir: por sí misma no es nada en absoluto, todo lo que es se lo debe a la infinita misericordia del Señor. Ella no es más que la «sierva del Señor» (Lc 1,38). La gloria no le pertenece a ella, sino en exclusiva a Dios, para quien nada hay imposible (cf. Lc 1,37s). De ahí que María cante: «Proclama mi alma grandeza del Señor, mi espíritu festeja a Dios mi salvador... Porque el Poderoso ha hecho proezas, su nombre es santo». Ella es por completo recipiente y nada más que humilde instrumento de compasión divina. 

Al final del cuarto Evangelio, María, que figura al comienzo de la historia neotestamentaria de la salvación, asume una importante posición en su punto culminante. Pues Jesús, desde la cruz, confía a Juan a María como madre y, a la inversa, confía a María a su discípulo Juan como hijo (cf. Jn 19,26s). Esta escena está llena de profundo significado. Juan es el discípulo al que ama Jesús (cf. Jn 19,26); en este Evangelio es tenido por arquetipo del discípulo. Esto significa que Jesús, en Juan, le confía a María todos los discípulos como hijos y, a la inversa, a todos ellos les confía a María como madre. Estas palabras de Jesús pueden ser entendidas como su testamento, como su última voluntad; con ello dice algo que es vinculante y decisivo para el futuro de la Iglesia: Hay que recurrir a María, Madre de Misericordia que nos dirá siempre:  «Hagan lo que Él les diga» (Jn 2,5). 

Vamos rezando con el salmo 136:   

ETERNA ES SU MISERICORDIA 

Dad gracias al Señor porque es bueno: porque es eterna su misericordia.  

Dad gracias al Dios de los dioses: porque es eterna su misericordia.  

Dad gracias al Señor de los señores: porque es eterna su misericordia.  

Sólo él hizo grandes maravillas: porque es eterna su misericordia.  

Él hizo sabiamente los cielos: porque es eterna su misericordia.  

Él afianzó sobre las aguas la tierra: porque es eterna su misericordia.  

Él hizo lumbreras gigantes: porque es eterna su misericordia.  

El sol que gobierna el día: porque es eterna su misericordia.  

La luna que gobierna la noche: porque es eterna su misericordia. 

Dad gracias al Dios del cielo: Porque es eterna su misericordia. 

Para terminar este encuentro, dejémonos cuestionar por estas preguntas: 


• Hasta ahora ¿qué tan importante ha sido la vivencia de la misericordia en mi vida? 

• ¿Soy misericordioso en la práctica o me quedo con un corazón compasivo? 

• Según los textos bíblicos de los salmos y según los comentarios expuestos, ¿cuál o qué es el núcleo de mi vida en el seguimiento de Cristo? 

Padre Alfredo.

 

«¿Qué va a pasar con éste?»... UN PEQUEÑO PENSAMIENTO PARA HOY


Esta noche me estuve despertando varias veces porque ayer tuve un día muy agitado. Hoy tenemos Primeras Comuniones y ayer entre confesiones de niños y adultos las horas pasaron desde las 4 hasta las 10 de la noche y eso deja el alma un poco agitada, aunque llena del gozo de haberle prestado los oídos al Señor para escuchar a tantas almas que buscan darle gloria y pensaba en este momento en que más de 50 niños recibirán a Jesús por primera vez. Sentía cómo Dios, recordándome que yo me había confesado un día antes, quería decirme algo para que yo les dijera esta mañana. Me sentí como muy bien mirado por Dios a lo largo de casi toda la noche. Y pensé en las miradas de Dios en esta celebración, cómo nos verá el Señor en este momento a los que participaremos. Dios siempre mira bien y mira por nosotros. En mis ratos de oración nocturna, entre pequeñas jaculatorias y peticiones, fui comprendiendo que Jesús quería que yo preparara mi corazón sacerdotal, un corazón pequeño y frágil como el de todos, como el de los niños, los padres, los padrinos, las familias, los amigos, los catequistas, el fotógrafo... todos tenemos un corazón siempre necesitado del perdón en la reconciliación para estar, como decía ayer a los niños... «¡limpiecitos para recibir a Jesús, el amigo que nunca falla y que no nos abandona nunca!». 

Las últimas palabras del pasaje del Evangelio de hoy (Jn 21,20-25), que son las últimas palabras de los cuatro Evangelios, porque San Juan fue el último de los evangelistas que escribió, me hacen adelantarme en espíritu a nuestra celebración de hoy pensando en nuestra propia historia, en nuestra propia vida y en nuestra relación con este Jesús, del que nos hablan los Evangelios, a quien estos pequeños recibirán por primera vez en la Eucaristía. ¿Qué hay en el futuro de estos niños y que querrán sus familias para el futuro de estos pequeños? Las vidas de estos pequeños, en este preciso instante en el que seguro estarán ya despiertos emocionados esperando el momento, están más marcadas por el futuro que por el pasado. El futuro es a lo que cada pequeño aspira, lo que desea, lo que va planeando según el camino que le muestran los adultos que los rodea... Sin duda, el futuro da forma al presente, mucho más que el pasado. Cada pequeño, como Pedro, como Juan en el Evangelio, ha de seguir a Cristo y cumplir el propósito para el que fue creado, porque si ellos y nosotros, de verdad pertenecemos a Jesús, formamos parte de su historia continua... 

Voy, para terminar la reflexión, a la parte del pasaje en donde Pedro, hablando de Juan, le pregunta: «—Señor, ¿qué va a pasar con éste?». Y es que esta pregunta me mueve a pensar en cada niño, en cada niña que hoy, radiantes con su túnica blanca recibirán a Jesús Eucaristía e ir de inmediato a la respuesta que Jesús da a Pedro: «—Si yo quiero que este permanezca vivo hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú, sígueme». Y es que, en realidad, yo no sé que va a pasar con cada uno de ellos... Algunos seguirán participando asiduamente en la Eucaristía luchando para estar en gracia y recibir cada domingo al Amigo Jesús. Otros, quizá la mayoría, no volverán a la Iglesia sino de vez en cuando hasta que sean adolescentes y puedan venir por sí solos, porque a muchos de ellos sus padres no los llevarán ya a Misa porque... «¡ya salieron del compromiso!». Cada niño trae sus propios dones, talentos y perspectivas. Entre ellos hay una gran diversidad que enriquecerá y fortalecerá a la Iglesia y al mundo. Que María cuide y proteja a cada chiquillo, a cada chiquilla y que vivamos un Pentecostés adelantado el día de hoy. ¡Bendecido sábado!

Padre Alfredo.

viernes, 6 de junio de 2025

MINISTROS SERVIDORES AL ESTILO DE CRISTO... Un tema especialmente para los ministros en la parroquia


La palabra «Ministerio» significa servicio, por lo tanto todo ministro en la comunidad eclesial es un servidor. He querido preparar este tema para ayudarnos a todos los que somos ministros, es decir «servidores» a asumir nuestro papel.

Quisiera empezar esta reflexión, con esta lectura del Evangelio de San Juan (Jn 10,11-18):

«Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. Pero el asalariado, que no es pastor, a quien no pertenecen las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye, y el lobo hace presa en ellas y las dispersa, porque es asalariado y no le importan nada las ovejas. Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, como me conoce el Padre y yo conozco a mi Padre y doy mi vida por las ovejas. También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor. Por eso me ama el Padre, porque doy mi vida, para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo; esa es la orden que he recibido de mi Padre». 

En la Iglesia el servidor cristiano, el que está al frente de algún grupo o ministerio, no puede ser alguien que se pueda conformar con servir a su manera o con dar el tiempo que le sobra.  El servidor da su vida, como lo vemos en tantos santos y beatos que, como la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento viven sirviendo hasta el último momento. 

El «servidor» es un discípulo–misionero de Cristo, obediente en todo a su Padre dejando actuar al Espíritu Santo con sencillez. Su vida debe ser todo servicio, porque lo único que busca es entregar su existencia para el servicio de Dios y de los demás. El ejerce su compromiso bautismal reinando en el servicio. 

Jesús es el maestro que nos enseña a servir y que nos dice: «Yo no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado.» (Juan 5,30b) y «de igual modo ustedes, cuando hayan hecho todo lo que les fue mandado, digan: Somos siervos inútiles; hemos hecho lo que debíamos hacer.» (Lucas 17,10). 

El servicio no es esclavitud, porque quien ama y quiere dar la vida es feliz de poder servir. El que ejerce algún ministerio en la Iglesia sirve con alegría. Sirviendo ejercemos nuestra identidad mas profunda. Somos hijos de Dios, imagen de su amor. Al servir ejercemos creativamente todos los dones y habilidades que Dios nos dio. Construimos el reino de amor.  

Jesús vivió 30 años de vida anónima en Nazaret como carpintero. Así nos enseñó que los trabajos de la vida diaria, aun los mas pequeños, hechos con amor esmerado, tienen un valor inmenso en los ojos de Dios. Muchos de estos trabajos son los que el servidor tiene que realizar. Algunas de las Misioneras Clarisas que convivieron con la beata María Inés, la recuerdan sirviendo la comida a los peregrinos en la casa de Garampi, en Roma, como una más de las hermanas, sin que nadie notara que ella era la superiora general. 

Jesús no vino para ser servido sino para servir, Él lavó los pies a sus discípulos, lo cual era un servicio reservado para los esclavos mas humildes o los hijos más pequeños. Si somos sus discípulos debemos imitarle. 

Aprendemos a servir contemplando la vida de Jesús y escuchándolo en la oración. No se trata solo de rezar a nuestra manera sino de escuchar a Dios y hablarle de los que servimos.  

Veamos ahora lo que nos dice el Evangelio de San Juan (Jn 17, 6-10):

 «A los que escogiste del mundo para dármelos, les he hecho saber quién eres. Eran tuyos, y tú me los diste, y han hecho caso de tu palabra. Ahora saben que todo lo que me diste viene de ti; pues les he dado el mensaje que me diste, y ellos lo han aceptado. Se han dado cuenta de que en verdad he venido de ti, y han creído que tú me enviaste. Yo te ruego por ellos; no ruego por los que son del mundo, sino por los que me diste, porque son tuyos. Todo lo que es mío es tuyo, y lo que es tuyo es mío; y mi gloria se hace visible en ellos». 

Hay un fenómeno que se repite constantemente en algunos servidores. Cuando oran suelen hablar demasiado y escuchar poco porque están centrados e inmersos en su propia agenda y quieren que Dios la realice. Entonces el trabajo se convierte en un activismo sin frutos duraderos porque no está guiado por Dios sino por el propio interés. El servicio en la Iglesia no es lucimiento. No, el servicio más bien luce, porque se pone en manos de Dios y Él lo guía.   

San Agustín escribió en sus Confesiones: «Optimo servidor tuyo es el que no atiende tanto a oír de ti lo que él quisiera, cuanto a querer aquello que de tí escuchare.» (Libro 10). 

Marta de Betania quería servir al Señor pero no entendía que primero debía escucharle sentada a sus pies. Por eso a su pregunta, le respondió el Señor: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada.» (Lc 10,41-42). 

El mas grande es el que mas sirve —y el que mas escucha—. Jesús sabía que Él era Dios: «sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía,» (Jn 13,3). Sin embargo sirve haciendo el trabajo mas humilde: «se levanta de la mesa, se quita sus vestidos y, tomando una toalla, se la ciñó....»  (Jn 13,4).

El servidor no trata de impresionar a nadie sino de servir amando. No se trata de activismo sino de ser dócil a la voluntad de Dios. 

Los Apóstoles camino a Jerusalén todavía no sabían escuchar. Así es el corazón del hombre sin la gracia. Busca puestos importantes. No entiende que todo puesto es solo en función de servicio según la voluntad de Dios. 

Veamos Marcos 10: 32-45:

«Iban de camino subiendo a Jerusalén, y Jesús marchaba delante de ellos; ellos estaban sorprendidos y los que le seguían tenían miedo. Tomó otra vez a los Doce y comenzó a decirles lo que le iba a suceder: "Miren que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y le matarán, y a los tres días resucitará." Se acercan a él Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, y le dicen: "Maestro, queremos, nos concedas lo que te pidamos." Él les dijo: «¿Qué quieren que les conceda?" Ellos le respondieron: "Concédenos que nos sentemos en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda." Jesús les dijo: "No saben lo que piden. ¿Podrán beber la copa que yo voy a beber, o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?" Ellos le dijeron: "Sí, podemos." Jesús les dijo: "La copa que yo voy a beber, sí la beberán y también serán bautizados con el bautismo conque yo voy a ser bautizado; pero, sentarse a mi derecha o a mi izquierda no es cosa mía el concederlo, sino que es para quienes está preparado." Al oír esto los otros diez, empezaron a indignarse contra Santiago y Juan. Jesús, llamándoles, les dice: "Saben que los que son tenidos como jefes de las naciones, las dominan como señores absolutos y sus grandes las oprimen con su poder. Pero no ha de ser así entre ustedes, sino que el que quiera llegar a ser grande entre ustedes, será su servidor,  y el que quiera ser el primero entre ustedes, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos".» 

Servir es una forma de ser, antes de convertirse en actividad. El servidor primero aprende a amar. Si ama a su Señor amará también servirle. El servicio desinteresado fluye del corazón que ama. Servimos porque somos servidores no porque hacemos lo que hace un servidor. Tenemos el corazón bien dispuesto por la escucha obediente al Señor. Esto pasa solamente cuando el corazón se asemeja al de Jesús en el amor. Esta es la obra del Espíritu Santo. Es por eso que María Santísima es el mejor ejemplo de servidora. Nadie ama a Jesús como ella. Ella es la mujer del FIAT, «hágase Tu voluntad"».

Leamos ahora Lucas 1,39-56 : 

«A los pocos días María se encaminó presurosa a un pueblo en la región montañosa de Judea. Al llegar, entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Tan pronto como Isabel oyó el saludo de María, la criatura saltó en su vientre. Entonces Isabel, llena del Espíritu Santo, exclamó: —¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el hijo que darás a luz! Pero, ¿cómo es esto, que la madre de mi Señor venga a verme? 44 Te digo que tan pronto como llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de alegría la criatura que llevo en el vientre. 45 ¡Dichosa tú que has creído, porque lo que el Señor te ha dicho se cumplirá!».

El amor y el servicio requieren esfuerzo y disciplina para ejercer dominio de si y usar las energías en obediencia a Cristo. Es vivir como María, que no pensó en ella primero, sino en llevar a Cristo a los demás. 

Solo así crecen las virtudes. Igual que un instrumento roto tiene poco uso, el hombre roto por el pecado sirve poco porque tiene poca virtud. La mala salud no es obstáculo para ser servidor. Jesús pide a cada uno un servicio perfectamente ajustado a su estado de vida y sus capacidades. Un paralítico sirve tremendamente a la Iglesia ofreciendo su vida en oración. Es el pecado el que nos rompe por dentro. La buena noticia es que Jesús vino a "repararnos", para que todos podamos amar y servir. 

 Iluminados por todos estos pasajes del Evangelio, quiero ahora compartirles diez consejos que considero son básicos para todo servidor: 

1. Esfuérzate como discípulo-misionero, por tener a Dios siempre en el primer lugar. Aliméntate siempre de una oración sincera para poder tener un autentico interés en los demás. Nuestra tendencia natural es la de pensar en nosotros mismos y lo que queremos. Si ponemos a Dios en primer lugar, Él nos guía. Recuerda siempre lo que dice la Escritura: «Subió Jesús a una montaña y llamó a los que quiso, los cuales se reunieron con él. Designó a doce, a quienes nombró apóstoles, para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar» (Mc 3,13-14). 

2. Hazte amigo de la Palabra. El amor es incondicional. Si no es incondicional no es amor, sino una manipulación egoísta. Lamentablemente la manipulación entre los llamados líderes es mas común que el verdadero amor. El servidor es un líder, pero un líder enamorado de la Palabra de Dios, recordando siempre que el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14) y esa Palabra se llama Jesús.   

3. Confía en el Señor mucho más que en ti mismo. Siempre nos llevará tiempo, a veces bastante tiempo, comprendernos a nosotros mismos y comprendernos unos a otros. Los servidores son generalmente personas muy ocupadas y por eso deben confiar en el Señor y hacer mucha oración, no hay nada que sustituya esos momentos de intimidad con el Señor en donde se crece en la confianza. «Hagan lo que Él les diga» (Jn 2,5). 

4. Comprométete a seguir aprendiendo siempre. El que está al servicio en un ministerio es alguien que siempre debe estar aprendiendo. Debe escuchar a Dios para poder acompañar, tratando de comprender lo que los demás están pidiendo. A veces Dios habla por medio de los más pequeños. La beata María Inés Teresa decía: «Acuérdense que el Espíritu Santo se puede manifestar en los más pequeños». La persona que ama a Dios es humilde y sabe que tiene mucho que aprender y que no enseña lo suyo, ni habla de lo suyo, sino de lo de Jesús, como hizo Juan el bautista: (Jn 1,29ss). ¡Deja actuar al Espíritu Santo!

5. Se el primero en llegar a servir amando. Amar a nuestro prójimo involucra llenar de manera visible, la promesa de Cristo: «No los dejare huérfanos: vendré a ustedes» (Jn. 14,18). El servidor debe estar siempre disponible. «Vengan a mí todos los que están cansados y agobiados, que yo los aliviaré» (Mt 11,28). 

6. Trata siempre a los miembros de tu comunidad como a iguales. El que Dios te haya puesto en un lugar de liderazgo no significa que tú seas «mejor» que otros. Precisamente el servidor que es líder es el que mas necesidad tiene de tener en cuenta las palabras de san Pablo: «Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre ustedes, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno.» (Rm 12,3). 

7. Se generoso en el elogio y en el estimulo legítimos a los demás. Las palabras de aliento y de ánimo edifican la estima propias de otros, levantan su autoestima. Sin embargo, las palabras de critica y de desaliento, así como las murmuraciones, matan el entusiasmo y el amor en los demás. Reconoce siempre las gracias, los dones, los carismas que Dios ha dado a cada uno. «Mi madre y mis hermanos son aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica» (Mt 12,46-50). 

8. Haz que los miembros de tu comunidad eclesial sean el «numero uno», prefiriéndolos a ellos por encima de ti. Este es otro punto en el cual vemos una clara diferencia entre el servidor como líder que ama y el que quiere ser un poderoso, que manipula a otros. El líder debe ser humilde y pensar en dar el primer lugar a los demás antes que a si mismo. Pero el que quiere ser poderoso busca ser el «number one» él mismo, «ejerciendo su propia influencia» y «ganando por intimidación». María santísima, en las bodas de Caná, es ejemplo de este valioso liderazgo, ella actúa calladamente. «Cuando el vino se acabó, la madre de Jesús le dijo: —Ya no tienen vino.» (Jn 2,3). 

9. Trabaja siempre unido a tu párroco y a los demás servidores, haciendo Iglesia y compartiendo el amor a la Iglesia. Un servidor es un «miembro de la Iglesia» que no realiza su misión en paralelo sino en unidad. «Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado». (Jn 17,11ss). «Perseveraban unánimes cada día en el Templo, y partiendo el pan en las casas comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvados» (Hch 2,47). 

10. Por último, se un enamorado de María, la humilde sierva del Señor. El amor a María enseña a todo servidor a amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma, con toda su mente y con toda su fuerza y a su prójimo como a sí mismo. (cf. Lc 10,27). María es la «Sierva del Señor» (Lc 1,38). 

Lo que sucedió en la Iglesia primitiva, donde claramente vemos que todo don recibido es para el bien común, ha de seguir aconteciendo en la entrega desinteresada de uno mismo por los demás (1 Co 12:6-7). En el libro de los Hechos, San Lucas incluye relatos de hombres y mujeres que escuchan el evangelio, responden y sirven a sus comunidades eclesiales, siguiendo el ritmo del arrollador movimiento del Evangelio hacia el exterior (Hch 1,8). Muchos de ellos no dirigieron grandes ministerios, no escribieron libros de la Biblia ni predicaron a multitudes. La mayoría permaneció en el anonimato. Dios quiso utilizar a estos ministros, a estos servidores allí donde estaban, con los dones que tenían, para edificar y animar a su Iglesia. 

Dios sigue obrando a través de tales servidores en nuestras comunidades hoy, y todos necesitamos caminar en la unidad, recordando que somos «peregrinos de esperanza»,  y que, como dice la Bula para el jubileo del 2025, citando a la carta a los Romanos «la esperanza no defrauda» (Rm 5,5) y hemos de ser animados y equipados al igual que aquellos que tienen dones más visibles.

Nuestra comunidad eclesial, necesita de todos sus servidores y de todos sus dones (1 Co 12,14-20). Cuando animamos a todos los ministros a usar sus dones para la gloria del Dador, el Espíritu Santo los usa para edificar su Iglesia.

¡No dejen solos a sus párrocos!

 Padre Alfredo.

«Un corazón nuevo»... UN PEQUEÑO PENSAMIENTO PARA HOY


Al ver el Evangelio de este día, me ha venido a la mente mi querido amigo que Dios goce, —porque fue llamado a su presencia hace apenas unos meses— el padre Humberto García Badillo, a quien cariñosamente llamamos siempre «Badillo», dado que sonaba más que el García y lo distinguía de los demás Humbertos que había en el Seminario, pues fuimos compañeros todos los años de nuestra formación en el seminario. Badillo nos compartía, en diversas ocasiones, incluso siendo ya sacerdote, sus experiencias como pastor, ya que él, cuando fue llamado por el Señor, apacentaba un rebaño de ovejas en su querida Arteaga, Coahuila. Era casi inevitable que, cuando nos topábamos con pasajes de la Escritura que tocaban el tema pastoril, Badillo nos compartiera alguna anécdota, algún recuerdo, algún ejemplo en torno a las ovejas. Entre otras cosas nos decía que, «pastorear» o «apacentar» a las ovejas, significa mucho más que solamente acarrearlas y darles de comer. Significa todo el trabajo de un pastor: alimentar, guiar, cuidar, proteger, curar y atender a sus ovejas.  

En el pasaje del Evangelio de hoy (Jn 21,15-19), a Pedro, que como sabemos, el Señor puso al frente de la Iglesia, le pide ahora que «apaciente» y «pastoree» a los primeros creyentes en Cristo y le ayude a construir su Iglesia. Pedro debía recordar que al haber recibido las llaves del Reimno, a pesar de haber negado tres veces a Jesús, no podía hacer a un lado la responsabilidad de dirigir, proveer y proteger a las ovejas, porque había sido llamado por amor, no por sus capacidades humanas. Esta es una analogía para el pastor en la iglesia (1 Pe 5,1-4). Pedro debe proveer la comida espiritual que se sirve en la mesa de la Palabra y en la mesa de la Eucaristía (Dei Verbum 21). Pedro, a la cabeza de la Iglesia, debe proteger del engaño y de las doctrinas falsas a todos los que están bajo su cargo, así como el pastor debe cuidar a sus ovejas de los depredadores. Al aceptar esta responsabilidad sería difícil para Pedro regresar a su antigua profesión de pescador; más bien tendría que cumplir la voluntad de Jesús cuando lo llamó y le dijo que haría de él un «pescador de hombres» (Lc 5,10).  

Pero Pedro no está solo, también nosotros estamos llamados a pastorearnos unos a otros y a cuidarnos y velar los unos por los otros. Y es que el hecho de que Pedro haya sido claramente perdonado y se le hayan dado nuevas responsabilidades, que llegaban al apostolado a pesar de su total negación del Señor, puede dar una esperanza genuina para muchos cristianos de hoy cuando sientan que han negado a Jesús y que eso es imperdonable. Cristo no pide otra cosa que nuestro arrepentimiento para volver «al primer amor» (Ap 2,4-5). Antes de la crucifixión del Señor, hemos de recordar que san Pedro sufrió una derrota ignominiosa alrededor de una fogata ante una sirvienta, negándolo. En el relato de hoy, alrededor de otra fogata, Cristo tiernamente habla con el discípulo apenado y arrepentido y no pregunta, «¿te arrepientes?» ni, «¿prometes no volverlo a hacer nunca más?» Jesucristo, que ha leído ya en el rostro de Pedro su arrepentimiento, le pide, como a cada uno de nosotros en la confesión, un corazón nuevo, porque sabe que una vez que le hayamos dado eso, vendrá lo demás. Unidos a Pedro, con María y toda la Iglesia, sigamos construyendo la Iglesia que, como reza el dicho: «De los arrepentidos se vale el Señor». ¡Bendecido viernes! 

Padre Alfredo.

jueves, 5 de junio de 2025

«Una tarea incansable»... UN PEQUEÑO PENSAMIENTO PARA HOY

Cuando éramos seminaristas de los últimos años de teología en el Seminario de Monterrey, uno de mis padrinos de ordenación sacerdotal, monseñor Juan José Hinojosa Vela —el otro es monseñor Juan Esquerda Bifet— hoy de feliz memoria y muerto en olor de santidad, nos decía que fuéramos pidiendo por las personas que íbamos a encontrar en un futuro en los lugares a los que fuéramos destinados como sacerdotes y así hicimos. Ahora que me encuentro con el pasaje del Evangelio que la liturgia nos propone para la misa de hoy (Jn 17,20-26) veo con cuánto sintonía con el Evangelio monseñor pensaba esto. En este pasaje Jesús, dirigiéndose a su Padre Dios exclama: «Padre, no sólo te pido por mis discípulos, sino también por los que van a creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti somos uno, a fin de que sean uno en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado».

El diálogo filial amoroso entre Jesús y el Padre, nos incluye a todos en todo momento. Estas palabras expresan una gran preocupación de Jesús por nosotros que lo conocemos desde el vientre materno y por todos aquellos que aún no le conocen y por lo tanto no le aman. ¡Qué palabras tan actuales para animarnos a ejercer nuestra tarea de discípulos–misioneros! Una tarea que ha de ser incansable en medio de un mundo al que el papa León XIV, recién elegido, ante la multitud de la plaza y de todo el mundo, clamaba, en un mundo asolado por guerras, muertes y sufrimiento, por la paz, apelando a la necesidad urgente de una Iglesia unida, capaz de ser un signo de unidad y comunión en una realidad fragmentada por tantas ideologías que van y vienen queriendo inundar el corazón del hombre que, en el olvido de Dios, camina en el vacío. ¡Cuánto tenemos que pedir por los que no conocen a Dios pero también por los que lo han olvidado!

Ciertamente, como leí por allí, no habrá paz si los creyentes no aprendemos a vivir y convivir unidos, profundamente conocedores del amor de Dios por cada uno y por todos, apasionados por anunciarle y ser signo de paz y fraternidad. ¡Hay mucho que hacer! Quiero terminar la reflexión con un cuento que nos trae a la práctica lo meditado: «Un anciano labrador tenía varios hijos que se llevaban mal entre sí y se peleaban constantemente. Un día los reunió a todos y mandó traer unas cuantas varas, las colocó todas juntas e hizo un manojo con ellas, les preguntó cuál de ellos se atrevía a romperlo. Uno tras otro todos se esforzaron para hacerlo y ganar, pero ninguno pudo conseguirlo. Entonces el padre desató el manojo y tomando las varas una a una les mostró qué fácil se partían, y enseguida les dijo: —De esta manera, hijos míos, si están todos unidos nadie podrá vencerlos; pero si están divididos y enemistados el primero que quiera hacerles mal lo logrará». Unidos con María nos mantendremos firmes y unidos en la fe. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!

Padre Alfredo.

miércoles, 4 de junio de 2025

«¿Qué más podría regalarnos el Señor?»... Un pequeño pensamiento para hoy


Estamos celebrando aún la Pascua de la resurrección del Señor. Pero el Señor, de modo definitivo, se ha ido ya de la vista de los apóstoles y subió al cielo. Los ha dejado, esta vez sí, ya para siempre. ¿Qué palabras tan entrañables, de cariño y de amistad sincera, tendría que decirles? ¿Cuáles serían sus últimos consejos y recomendaciones?... En estos días, previos a la fiesta de Pentecostés es lo que escuchamos, una serie de «encargos» que los seguidores de Jesús habrán de recordar. Por eso el Evangelio nos lleva a una serie de palabras conmovedoras de Cristo en la Última Cena, palabras que suenan a despedida, pero en un tono de «me voy, pero me quedo». Porque, aunque nosotros sabemos, por experiencia propia, que toda despedida es, en general, un momento triste y doloroso, los primeros cristianos habrán de ir comprendiendo cada día con más claridad, que Jesús se quedará espiritualmente presente entre los suyos por medio de su amor y de su presencia en la Eucaristía. Nos dejó, además, su Evangelio, la Iglesia y los sacramentos… ¿Qué más podía regalarnos?

¡Hay algo más!... El próximo domingo celebraremos la fiesta de la Pentecostés, la venida del Espíritu Santo. Así nacerá la Iglesia. Será su solemne «inicio» en el tiempo, y durará aquí en la tierra hasta que se clausuren los siglos y comience la eternidad. Por eso, nuestro Señor nos prometió el Espíritu Santo, el Espíritu «que procede del Padre y del Hijo» –como afirmamos convencidos en el Credo— y que es el amor recíproco entre el Padre y el Hijo, el Amor que es persona divina, la tercera Persona de la Trinidad Santísima. Así, aquella primera comunidad de creyentes pasará de tener a Jesús acompañándole físicamente en el camino de la vida, a tener en el alma, en todo momento, el Espíritu. Que les asistirá y les dará luz como a los apóstoles, que les facilitó enormemente la ardua misión de extender, traspasando fronteras, el Evangelio por el mundo que les esperaba. Cristo sabe que el Espíritu cuidará de la unidad de aquellos, como el Padre y él son Uno (Jn 17,11-19).

Esta semana, que nos prepara a Pentecostés, se constituye en un espacio de tiempo privilegiado para que nosotros también, como aquellos primeros cristianos, tomemos consciencia de los «encargos» que Jesús nos hace y crezcamos en la unidad. Porque, el Espíritu Santo, vendrá no solamente al templo, al grupo parroquial, a las misas de este próximo domingo... ¡No!... El Espíritu vendrá a impregnar toda nuestra vida, nuestro ser y quehacer en todas partes en donde un discípulo–misionero de Cristo está presente. Recuerdo que Juan Pablo II escribió una encíclica con el tema de la unidad de los cristianos: «Ut Unum Sint» —«Para que sean uno»—. Este valioso documento eclesial afirma que la unidad no es algo opcional ni secundario, sino una cuestión fundamental para la misión de la Iglesia. La unidad, está en el corazón del Evangelio, y cada uno de nosotros está llamado a caminar junto a los hermanos, buscando la unidad a través de la oración, el diálogo y el testimonio compartido. Que María, presente en aquel día de Pentecostés, nos ayude. ¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

martes, 3 de junio de 2025

Mantenernos firmes en la verdad... Un pequeño pensamiento para hoy


En el marco de esta última semana de Pascua celebramos la memoria de los mártires San Carlos Lwanga y compañeros, un grupo de hombres valientes que, en África, antes de sucumbir a la tentación de renegar de Dios, se mantuvieron firmes en la fe ante un rey que infestado de mundanidad quería pervertirlos y con ello pervertir su fe. Carlos y sus compañeros nos enseñan que haciendo vida lo que hemos recibido en el bautismo, encontramos el fundamento de la santidad junto a la verdad divina que Jesús, intercediendo por nosotros —como muestra el Evangelio de hoy (Jn 17,1-11)— pide al Padre que nos mantenga en la verdad. Y es que, en el fondo, la verdad divina es el fundamento de la santidad. 

Por eso en la vida de San Carlos Lwanga y sus compañeros podemos captar que la consagración de vida es una preparación para la misión y también para una vida de profunda unión y comunión con Dios, que, en el caso de ellos, tuvo su culmen en el martirio, en la entrega de la vida, en el testimonio de fe. El martirio de estos santos se convierte para nosotros en el recuerdo de que, en la fidelidad a la verdad, podemos alcanzar la verdadera libertad y la gloria en Dios. Libertad para ofrecer nuestra vida en oblación sin miedo a ninguna situación y sin temor ninguna circunstancia. Si mantenemos siempre nuestra fe en la verdad, mantendremos siempre la fe en Dios, que nos llamó para estar con él y para enviarnos a predicar (cf. Mc 3,13-14).

En estos días he tocado, tanto aquí como en las predicaciones de Misa, el tema de las tribulaciones, algunas de ellas manifestadas en persecuciones visibles, pero, si nos mantenemos firmes confiando en que Jesús intercede constantemente por nosotros ante el Padre misericordioso, vencemos como él (Jn 16,33). En nuestro mundo actual, muchas veces vivimos persecuciones veladas, persecuciones sutiles, pero aun en esas situaciones debemos mantenernos fieles a nuestra vocación que es la santidad. Debemos mantenernos fieles a Dios. En todo tiempo y lugar, incluso por supuesto en medio de las tribulaciones, estamos llamados a una postura de amor y entrega por la verdad divina, que es siempre permanente. Jesús, hermanos y hermanas, es la vida de los mártires, también de los mártires que, como dice Santa Teresita del Niño Jesús, mueren a costa de los alfilerazos de cada día. Que hoy y siempre, bajo el amparo de María, nos sintamos respaldados por el Señor, que es el fundamento de nuestra santidad, que es el fundamento de la verdad, de nuestra vocación y misión. ¡Bendecido martes!

Padre Alfredo.