martes, 31 de marzo de 2020

Una manera rápida y amena de cómo hacer la oración diaria con recomendaciones y ayudas prácticas...

Los católicos sabemos qué es la oración, entendemos que debemos alabar a Dios, conocemos qué debemos pedir y dónde es más adecuado hacer oración, pero aquí para muchos llega la parte crucial: ¿Cómo hacer oración?

Estando en el lugar apropiado, dice por ejemplo san Anselmo de Canterbury: «Entra en el aposento de tu alma; excluye todo, excepto Dios y lo que pueda ayudarte para buscarle; y así, cerradas todas las puertas, ve en pos de Él. Di, pues, alma mía, di a Dios: busco tu rostro Señor; Señor, anhelo ver tu rostro.» (San Anselmo de Canterbury, Proslogión, cap. 1) 

Hay muchas formas de hacerlo, aquí va un método muy sencillo que te puede ayudar:

Antes de entrar en el momento de oración, hay que determinar cuánto tiempo se le va a dedicar. A veces se siente que el corazón se desborda y se sienten disposiciones en el alma para estar fácilmente haciendo oración por mucho tiempo; por el contrario, otras veces no se tienen las ganas o la disposición, el alma está seca o existen dificultades de muchos tipos dificultades para la oración y tras un par de minutos llega la desesperación. Como hacer oración requiere formar un hábito es buena idea comenzar con poco tiempo —por ejemplo cinco minutos—, incrementando poco a poco el tiempo —media hora en la mañana y media hora en la tarde son una meta ambiciosa, pero adecuada para este mundo moderno—. También debes notar que la oración es importante hacerla a hora fija para tener más disciplina y orden en tu vida.

Una vez que has determinado donde, cuándo y cuánto tiempo harás de oración hay que dejar que pasen algunos segundos para tranquilizarse y que la mente esté despejada de lo que se ha hecho en el día y entonces uno se pone en presencia de Dios. Para hacerlo se puede repetir en voz alta o mentalmente: «Señor mío y Dios mío, creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes, te adoro con profunda reverencia, te pido perdón de mis pecados y gracia para hacer con fruto este rato de oración. Madre mía Inmaculada, San José mi Padre y Señor, Ángel de mi guarda, intercedan por mí.»

Para empezar la oración, es bueno recordar el orden y las cosas que se van a tratar y a pedir en la oración. La beata María Inés Teresa nos recuerda: «Te espera tu Divino Señor para comunicarte sus regalados favores en la oración íntima» (Lira del Corazón).

Se puede también tomar un libro de lectura espiritual o las Sagradas Escrituras para meditar y comentar con Dios en la oración. «Meditar lo que se lee —dice el Catecismo de la Iglesia Católica— conduce a apropiárselo confrontándolo consigo mismo. Aquí, se abre otro libro: el de la vida. Se pasa de los pensamientos a la realidad. Según sean la humildad y la fe, se descubren los movimientos que agitan el corazón y se les puede discernir. Se trata de hacer la verdad para llegar a la Luz: "Señor, ¿qué quieres que haga?"». (CEC 2706)

Decir sinceramente: Señor, ¿qué quieres que haga?, supone hacer uno o varios propósitos prácticos que se buscarán vivir en las próximas horas. Esas resoluciones, hay que decírselas a Él y pedirle ayuda para cumplir con lo que se le promete.

Se puede hacer oración recurriendo a María, con sencillez meditando el Avemaría y con Isabel, maravillarse y decir: «¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?» (Lc 1, 43). Porque nos da a Jesús su hijo, María es madre de Dios y madre nuestra; podemos confiarle todos nuestros cuidados y nuestras peticiones: ora para nosotros como oró para sí misma: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Confiándonos a su oración, nos abandonamos con ella en la voluntad de Dios: «Hágase tu voluntad». «Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte». Pidiendo a María que ruegue por nosotros, nos reconocemos pecadores y nos dirigimos a la «Madre de la Misericordia», a la Virgen Santísima. Nos ponemos en sus manos ahora, en el hoy de nuestras vidas. Y nuestra confianza se ensancha para entregarle desde ahora, la hora de nuestra muerte. Que esté presente en esa hora, como estuvo en la muerte en Cruz de su Hijo y que en la hora de nuestro tránsito nos acoja como madre nuestra (cf Jn 19, 27) para conducirnos a su Hijo Jesús, al Paraíso. (cf. CEC 2677)

Para terminar la oración se puede decir en voz alta o mentalmente: «Te doy gracias, Dios mío, por los buenos propósitos, afectos e inspiraciones que me has comunicado en esta meditación; te pido ayuda para ponerlos por obra. Madre mía Inmaculada, San José mi Padre y Señor, Ángel de mi guarda, interceded por mí. Amén».

Padre Alfredo.

«HACER LO QUE AGRADA AL PADRE»... Un pequeño pensamiento para hoy

«El que me envió está conmigo y no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que a él le agrada» dice Jesús hoy en el Evangelio (Jn 8,21-30). Jesús se hace prójimo de todos aquellos que nos sabemos amados por el Padre, nos acoge en su corazón como a la gente de su tiempo que esperaba la llegada del Mesías que vendría a liberar de la vida de pecado. Jesús empatiza, se compadece y nos acompaña siendo portador de la misericordia del Padre que lo ha enviado. Pero este mismo Jesús, es signo de contradicción, y lo será sobre todo cuando sea —como nos recuerda el evangelista— elevado en la cruz, donde, dando cumplimiento al designio de salvación, revelará los pensamientos secretos del corazón y manifestará plenamente su identidad de Hijo que dice y hace siempre lo que agrada al Padre. Y en aquel tiempo, cuando Jesús decía esto, mientras se iba profundizando el distanciamiento con los adversarios, la perícopa evangélica concluye con una inesperada nota de esperanza: «Cuando les exponía esto, muchos creyeron en él» (v 30).

La mirada de Jesús, en medio de la adversidad, es siempre contemplativa, se funda en la fe y por eso no objetualiza ni al otro ni a las circunstancias; se relaciona de manera personal con cada uno, va más allá de la ley para con todos, sintoniza con el misterio que fundamenta lo creado, con lo fontanal, el amor de Dios, y desde allí muestra el sueño del Padre misericordioso para la humanidad, y cómo este está aconteciendo en el aquí y ahora en su persona. Jesús no viene a abolir la ley, sino que la plenifica sintetizándola en el amor a Dios y al prójimo porque así es como se agrada al Padre. Muchos de los contemporáneos de Jesús esperaban a un mesías nacionalista que liberaría a Israel de la humillación de ser una nación sometida al poder imperial romano. Este mesías sería, según ellos, un rey Justo, que gobernaría a Israel, e instauraría el reino de Dios, con poder y gloria. Soñaban, pues, con «una patria liberada del yugo opresor y nadando en la abundancia, para poder vivir disfrutando de ese cúmulo de bienes, sentidos como dones de su Dios». Algunos de los discípulos de Jesús, contagiados por las ideas del tiempo, como sucede hoy a muchos creyentes, de alguna manera también participaban de esas expectativas. El reino del que habla Jesús no es que todo sea de color de rosa para los hijos de Dios. En este reino que se empieza a establecer, él es «el hijo y hermano, que nos hermana en su corazón para hacer lo que agrada al Padre». Por eso, se dice también que Jesús es la parábola del Padre. Lo que él anuncia está aconteciendo en él, en su praxis, en su palabra, en sus relaciones, en él Dios reina.

Estamos en días de encierro en donde parece que Dios va dormido en la barca. Muchas de las noticias que escuchamos en relación con el covid-19 no son muy alentadoras que digamos. Hay gente asustada, temerosa. Me llama la atención que gente que no asistía a Misa ni siquiera los domingos, resulta que ahora la ve diario dos o tres veces por Facebook cada día e implora clemencia porque tiene miedo de que con esto llegue el fin del mundo. El diccionario de la Real Academia de la lengua española define al miedo como: «Una perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o imaginario». Ciertamente que no es una tarea fácil dejar de sentir miedo cuando vivimos rodeados de un peligro que es real y que amenaza constantemente nuestra existencia. Pero no podemos convertirnos en ermitaños asustadizos en nuestras cuevas. Debemos ser muy prudentes, pero jamás permitir que este estado de confinamiento y de quietud en la cuarentena nos arranque el derecho a vivir la fe sin miedo. El derecho a sentir que nuestro corazón late al unísono del divino Corazón de Jesús haciendo desde casa lo que le agrada al Padre. Es tiempo de encierro, pero no de desesperanza; es tiempo de quietud, pero no de modorra; es tiempo de silencio pero no de vivir con miedo trémulo que paralice... es tiempo de vivir en Cristo para agradar al Padre como lo agradaron los santos. Ya sabemos que en la Iglesia Católica el número de santos, debido a su gran historia, es muy elevado, por lo que se festejan varios el mismo día. Hoy se festejan, entre otros Benjamín, Cornelia, Amadeo y Amós. Que ellos y María de Nazaret, la mujer pobre que se sabe sierva de Yahweh (Lc 1,48.54), que es para nosotros paradigma y ejemplo histórico de lo que significa agradar al Padre como Jesús nos ayuden a agradar a nuestro Padre Dios. ¡Bendecido martes!

Padre Alfredo.

lunes, 30 de marzo de 2020

«En comunión espiritual»... Un pequeño pensamiento para hoy


En un documento de san Juan Pablo II llamado «Mane nobiscum Domine» (Señor, quédate con nosotros) del 17 de octubre de 2004, el santo Papa escribía: «La Misa, aun cuando se celebre de manera oculta o en lugares recónditos de la tierra, tiene siempre un carácter de universalidad. El cristiano que participa en la Eucaristía aprende de ella a ser promotor de comunión, de paz y de solidaridad en todas las circunstancias de la vida» (N˚ 27). ¡Cómo ha resonado este número de este precioso documento de san Juan Pablo II en mi corazón en medio de esta desolación que vive nuestra Iglesia ante esta adversidad! ¡Nos hace falta la Eucaristía! me dice mucha gente al comentar mi diario mensaje. Alguien me decía: ¡Ya sé el dolor que sienten quienes por diversas situaciones no pueden comulgar! Pero, estas palabras del Papa san Juan Pablo son muy consoladoras. Primero, por el carácter universal que nos recuerda que tiene la celebración de la Eucaristía y segundo porque la participación en la Eucaristía ha sido para todos, como se puede palpar en estos días escuela para aprender de ella a ser promotores de comunión, de paz y de solidaridad en todas las circunstancias de la vida. Yo cada día tengo la dicha de celebrar aquí en casa con mi mamá y todos los días pido por todos alcanzando a ver cuán cierto es esto que decía san Juan Pablo.

Al quedarnos todos en casa por la contingencia, y algunos como yo, además por cuestiones de salud, nos sabemos promotores de comunión acatando las disposiciones que nos dan y que nos dejan ver en el ambiente de casa ese «sabor a Eucaristía» compartiendo la comunión de una manera nueva, la paz en el corazón lleno de esperanza y la solidaridad acatando instrucciones. Muchas parroquias están transmitiendo la Misa por Facebook o Youtube, es una buena oportunidad para vivir y compartir la fe a distancia. A Jesús la gente de su tiempo le ponía trampas, como narra el Evangelio de hoy (Jn 8,1-11). Le ponían trampas aprovechándose de la ley, que los escribas y fariseos veían como letra simplemente pasando por encima de la caridad, del perdón y de la compasión. E nosotros, que somos sus seguidores, el mundo, contagiado por las asechanzas del enemigo nos sigue poniendo trampas, trampas sencillas como es la de la desesperación o del aburrimiento en estos días; la trampa del no aguantarse unos a otros; la trampa del egoísmo que aún en casa estando juntos puede querer emboscar. Por eso es tan importante el participar en la Misa a distancia o el leer en las diversas aplicaciones las lecturas del día y unirse a tanta gente que quisiera, en tiempo ordinario, tener la Eucaristía por lo menos una vez al mes y no llegan los misioneros por la escasez de personal.

Hoy, entre los santos de la Iglesia se celebra a uno de los santos del tiempo de la persecución religiosa en México, el padre Julio Álvarez. Él nació en Guadalajara, Jalisco el 20 de diciembre de 1866. Fue párroco de Mechoacanejo, Jal. (Diócesis de Aguascalientes), y allí pasó toda su vida sacerdotal. Un hombre cariñoso, padre y amigo de los niños, un hombre pobre que vivió entre los pobres, un sacerdote sencillo. Eran tiempos en los que también la gente permanecía en sus casas, no por plagas sino por la desdicha de la persecución religiosa. El padre Álvarez, decidió quedarse en su parroquia a pesar de los peligros. Allí celebraba y administraba los sacramentos ocultamente en los ranchos, pero fue aprehendido cuando se dirigía al rancho El Salitre el 26 de marzo de 1927. El jefe de los soldados le preguntó al Padre si era sacerdote, y él no lo negó. Allí comenzó su calvario. Lo llevaron a San Julián caminando, atado a la silla de un caballo. El 30 de marzo de 1927 fue conducido al lugar de la ejecución. «Mi delito es ser ministro de Dios —dijo—, yo les perdono a ustedes. En medio de la situación nunca olvido ni renegó de su condición de sacerdote y unido a la Eucaristía, en una constante comunión espiritual entregó su vida en el momento en que fue fusilado. Su cuerpo quedó tirado sobre un basurero cercano a la iglesia parroquial. Yo conozco san Julián y soy testigo de la devoción que el pueblo le tiene. Qué en medio de toda esta situación difícil él y María Santísima nos ayuden a vivir en comunión espiritual con Jesús Eucaristía mientras pasa la prueba. ¡Bendecido lunes!

Padre Alfredo.

domingo, 29 de marzo de 2020

«En estos tiempos difíciles la vida sigue»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hoy domingo en casa mi madre y yo tenemos gran fiesta. Ella cumple 85 años y estamos los dos solitos en esta contingencia. Gracias a la tecnología podremos compartir la Misa con la familia más cercana para dar gracias a Dios por esta bendición. Dice la Escritura que los caminos de Dios no son las nuestros y vaya que es verdad... ¡Yo había pensado en la Misa de 12 en la parroquia y luego una comida juntos! El Señor dispuso todo diferente y aquí estaremos en santo encierro y acompañados del Señor, de su Madre Santísima y de toda la corte celestial, así que seremos muchos. Parece que la cuarentena se extiende por unas semanas más y con ella esta oportunidad de vivir la vida en plenitud a la manera que Dios quiere. Desde aquí, desde casa, nos centramos, como dice Santa Teresa en lo esencial (Camino 1,5), haciendo lo poquito que cada uno pueda para construir —desde lo secreto de nuestros hogares— un mundo más humano, para consolar a un afligido, para ayudar a un necesitado, ya que en estos tiempos recios son menester amigos fuertes de Dios. Dice también la santa de Ávila: «El Señor solo nos pide dos cosas en las que tenemos que trabajar: amor a Dios y al prójimo. Si las cumplimos con perfección, hacemos su voluntad y estaremos unidos con él» (quintas Moradas 3,7). Y aquí, con el prójimo más próximo en estos días de cuarentena está su voluntad. ¡Felices 85 mamá!

Por otra parte, hoy nos topamos con la perícopa evangélica de la «resurrección de Lázaro», un hermoso y largo fragmento del Evangelio (Jn 11,1-45) que prepara directamente los acontecimientos pascuales, explicitando uno de los aspectos fundamentales de la cristología del evangelista san Juan: En un lento y delicado crescendo, en el relato, se pasa de la narración de la enfermedad (vv. 1-6), la muerte y la sepultura (vv. 7-37) a la resurrección al cuarto día (vv. 38-44). Entre líneas, y de una manera muy bella, aparece la humanidad llena de ternura de Jesús —que no reprime las lágrimas ni los sollozos por su amigo (vv. 33.35)—, la confidencialidad de la amistad (vv. 21-24.32.39s) y el misterio de la filiación divina (vv. 4-6.14-15.41s). Entre las múltiples consideraciones posibles que con todo esto de telón de fondo podemos hacer, yo quiero detenerme —por esta cuestión especial que estamos viviendo de la cuarentena por el coronavirus covid 19—en el llanto de Jesús junto a la tumba de su amigo Lázaro. Me impresiona de verdad que si el Maestro sabía que iba a devolverle la vida, ¿por qué llora? Sus lágrimas, que son tan reales como las de cualquiera de nosotros ante el dolor, tienen también un valor simbólico. Se trata —según alcanzo a ver— de todas las miserias humanas —cuyo culmen es la muerte corporal—, que producen en Jesús esas lágrimas de compasión. Todo el misterio de la redención es un misterio de compasión y de amor no solamente por Lázaro, sino por cada uno de nosotros.

¡Qué misterios encierra cada fragmento del Evangelio y qué muestras del amor y de la misericordia del Señor! Por eso el Evangelio movió siempre la vida y los sentimientos de los santos y de los beatos en la Iglesia. Hoy, por cierto, la Iglesia celebra entre ellos a tres santos mártires del siglo V: San Armogastes, san Arquinimo y san Saturno, mártires, que en África, en tiempo de la persecución desencadenada por los vándalos bajo el rey arriano Genserico, sufrieron graves suplicios y oprobios por la confesión de la verdad y por su amor profundo al Evangelio compartiendo y repartiendo a todos la Buena Nueva con los mismos sentimientos de Cristo (c. 462). El Señor Jesús todo lo dispone para que creamos, como Martha, como Lázaro, como María la Betania y María su Madre Santísima. Mejor es el llanto de Cristo por nosotros que nuestro vivir tranquilo y acomodado creyéndonos, como dijo el Papa Francisco, inmunes en medio de un mundo enfermo. Mejor es morir para resucitar escuchando el grito del Amigo Jesús que nos llama. «Señor Jesús, cuando por nuestra miseria estemos muertos, desintegrados, no permitas que dejemos de creer que tú lo puedes todo, porque lo quieres por la fuerza de tu amor y tu obediencia al Padre. El Padre siempre te escucha porque se complace en ti. Tú, que eres la vida y compartes nuestro morir cotidiano, tú nos harás salir del sepulcro, de todos los sepulcros en los que caemos por la debilidad de nuestra fe». Encomiendo a sus oraciones a mi amigo y tocayo Alfredo de la Garza que ayer, aquí muy cerca, fue llamado intempestivamente a la presencia de Dios debido a un infarto fulminante. Mis condolencias a Susy y a toda su familia en estos días en que ni funerales podemos tener. Descanse en paz. ¡Bendecido domingo!




Padre Alfredo.

sábado, 28 de marzo de 2020

LA ESPIRITUALIDAD DE LOS MINISTROS EXTRAORDINARIOS DE LA COMUNIÓN EUCARÍSTICA*...

Una espiritualidad laical que sea auténtica, no puede ser sino una espiritualidad que tenga su centro en Jesús Eucaristía. Aunque el tema de la formación y espiritualidad es para todos los fieles cristianos, de una manera muy particular, es para el Ministro Extraordinario de la Comunión Eucarística (MECE).

«Inmensae Caritatis» de san Pablo VI, (29 de enero de 1973), es el documento de la Iglesia que permite la institución de MECES (Ministros Extraordinarios de la Comunión Eucarística), sin embargo, se debe complementar con el documento de san Juan Pablo II «Christifideles Laici» que habla de la misión del laico en la Iglesia y en el mundo, evitando la clericalización de los MECES, y recordándoles su identidad laical secular que exige una espiritualidad o estilo o forma de vivir según las exigencias cristianas, la cual es «la vida en Cristo» y «en el Espíritu», que se acepta por la fe, se expresa por el amor y, en esperanza, es conducida a la vida dentro de la comunidad eclesial.

Entre los elementos de espiritualidad que todo MECE tiene que hacer suyos sobresale la oración. La oración tanto personal como litúrgica y de grupo, es un deber de todo MECE. Jesucristo, evangelio del Padre, nos advierte que sin Él no podemos hacer nada (cf. Jn 15, 5). Él mismo en los momentos decisivos de su vida, antes de actuar, se retiraba a un lugar solitario para entregarse a la oración y la contemplación, y pidió a los Apóstoles que hicieran lo mismo. Esta vida intensa de oración debe adaptarse a la capacidad y condición de ministro, de modo que en las diversas situaciones de su vida pueda ir siempre «a la fuente de su encuentro con Jesucristo para beber el único Espíritu» (1 Co 12,13). En este sentido, la dimensión contemplativa no es un privilegio de unos cuantos en la Iglesia; al contrario, los MECES deben tener una espiritualidad orientada a la contemplación de las verdades fundamentales de la fe: los misterios de la Trinidad, de la Encarnación del Verbo, de la Redención de los hombres, y las otras grandes obras salvíficas de Dios.

La espiritualidad cristiana se alimenta ante todo de una vida sacramental asidua, por ser los Sacramentos raíz y fuente inagotable de la gracia de Dios, necesaria para sostener al creyente en su peregrinación terrena. Así, la espiritualidad del MECE se alimenta ante todo de una vida sacramental asidua, por ser los sacramentos raíz y fuente inagotable de la gracia de Dios, necesaria para sostener al ministro en su peregrinación terrena. Esta vida ha de estar integrada con los valores de su piedad popular. El MECE, a través de un camino de oración, se hace más consciente de las exigencias del Evangelio y de sus obligaciones con los hermanos, alcanzando la fuerza de la gracia indispensable para perseverar en el bien.

¿Hacia dónde le conduce la vivencia espiritual al MECE?

Primeramente, podemos decir que la vida espiritual lleva al MECE a ser un católico optimista, paciente, lleno de esperanza y de alegría, discreto, sigiloso, misericordioso, buen samaritano, persona de perdón y misericordia. 

A tener una gran vocación altruista de servicio hacia quien sufre que le hace buscar tener tiempo disponible, sin excesos en los compromisos pastorales, con una formación adecuada y conocimiento de la vida de los enfermos.

A una gran intimidad personal con Cristo muerto y resucitado, vivo en la Eucaristía.
      
A una oración constante, con hambre de la Palabra de Dios y de la misericordia divina. Impregnado de una espiritualidad eucarística que contagia.

A una comunión de la Iglesia, con gran creatividad en un apostolado en equipo, considerando este ministerio no como una promoción u honor sino como un servicio humilde que se comparte en equipo sintiéndose corresponsables de la salvación de las almas.

¿Cuál es el gozo espiritual del MECE?

El ministro extraordinario de la comunión eucarística no es un mero «cartero» de la Comunión. Es, sobre todo, un «Cristóforo», portador de Cristo. Es más, es un configurado con Cristo.
Cirilo de Jerusalén enseña que «Al recibir el cuerpo y la sangre de Cristo te haces concorpóreo y consanguíneo suyo. Así pues, nos hacemos portadores de Cristo, al distribuirse por nuestros miembros su cuerpo” (Catequesis, 22).

Todos, pero sobre todo, en el caso que nos ocupa, el ministro extraordinario de la comunión lo primero que ha de tener presente en su vida espiritual es la escucha. Participar en la Eucaristía quiere decir escuchar al Señor con el fin de poner en práctica cuanto nos manifiesta, nos pide, desea de nuestra vida. Quien se pone a la escucha de la palabra de Dios, luego puede y debe hablar y transmitirla a los demás. Nuestro mundo necesita este testimonio; espera sobre todo el testimonio común de los cristianos. Su gozo espiritual es escuchar al Señor y escuchar a los hermanos.

¿Debe vivir una dimensión penitencial el MECE?

La dimensión penitencial es algo que está muy presente en la celebración eucarística y en el culto eucarístico fuera de la Misa. La Eucaristía estimula a la conversión y purifica el corazón penitente, consciente de las propias miserias y deseoso del perdón de Dios, esto constituye un privilegio para el MECE, que constantemente está en relación con la Eucaristía, ya sea en oración, distribuyéndola en Misa o llevándola a los enfermos. La llamada de san Pablo a examinar nuestra conciencia antes de participar en la Eucaristía es algo que debe vivir siempre el MECE. Dice san Pablo: «cada uno se examine a sí mismo y después coma el pan y beba el cáliz» (1Cor 11,28).

¿Cómo experimenta espiritualmente el MECE la presencia de Cristo?

Por ser la Eucaristía el sacramento de la presencia de Cristo que se nos da porque nos ama, el MECE ha de ser testigo fervoroso de la presencia de Cristo en la Eucaristía. Que la Eucaristía, presencia viva y real del amor trinitario de Dios, les inspire ideales de solidaridad y los haga vivir en comunión con sus hermanos más necesitados.
El concilio Vaticano al respecto enseña que «Cuando la Iglesia suplica y canta salmos, está presente el mismo que prometió: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre ahí estoy yo en medio de ellos” (Mt 18, 20; Cfr.  SC 7)».

En resumen, ¿cuáles son los elementos indispensables para mantener la espiritualidad del MECE?


1. La Eucaristía.

Cuidar que no falte la participación consciente y activa del Domingo y las más veces que se pueda entre semana.

La participación asidua en la Hora Santa.

La visita personal y comunitaria al Santísimo.

El buen trato a Jesús sacramentado.

El debido cuidado de relicarios y purificadores.


2. La Palabra de Dios.

La lectura continua de la Sagrada Escritura.

El seguimiento de la lectura litúrgica en Misa.

El estudio y manejo de la Sagrada Escritura.


3. El sacramento de la reconciliación.

Mantenerse en gracia.

Buscar el sacramento.

Cuidar de que los enfermos estén confesados según ellos mismos lo soliciten.

Impulsar la participación en el sacramento de la reconciliación.


4. El amor a María.

Rezo del Santo Rosario.

Promover el amor y las devociones a María.

Conocer el mensaje de Fátima y promoverlo.

Vivir intensamente el mensaje guadalupano.


5. El testimonio de vida cristiana.

Un buen comportamiento en todo tiempo y lugar.

Una buena relación entre los miembros del equipo de ministros.

Buen trato con los miembros de la Iglesia.

Servicialidad para con todos.

Con todo esto, creo que no hay nada más que añadir.

P. Alfredo

* Basado en una de las reflexiones mensuales que tenía para los MECES de la parroquia de Fátima en Cd. de México.

LA CRISTOLOGÍA EN LA ESPIRITUALIDAD DE LA BEATA MARÍA INÉS TERESA DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO*...

En la época en que vivimos, el mundo tiene miedo de muchas cosas.  Tiene miedo de una guerra nuclear, tiene miedo de la sobrepoblación, tiene miedo de la contaminación pero… no tiene miedo de no vivir por Cristo, con Él y en Él, como dice la «Doxología final de la consagración» en la Misa y con la cual el cristiano expresa solemnemente la glorificación de Dios. El mundo actual rechaza a Cristo, lo esconde, lo ignora. Y ¿Qué nos diría Cristo si viniera ahora y viviera entre nosotros? Creo que nos volvería a decir lo mismo que el Evangelio ha consignado por escrito, el mismo Evangelio.

Ese Evangelio que es la fuerza de Dios, ese Evangelio que abre cadenas, que quita los yugos, que muestra camino, que siembra libertad y habla de esperanza; Evangelio que es paz y lucha, que es compartir, amar, mirar y reír; Evangelio que es vivir como un pobre que mira al cielo con ojos de niño, que ama sin egoísmos y perdona al enemigo; Evangelio que es dar gracias al Padre como el Hijo, inundado por el amor del Espíritu Santo; Evangelio que es mirar al Hijo en brazos de su Madre al nacer y al morir;  Evangelio que es continuar la misión de Cristo para ser testigos por excelencia.

Parece que el mundo de hoy, no quiere saber de Cristo ni de su Evangelio… pero no sabe que vivir el Evangelio no es un pasatiempo, sino páginas que no se pueden arrancar del libro de la historia de nuestra salvación, de la historia de la humanidad misma y que tenemos que vivir. El Evangelio no puede cesar jamás de ser verdadero y posible porque viene de Cristo.  No es un libro de anécdotas, sino vida.  Detrás de cada palabra y detrás de cada hecho hay que encontrar un mensaje teológico, una doctrina y enseñanza. La cristología nos enseña que Jesús sigue hablando, aunque el mundo no lo quiera escuchar. Jesús sigue enseñando, aunque el mundo no tenga tiempo para aprender. El conocer a Cristo y seguirlo sigue siendo gracia y conquista para todos.

Vivir el Evangelio es de todos, no hay rebajas para nadie, porque  en esto, la iniciativa no es del hombre. En el hecho Evangélico es Dios quien tiene siempre la iniciativa y ha enviado a su Hijo Jesús para salvar al mundo. El Padre envía al Hijo y en él decide salir al encuentro de cada hombre para establecer con él una alianza que excluye toda posible idea de mérito y que supone gratuidad absoluta.  El Evangelio es un don, sí, un regalo; en él todo comienza siendo iniciativa divina, don gratuito de Dios, amor del Padre manifestado visiblemente en Jesucristo.

Así, el estudio de la cristología debe llevarnos a vivir el Evangelio para conocer más, amar más y creer más en Jesús, acogiéndole como camino, como verdad, como vida.

El don que Cristo nos ha hecho, especialmente en el Evangelio transforma todo el ser y el obrar del ser humano, lo convierte en una nueva creación (cf. 2 Cor 3,17). Transformado por el contacto del Hijo de Dios en el Evangelio, el hombre es recreado en Cristo como hombre nuevo y vivificado por su Espíritu, el hombre queda convertido en «Sacerdote» de un nuevo culto, pudiendo ofrecer  «Sacrificios Espirituales» adorando al Padre en Espíritu y en verdad (cf. 1 Pe 2,9; Jn 4,23). La vivencia del Evangelio como encuentro con Cristo es un don libre del hombre, ofrenda y sacrificio espiritual de su propio sacerdocio, porque a nadie se le puede obligar a amar.

Cuando alguien va conociendo a Jesús y va viviendo el Evangelio, siente que en su ser se va imprimiendo el semblante de Jesús como el del ser al que más ama… Él llama y uno se va configurando con Él en respuesta a una vocación, la vocación a ser como Él... «otro Cristo». Sí, para eso es la cristología: «Ya no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20).

La persona de Jesucristo, en su modo histórico de vivir en totalidad para Dios, y para los hombres, constituye el fundamento último y la definitiva justificación de nuestra vocación cristiana. La vida de Jesús, o sea todo su comportamiento, que es la palabra más solemne que él pronuncia y la clave para entender su mensaje; y sus palabras, que revelan y esclarecen el sentido de su vida, nos va llamando a seguirlo. La vida del discípulo–misionero de Cristo es la presencia y el signo vivo en la Iglesia del modo de vida y de existencia de Cristo. Es la presencia real, verdadera y visible de Cristo obediente al Padre en la Iglesia. Santa Isabel de la Trinidad decía que somos «como otra humanidad de Cristo». La norma última de la vida de todo cristiano tendría que ser siempre el seguimiento de Cristo, tal como se propone en el Evangelio, que ha de ser tenido por todos como regla suprema.

Así, vemos que la vida cristiana es una consecuencia del Evangelio, de tal manera que nuestro primer deber y nuestro mayor privilegio debe ser, después de profundizar en la cristología, el de vivir plenamente la vida evangélica en el seguimiento de Jesús, y para vivir esta vida no hay otro camino que no sea una continua meditación del Evangelio para seguir teniendo un conocimiento amoroso de Cristo más profundo y más comprometido, según nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica (n˚. 429).

Sí quitamos el Evangelio de nuestra vida de católicos… no quedará nada porque con él se va Cristo de nuestras vidas. 

Bien, hasta ahora parece que no he dicho nada de la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento y de su cristología, porque no he citado frases textuales, pero no he hecho otra cosa sino contemplar a la beata desde fuera para que veamos su amor y docilidad a Cristo y al Evangelio… la vida y la misión de la beata María Inés no es sino una consecuencia  de su conocimiento amoroso de Cristo y de la vivencia de su Evangelio.

«Vivir el Santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo» es el fin principal de la beata María Inés Teresa siempre; desde seglar, cuando trabajaba en un banco; en la clausura y en la misión. Toda su vida es transparencia evangélica, toda su vida es como la de Jesús: «Docilidad al Padre».

Madre Inés dice en un estudio sobre la regla y el Evangelio que tiene, que nos comprometemos a guardar todo el Santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, para poder así llegar a la cumbre de la perfección religiosa, glorificando a Dios, en la sublimidad de nuestra vocación... ¡y vaya que ella logró llegar! Un pensamiento que ella dijo una vez a una de sus hijas religiosas, Rosario Salazar, nos muestra su orientación cristológica: «Enamórate de Él, aprendiendo a conocerle en los Santos Evangelios y por una meditación seria, en paz, aprovechando para ello no sólo los tiempos de oración en la capilla sino también cuantos ratos puedas darte (…) y a solas con Él, medita (…) saboreando lo que nos refieren los Evangelios, a través de los cuales conocerás más y más el corazón inmenso de Nuestro Esposo Celestial» (Consejos de una madre).

¿Verdad que en estas cuantas palabras queda reflejado como vivió el Evangelio Madre Inés?  De la abundancia del corazón habla la boca dicen. La beata vivió el Evangelio así… ¡Viviéndolo! Lectura, meditación, oración, contemplación, aplicación…¡Viviéndolo! Ley de su obrar, regla de su caminar, la persona misma de Jesús… La beata vivió el encuentro amoroso con Cristo en el Evangelio como realidad dinámica que la mantuvo siempre en acción… siempre en misión… una misión que no se redujo —como debe ser— a tareas apostólicas o benéficas que tuvo que realizar.  Para ella la misión  fue algo mucho más sustantivo y esencial, fue el mismo ser entendido como ya dije en su sentido más dinámico.

Madre María Inés Teresa así vivió el Evangelio, como algo muy de ella que le urgía a actuar. Ser en la Iglesia y para el mundo, presencia sacramental de Cristo virgen, obediente y pobre fue su ser y quehacer, identificada con Cristo en la misión, en su consagración, y en el mismo ser de su vida como religiosa, es decir, con la consagración, con la alegría de la escucha, con docilidad al Padre hasta ser transparencia del Cristo en todos los momentos de su vida... Así vivió ella por Cristo, con Cristo y en Cristo de la mano de María, diciendo en todo momento: «¡Vamos María!».

Para los que conocemos la vida y la obra de la beata Madre María Inés Teresa del Santísimo Sacramento y, para quienes la van conociendo apenas, basta abrir el Evangelio en cualquiera de sus páginas para recordarla. Su corazón era puro, como el de Jesús, vivía llena de alegría, como el que vino a cumplir la voluntad del Padre, respiraba humildad como el que era conocido por «hijo de carpintero»; su buen humor nos habla y nos enseña como Jesús maestro; su sencillez es como la de Jesús, sin complicaciones…. Dios lo quiere, María Inés Teresa también, eso es todo.

Y así, misionera siempre, con el Evangelio en el corazón y en los labios, supo darse a todos: «Mi madre y mis hermanos son éstos, los que oyen la palabra y la ponen por obra» (Lc. 8,21). Manuelita de Jesús, que era su nombre de bautizo y que luego la cambiaron en el convento, se consagró a la misión con un gran ardor, siempre con los brazos abiertos, sonriendo en todo momento, infatigable e invencible en la caridad.

Yo mismo pude darme cuenta de que el Evangelio la invadía; me tocó participar del gozo que fue para ella vivir el Evangelio y de escucharle en conferencia frases evangélicas como esta: «Quien quiera salvar su vida, la perderá, y quien pierda la vida por mí y el evangelio, ese se salvará» (Mc. 8.35)

Hoy la beata no está físicamente con nosotros, su fe y su valentía, su seguridad en la providencia, su vida evangélica, la marcaron para un destino excepcional: los altares.  Beata que cumplió su deber allí, donde Dios la colocaba, vivió para ser santa y hacer santos con el rostro radiante, colmado del conocimiento amoro de Cristo, colmado de Evangelio.

Fiel a la Palabra, sin ostentación, sin prisas, ni regateos, sin queja, así, como era ella, como una humilde campesina que sembró ese Evangelio en el campo de las almas y que sigue animando, desde el cielo a quienes continúan su trabajo aquí en la tierra.  No fue otra la razón de su existencia, de sus afanes, de sus desvelos: «Que todos te conozcan y te amen es la única recompensa que quiero».

La Madre María Inés leía los Evangelios, se llenaba de Evangelio para hacerlo vida.  No leía con una lectura fría, sino personal, fructuosa, transformante… Vivencial.  Tan es así que en sus escritos no solo encontramos las citas exactas de la Sagrada Escritura, sino que hay referencias expresas, frases que sin ser palabras exactas nos llevan a la Sagrada Escritura; hay también alusiones que parece le brotan entre sus escritos sin que ella misma se diera cuenta. De esta manera vemos que la beata Madre Inés no solo leía sino meditaba, contemplaba, vivía y celebraba cada encuentro con Cristo en la Palabra, en los sacramentos, en los hermanos. Ella escribe en estudio citado: «¡Qué preceptos! ¡Qué reglas! ¡Qué Consejos! ¡Qué Detalles!»... «Guardar el Santo, el Santo Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo. ¿Quién pudiera guardarlo perfectamente?»

Solamente en su librito «La lira del corazón» (Gracias al análisis que la Madre Martha Gabriela Hernández nos presenta en su libro «Cantaré eternamente las misericordias del Señor», hay 50 referencias al Evangelio de San Mateo; 15 al de San Marcos; 66 al de San Lucas y su evangelista preferido, sin duda alguna, San Juan, aparece 62 veces, digo que San Juan es su evangelista preferido porque de él hay mas citas textuales. Y esto es solo viendo la «Lira del corazón», faltaría ver los demás escritos —más de 10,000 folios— de los cuales algunos se refieren directamente a los Evangelios. En esto, aparte de su vida, podemos constatar que Madre Inés respiraba Evangelio.

Tiene una composición —así ella a ese escrito— titulada: «Sobre los Evangelios» en ella anota como subtitulo: «Pequeños estudios, sacados de la narración de los cuatro evangelistas, para mi propia utilidad». Aquí está su escuela, la Universidad a la que fue la beata Madre Inés: «Pequeños Estudios para mi propia utilidad».

En nuestra época, «estudiar» es accesible a muchos laicos gracias a Dios... pero, no podemos olvidar que la escuela principal es el Evangelio, y lo tenemos en el buró o en el escritorio.  No podemos concebir la Biblia de un católico que no este gastadita sobre todo de la parte de los Evangelios... porque si la Biblia está «flamante como nueva» a ese cristiano los estudios, los retiros, los cursos, los ejercicios, los seminarios, no le han hecho nada… Porque para nosotros, todo debería tener referencia al Evangelio.

Si podemos seguir estudiando... ¡Qué bueno! Pero sino, es que no lo necesitamos para ser santos.

La Madre Inés tiene otro escrito que ya cité al inicio: «Sobre la Regla y el Evangelio», que hizo cuando la nombraron maestra de novicias y en el cual nos presenta una interpretación espiritual de los 16 primeros capítulos del Evangelio de San Mateo.  Este estudio ayuda también mucho para ver como vivió ella el Evangelio. Hay además, entre sus escritos, otros que nos muestran cómo el Evangelio era parte de su vida.

En «Exposición de alma» nos muestra la intimidad que vive con Cristo y con María y nos platica de la promesa que le hizo la Madre de Dios el día de su profesión religiosa, promesa que, por su contenido, se percibe que la Santísima Virgen solo haría a alguien que viviera el Evangelio de su Hijo. La beata está llena de amor a María, porque ella, como mujer, como consagrada, como cristiana, esta colmada de vida Evangélica.

En «Hija, ¿Me amas?, apacienta mis corderos» nos ofrece una meditación sobre Jn 21,15-17. Aplica a su propia vida este hecho en el que se mete por completo en su situación de maestra de novicias. En «¡Viva Cristo Rey!» con sencillez y claridad, va haciendo una especie de reminiscencia de la Encarnación del Verbo. Luego está «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt. 11,29), que muestra la humildad y mansedumbre de Jesús y que al final en una oración, pide estas dos cosas para sí a imagen de Jesús y de María. Quiere que tales palabras queden esculpidas en su corazón «con letras de fuego». «Lo que me dice el cuadro de la anunciación de nuestra capilla» es otra de sus meditaciones en torno a un cuadro que está en el presbiterio del Convento del Ave María en donde ella vivió como religiosa de clausura por 16 años; allí dice que ve el Evangelio abierto en todas sus páginas”. En «Excelencia de la vida religiosa» anota que  los votos son «como tres clavos” que la fijan a la cruz de Cristo.

En su escrito titulado «Postula a me, et dabo tibi gentes haereditatem tuam et possessionem tuam terminos terrae», muestra su seguridad del triunfo de Jesús sobre el mundo, en cada nación y en cada corazón. Después, en «Hombre de poca fe, ¿por qué dudaste?», nos hace una meditación sobre el pasaje de Jesús sobre las aguas (Mt, 14,31) y se pone en el lugar de Pedro, lo cual le alienta a reavivar su confianza en la voluntad de Dios. Lo que debe hacer es lanzarse en un abandono absoluto, ya que el realiza todo.

En «Meditaciones», transcribe Juan 16,25-31 para hacer una exégesis frase por frase con un gran realismo, como que ella está allí: «Allí nuestras miradas se fundieron», dice refiriéndose a la Última Cena. Su meditación titulada «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» nos muestra al Padre Celestial como viñador que poda, riega y purifica su amada viña a través del Verbo, que quiere ser con nosotros una realidad sola (Jn 15,1). En una carta dirigida a sus amigas de la Acción Católica, cuando tenía unos 17 años de edad, habla de su papel en la viña del Señor.  Desde entonces puede verse que la beata leía el Evangelio y conocía bien algunos pasajes. En el libro que reúne algunas de sus experiencias de varios ejercicios espirituales, habla mucho de Cristo y del Evangelio, allí cabe destacar un pequeño escrito llamado «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida». Y finalmente puedo mencionar sus escritos del libro donde está l meditación «Soy Creatura», en la que se respira la vivencia del Evangelio.

Después, encontramos entre sus cartas, algunas que están llenas de Evangelio, como en una en la que expresa la necesidad de vivir las bienaventuranzas y las va comentando de una en una.

La Madre María Inés hizo suyo el Evangelio subrayando todos los aspectos de la vida de Cristo: ternura, paciencia, energía, amor, entrega y caridad…  así, llena del Evangelio se hace como Jesús y se deja conducir por el Espíritu Santo durante toda su vida.  

En su precioso libro que ya cité: «La lira del corazón», la Madre expone el gozo de haber vivido el Evangelio en las obras de misericordia (Pag. 216). Ella apunta: «Escucha entonces la dulcísima voz de su amor que le dice: “Tuve sed y me diste de beber, tuve hambre y me diste de comer, estuve desnudo y me vestiste, encarcelado y me visitaste»… diste a muchas almas con tu oración, tu sacrificio y tu acción fecunda el agua de mi doctrina saludable… ven bendita de mi Padre a la gloria que te tengo preparada…Virgen prudente que saliste a recibir al esposo con la lámpara bien provista del aceite de la caridad, y encendida; entra llena de gozo a las bodas del Cordero».

«Siete palabras solamente«, dice en uno de sus escritos:  «guardar el Santo Evangelio de Nuestro Señor», pero ella misma afirma que se necesitarían muchos tomos para explanar todo ese Divino Evangelio en el que cada palabra, cada concepto, cada sentencia, cada parábola, son toda la doctrina, plena de luz para aquellas almas sencillas a los que Dios ha revelado su verdad.

Madre Inés, en cuanto al estudio y vivencia de la cristología, nos ofrece un solo tomo: «Su vida», eso basta. Imitó fielmente a Jesucristo en todos sus deseos, pensamientos y acciones. Buscó amar al Padre con la docilidad del Hijo.  Sirvió al prójimo como Cristo nos enseñó. Todo, cada punto, detalle a detalle lo fue inscribiendo en las circunstancias concretas de su vida. ¿No podremos hacer nosotros lo mismo? Tomemos el Evangelio a diario y leámoslo y vivámoslo como norma concreta.

P. Alfredo

* Conferencia que en 2018 impartí en la Parroquia de Nuestra Señora de Fátima en la Cd. de México. 

La virtud de la humildad y san Agustín Caloca... Un tema para reflexionar en un día de retiro


La humildad es la virtud moral por la que el hombre reconoce que de sí mismo solo tiene la nada y el pecado... ¡la miseria! Todo es un don de Dios de quien todos dependemos y a quien se debe toda la gloria. El hombre humilde no aspira a la grandeza personal que el mundo admira porque ha descubierto que ser hijo de Dios es un valor muy superior. Va tras otros tesoros. No está en competencia. Se ve a sí mismo y al prójimo ante Dios. Es así libre para estimar y dedicarse al amor y al servicio sin desviarse en juicios que no le pertenecen.

Humildad es un concepto bastante utilizado en la vida del creyente y en nuestra época ha venido un poco o un mucho a deteriorarse en su verdadero sentido. Equivocamos el concepto cuando entendemos por humildad un sentirse nada, un sacrificio de la propia voluntad en beneficio de la ajena, un sentimiento de autoestima baja (e incluso nula), una autopercepción de que nada soy y nada valgo… Todo eso en una medida adecuada está bien y teniendo siempre como referente a Dios, pero no si centramos nuestro concepto de humildad en la anulación de nuestra persona, y por ende, de nuestra personalidad.

El asunto es mucho más sencillo. ¿Cuándo llegamos a ser humildes? Cuando aceptamos nuestra realidad humana. Esta realidad, está llena de luces y sombras, en el caso que nos atañe, de defectos y virtudes. No se es más humilde por sentirnos llenos de defectos, de imperfecciones, de limitaciones, y desde luego, no por pregonar —a veces sin venir al caso— todas nuestras carencias humanas y espirituales. Por eso Madre Inés dice que cuando Dios nos llama nosotros ponemos nuestra «miseria» al servicio de su «Misericordia». Para ella Dios es el «Todo» y uno la «nada». Todo lo que somos nos viene de Él.

Iríamos contra el Señor, al considerar que no nos dota de cualidades. Empezamos a ser humildes cuando somos plenamente conscientes de nuestras limitaciones, limitaciones a veces insuperables, pero en esa aceptación obediente de nuestra realidad humana está implícita nuestra humildad. No somos humildes por tener limitaciones, imperfecciones… sino por saber aceptarlas y convivir pacíficamente con ellas.

¡Cuántas personas son insensibles a las propias frustraciones! Son personas insatisfechas y a veces en continua lucha consigo mismas, siendo intolerantes con su propia persona por no poder alcanzar ciertos logros. Hemos de impregnarnos en nuestras vidas de esas limitaciones, pero no para configurar un carácter apocado, agrio, de tristeza… por saber que poco podemos, sino sentirnos alegres y confiados porque en El, todo lo podemos. Esa es la auténtica humildad.

¿Cuántas personas sin fe se sienten impotentes por no poder conseguir todo lo que se proponen? ¿Por no ser lo que desean y anhelan? Sí, efectivamente, muchas. Pero al carecer de fe, de una dimensión trascendente, su actitud se convierte en altanería, pues desconfían de todo, menos de sí mismos. El creyente lejos de esa desesperación, es conocedor de sus limitaciones, de su pequeñez, pero a la vez es humilde ante la grandeza de sentirse acompañado por un Dios Omnipotente.

A veces, se nos comenta a los que buscamos vivir profundamente nuestra fe que una de las virtudes que más se valoran de nosotros es la humildad. pero hay que recordar que ser humildes no es una condición exterior —eso podría ser austeridad, pobreza material—. La humildad proviene del corazón, pero no de un corazón triste, no de un sentimiento de negatividad personal, no de un sentimiento de inferioridad que se ha aprendido de forma forzada, antinatural, sino que proviene de un sentimiento de aceptación y asimilación de la grandeza del Señor. La beata María Inés decía que «un santo triste es un triste santo».

Si descubrimos la inmensa grandeza que hay en cada uno de nosotros como hijos de Dios, empezaremos a ser humildes. La relación es proporcional. Aquí aconsejaría Madre Inés: «No perder de vista que soy criatura, criatura ruin y miserable, pero en las manos de Dios que me invita a ser su misionero», espacio de santificación para los demás. Somos conocedores de nuestra realidad en cuanto conocemos el corazón omnipotente del Señor, un corazón que todo lo puede, y lo puede… por amor. De ahí proviene la esperanza, de la cual hablaremos en otro momento.

Amemos al Señor en su grandeza y sintámonos grandes con Él y pequeños con los demás. Esa pequeñez emanada de la consideración de que mi prójimo es hijo de Dios. Pero no confundamos, la humildad es un estado del corazón que no ha de ser ausencia de personalidad, ni una complacencia a todo, eso no es humildad. Aceptarnos tal y como somos, tan simple como eso. Y una vez que descubramos nuestras miserias y nuestras grandezas, vivirlas en el Señor, por y para los hermanos. Quien es humilde de verdad, ama auténticamente.

Ojalá del encuentro con el Señor en este día de retiro sepamos ir moldeando en nuestra persona una autentica humildad. Humildad que construye, que no destruye. Construye seres amantes del Señor que conocedores de sus limitaciones, de su pequeñez… no pueden vivir sin el amor de su Creador.

Podemos pensar también y por supuesto en María Santísima como mujer humilde. Si queremos ser humildes, nada mejor que mirarse en ella como en un espejo. Que Jesús y María os acompañen en nuestro caminar hacia la humildad. La Virgen, Nuestra Señora, la humilde sierva del Señor, nos enseñará a entender que servir a los demás es una de las formas de encontrar la alegría en esta vida y uno de los caminos más cortos para encontrar a Jesús. Para eso hemos de pedirle que nos haga verdaderamente humildes.

Más concreto, quiero invitarles a ir a un ejemplo muy concreto de humildad en uno de los santos mexicanos que más admiro y que poco es conocido, me refiero a san Agustín Caloca Cortés, para contemplar en él la vida de un hombre sencillo, humilde y obediente que resplandece por sí sola a través de los años, a través de los siglos. 

San Agustín Caloca fue uno de los sacerdotes más jóvenes sacrificados durante la persecución religiosa que vivió México en la primera mitad del siglo pasado. Su vida de seminarista y de sacerdote estuvo al amparo de su gran maestro, san Cristóbal Magallanes, quien fuera su primer y único párroco y con quien compartiera la gloria del martirio.

San Agustín Caloca nació en El Teúl de González Ortega, una pequeña población al sur del estado de Zacatecas, limítrofe con el norte del estado de Jalisco. Este pequeño pueblo ha recibido una de las más grandes glorias que ninguna otra población en el país; de su seno han salido dos santos, dos modelos de vida cristiana para la Iglesia Católica: San Agustín Caloca y san José Isabel Flores Varela.

En el pueblo se conservan los restos del padre Caloca —asesinado en Colotlán, Jalisco— en una urna al costado izquierdo del templo parroquial; ahí mismo, está un relicario con el corazón del mártir en el que se puede percibir un pequeño fragmento de la bala que seguramente le arrebató la vida. Un cartel en la parroquia invita a los fieles a visitar el museo de los mártires de esta tierra. En él se conservan muchos de los objetos del padre Caloca que recuerdan su estancia como vicario en el pueblo de Totatiche o como formador en el seminario del que también fue alumno; hay fotos de sus padres y sus hermanos, cartas, manuscritos y numerosos recuerdos que completan un retablo de lo que fue su vida. San Agustín Caloca fue el hombre humilde, sencillo, obediente siempre a las peticiones de su párroco y de su obispo, modelo de santidad para todos los cristianos y modelo auténtico de una vida consagrada a Dios.

La caridad y humildad de San Agustín está escrita en la historia, pero todavía hay quienes en años recientes la pudieron comentar de viva voz, porque la experimentaron e incluso la aprendieron. Uno de ellos fue el padre Rafael Haro Llamas (+ 2002), un sacerdote que vivió con el padre Agustín y lo acompañó en su huida al llegar los federales a Totatiche. El padre Rafael es ahora Siervo de Dios y recordaba con gusto que siendo joven fue con su papá, que era arriero, a llevar a algunos muchachos de El Teúl al seminario de Totatiche, donde fueron recibidos por el señor cura Magallanes, quien le dijo a su padre: «Óyeme, déjame también a este muchacho; yo seré su tutor».

Por ser su coterráneo, el padre Caloca llevó a Rafael, que tenía en aquel entonces 14 años de edad, a vivir a su casa; jugaban frontón juntos; también lo llevó a la presa Candelaria para enseñarlo a nadar, recordaba el padre Haro. Postrado en su cama, con muchos problemas de salud, los feligreses decían que el Padre Rafael se ponía feliz al recordar a su maestro, bienhechor, y hoy santo.

El padre Caloca cantó su primera Misa en El Teúl un 15 de agosto; el arreglo de las calles y del templo estaba precioso. Cuando concluyó la Misa, contaba el anciano sacerdote, «me tocó la cabeza y me dijo: ¿Te gustó? —Sí, padre. —¿Quisieras ser como yo? —Claro que sí, padre». Al padre Rafael se le cumplió su deseo de el ser como su maestro, sacerdote, pero además también el santo cumplió con su promesa: «no te preocupes, nunca te va a pasar nada», aseguraba el anciano sacerdote.

Su muerte fue muy triste para el padre Haro porque lo estimaba y admiraba mucho, al verlo rezar su breviario todo el tiempo, y ahora —decía— «en cierto modo siento nostalgia de volverlo a ver». Lo recordaba no por cosas que haya hecho sino por afable, social, humilde, sencillo y alegre. Todos los que lo conocieron afirmaron que se esforzó siempre en hacer bien todo.

Los siguientes hechos fueron relatados por ese testigo, el Siervo de Dios Rafael Haro Llamas, quien era, en esa fecha, apenas seminarista: 

—«Me dijo a mí que le esperara, que enseguida saldríamos él y yo; me correspondía acompañarlo, tanto en mi calidad de seminarista, alumno entonces del cuarto año, como por estar hospedado en su casa y todavía más, en mi calidad de coterráneo». Cuando el padre Agustín y el joven seminarista Rafael Haro salieron del lugar, ambos llevaban muchos libros bajo el brazo y tomaron con rumbo al rancho de Santa María. En la ruta,  el tema de conversación dejó sentir una fuerza volcánica contenida en el pecho del padre Agustín, y le dijo al seminarista: —«Jesús, víctima inocente, quiere víctimas voluntarias para que se dé gloria a Dios y se pague por tantos sacrilegios y tanta maldad». La voz clara, precisa y serena del padre Agustín le infundió seguridad y confianza al joven Rafael, tanto que por un momento se olvidó de su condición de fugitivo. «Ojalá nos aceptara a nosotros" —continuó el padre Caloca. Y no supe qué decirle; me reconocí pequeño y miserable para volar tan alto».

El Padre Agustín advirtió los titubeos del muchacho y quiso mostrarse comprensivo al agregar: —«Es natural que se sienta miedo, pero si Jesús sufrió angustia, tristeza y pavor en el Huerto, sabe infundir ciertamente alegría y valor para morir por Él». «El padre se dio cuenta del miedo que seguramente traducía en mis monosílabos, en mi semblante desencajado, en la carrera precipitada entre el pedregal del camino». Mientras que el padre Agustín, a pesar de la fatiga por la carga y el camino, mostraba un rostro firme y sereno, iluminado vivamente por el sol, quiso animar a Rafael con estas palabras: —«No te preocupes, a ti no te pasará nada». «Recuerdo aquella tranquilizadora afirmación del padre y pienso que la protección que me alcanzó de Dios tuvo un valor casi milagroso. ¿Por qué si íbamos los dos por el mismo camino, la tropa de soldados sólo lo vio a él?».

Ambos continuaban por el camino al Rancho de Santa María, aprovechando una pendiente, el padre Agustín Caloca le dijo al joven Haro: —«Baja, busca alguna piedra grande para que escondas los libros, pues no conviene que nos encuentren con ellos». «Al ir a esconderlos, —continúa el padre Haro con su relato— en esos momentos se empezaron a oír gritos dispersos allá abajo, en el valle, y entre los árboles se veía la federación que pasaba en precipitada carrera persiguiendo a los soldados de Cristo Rey. En el instinto de ocultarme busqué el tronco de una pobre encina, raquítica y chaparra, mientras pasaron los soldados; luego subí deprisa para reunirme con el padre, pero al subir no vi ya a nadie; el camino había quedado solo; busqué para un lado y para otro, lleno de ansiedad y amargura, llamé, recorrí todas las cercanías del sitio pero no encontré al padre Agustín».

Aprendido por órdenes del general Francisco Goñi, en calidad de prisionero, el padre Agustín fue trasladado a Totatiche. Ese mismo día, dos horas después, también aprehendieron al señor cura Cristóbal Magallanes y lo llevaron a la misma cárcel, donde ya se encontraban el joven sacerdote Caloca y cuatro cristeros. Por su juventud, se le ofreció al padre Caloca dejarlo en libertad, pero declinó la propuesta a menos que también liberaran al señor cura Magallanes.

Muchos vecinos del pueblo, mujeres y hombres, entrevistaron al general Francisco Goñi para pedirle la libertad de los sacerdotes, porque eran pacíficos y bienhechores del pueblo. El general Goñi contestó que no podía dejarlos libres, pero se comprometió, bajo palabra de honor, a remitirlos a la Ciudad de México, donde no tendrían peligro sus vidas. Esa fue su palabra, pero los hechos fueron distintos. El día 23, a media mañana, los dos sacerdotes fueron conducidos a Colotlán, Jalisco. Ese día pudieron llegar en sus bestias hasta Momáx, Zacatecas. 

Al día siguiente arribaron a Colotlán y el 25, sin juicio previo de alguna clase, luego de haberse dado una orden de partir; se suponía que hacia México, como había prometido el general Goñi en Totatiche, pero resultó que la orden militar era para fusilarlos. Ante la inminencia de la muerte, el padre Agustín pidió permiso para hablar y le fue negado. Sin embargo, sólo se limitó a decir: -—«Nosotros, por Dios vivimos y por Él morimos».

El calvario del Padre Caloca se prolongó después de estas palabras, pues al contemplar apuntando hacia él la boca de los rifles, sus nervios destrozados le hicieron dar unos pasos al frente, en ademán de esquivar la descarga. El jefe del pelotón le salió al encuentro, golpeándole el rostro con una pistola.

El Sr. Cura Magallanes intervino diciéndole: «Tranquilízate, padre, Dios necesita mártires; solo un momento y estaremos en el Cielo». Ya tranquilizado, vino la explosión de las armas. Los dos sacerdotes cayeron fusilados. Sus cadáveres fueron arrastrados por los militares hasta el zaguán y la gente espantada y llorando acudió con algodones a recoger su sangre. Eufrasio Valenzuela suplicó le permitieran depositar los cuerpos en cajas, lo cual le fue concedido de muy mala gana.

Ese mismo día, entre cuatro y cinco de la tarde, los soldados y los sepultureros, los enterraron en el panteón de Guadalupe en Colotlán, sin permitir que el pueblo los acompañara. Los restos de los mártires fueron exhumados el 23 de agosto de 1933, con motivo de su traslado a Totatiche, y se comprobó un detalle inesperado, el corazón del padre Caloca estaba incorrupto. La tumba estaba llena de agua y, luego de seis años de sepultura, sólo quedaban los huesos; en el fondo del viejo sepulcro apareció el corazón, íntegro, sin corromperse, y con un fragmento de bala incrustado, lo cual fue tomado como una señal del veredicto de Dios en favor del martirio de su siervo Agustín. Agustín Caloca Cortés fue beatificado el 22 de noviembre de 1992, por el Papa san Juan Pablo II, junto con sus veinticuatro compañeros mártires mexicanos y fue luego canonizado por el mismo santo Papa el 21 de mayo del Año Jubilar 2000, en compañía de los otros 24 mártires, cuya lista encabezaba quien fuera su párroco, Cristóbal Magallanes.

1. ¿Qué te dice todo esto? ¿Qué se me queda?
2. ¿Qué nos puede motivar a ser humildes?
3. ¿Qué cosas concretas puedo encontrar en la vida diaria que me ayuden a ser humilde?
4. ¿Qué tiene que ver el martirio con la humildad?
5. ¿Cuál es el premio que espera a los humildes?

Padre Alfredo.

«En la Cruz»... Un pequeño pensamiento para hoy

Yo creo que ayer todos o casi todos participamos en vivo y en directo de la bendición Urbi et Orbi del Papa Francisco y seguimos con detalle la meditación que nos dirigió. El Santo Padre nos recordaba que en esta barca que es la humanidad, estamos todos y que al igual que los Discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta (cf. Mc 4,35-41). El Señor, dijo el Papa, nos pregunta también a nosotros: «¿Por qué tienen miedo? ¿Acaso no tienen fe?». Y es que la tempestad que vivimos no es para menos. El Papa nos dijo también que «la tempestad desenmascara nuestra debilidad» porque estábamos instalados «pensando mantenernos sanos en un mundo enfermo». En medio de esta adversidad nunca antes vivida, el Santo Padre nos trae palabras de aliento y entre sus frases destaca también esta otra que, en el instante, hizo brincar el corazón de mi madre con quien estaba viendo: «En su cruz hemos sido salvados; tenemos un timón... Abrazar su cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades de nuestro tiempo... Abrazar al Señor es abrazar la Esperanza». A mamá —que mañana domingo cumple 85 años— le sonó el «En su cruz» porque como dice san Pablo en Gálatas: «estamos crucificados con Cristo» (cf. Gál 20,20). Estamos en su Cruz. 

Todas nuestras certezas, usos y costumbres se han visto zarandeadas en estos días y lo único que permanece es el signo de la Cruz. Esa cruz, la nuestra de cada día unida a la de Cristo porque en Él estamos crucificados. En una carta colectiva, la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento escribe: «Nunca nos pesará haber buscado la cruz» (Carta colectiva de abril de 1970) y es que en ella ha venido primero a buscarnos Cristo. Esta Cuaresma, vivida en el dramático contexto de la pandemia del coronavirus covid-19, se ha convertido para quien sabe abrazar la cruz en una oportunidad para acercarse más a Dios y a la humanidad entera. a los cristianos nos ha hecho mucho bien desacelerar los ritmos de este mundo frenético que corre sin saber a dónde. El misterio del Señor «en la Cruz» nos mueve a levantar la mirada con más delicadeza hacia el Crucificado para decirle que allí, en esa Cruz, estamos nosotros con nuestras pequeñas crucecitas que la situación nos acarrea. Él, en estos días, ofreciendo sus dolores se compadece de los nuestros y nos abraza allí mismo en la Cruz. No fue al pie de la cruz donde Jesús venció. ¡Tenemos que estar en la cruz! Ahí es donde Jesús venció a los principados y a los huestes espirituales del infierno. Y ahí es donde nosotros también vencemos, por eso lo que estamos viviendo tiene un sentido esperanzador. Es un tiempo de penitencia, un tiempo de gracia, un tiempo de expectación, un tiempo de confianza en el Señor. 

Hoy el Evangelio nos recuerda que nadie había hablado nunca antes como Cristo lo hace (Jn 7,40-53) y hoy a nosotros nos queda claro que su lenguaje es el de la Cruz. Junto a esto quiero recordarles que hoy celebramos, entre los santos del calendario, al Papa San Sixto III, el Papa número 44 de la Iglesia católica. Nos viene muy bien encomendarnos hoy a este santo varón que fue nombrado Papa en el año 432 tras el Concilio de Éfeso, marcado por las condenas al nestorianismo y al pelagianismo. Para defenderse de las acusaciones por su pasado cercano a los herejes, ordenó reconstruir la basílica de Santa María la Mayor y de esta forma, el reconoció ante el mundo a María con el título de «Theotokos», término muy discutido en aquel Concilio que servía para designar a la Virgen María como «Madre de Dios» en lugar de simplemente madre de Jesús. A Ella nos encomendamos hoy sábado, día de la semana dedicado por excelencia a María y la vemos como nos recordó el Papa, contemplando a la Madre de Dios como «Estrella del mar tempestuoso». Y seguimos abrazando la Cruz y asumiéndola como algo real desde donde por Cristo, con Él y en Él, alcanzamos la salvación. ¡Bendecido sábado! 

Padre Alfredo.

viernes, 27 de marzo de 2020

LA MEDITACIÓN DEL PAPA FRANCISCO EN LA BENDICIÓN ESPECIAL URBI ET ORBIS DEL 27 DE MARZO 2020...


«Al atardecer» (Mc 4,35). Así comienza el Evangelio que hemos escuchado. Desde hace algunas semanas parece que todo se ha oscurecido. Densas tinieblas han cubierto nuestras plazas, calles y ciudades; se fueron adueñando de nuestras vidas llenando todo de un silencio que ensordece y un vacío desolador que paraliza todo a su paso: se palpita en el aire, se siente en los gestos, lo dicen las miradas. 

Nos encontramos asustados y perdidos. Al igual que a los discípulos del Evangelio, nos sorprendió una tormenta inesperada y furiosa. Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente. 

En esta barca, estamos todos. Como esos discípulos, que hablan con una única voz y con angustia dicen: “perecemos” (cf. v. 38), también nosotros descubrimos que no podemos seguir cada uno por nuestra cuenta, sino solo juntos. Es fácil identificarnos con esta historia, lo difícil es entender la actitud de Jesús. 

Mientras los discípulos, lógicamente, estaban alarmados y desesperados, Él permanecía en popa, en la parte de la barca que primero se hunde. Y, ¿qué hace? A pesar del ajetreo y el bullicio, dormía tranquilo, confiado en el Padre —es la única vez en el Evangelio que Jesús aparece durmiendo—. 

Después de que lo despertaran y que calmara el viento y las aguas, se dirigió a los discípulos con un tono de reproche: «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?» (v. 40). Tratemos de entenderlo. ¿En qué consiste la falta de fe de los discípulos que se contrapone a la confianza de Jesús? Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38). 

No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: “¿Es que no te importo?”. Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie. De hecho, una vez invocado, salva a sus discípulos desconfiados. 

La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. Nos muestra cómo habíamos dejado dormido y abandonado lo que alimenta, sostiene y da fuerza a nuestra vida y a nuestra comunidad. 

La tempestad pone al descubierto todos los intentos de encajonar y olvidar lo que nutrió el alma de nuestros pueblos; todas esas tentativas de anestesiar con aparentes rutinas “salvadoras”, incapaces de apelar a nuestras raíces y evocar la memoria de nuestros ancianos, privándonos así de la inmunidad necesaria para hacerle frente a la adversidad. 

Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos. 

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, esta tarde tu Palabra nos interpela y se dirige a todos. En nuestro mundo, que Tú amas más que nosotros, hemos avanzado rápidamente, sintiéndonos fuertes y capaces de todo. Codiciosos de ganancias, nos hemos dejado absorber por lo material y trastornar por la prisa. 

No nos hemos detenido ante tus llamadas, no nos hemos despertado ante guerras e injusticias del mundo, no hemos escuchado el grito de los pobres y de nuestro planeta gravemente enfermo. Hemos continuado imperturbables, pensando en mantenernos siempre sanos en un mundo enfermo. 

Ahora, mientras estamos en mares agitados, te suplicamos: “Despierta, Señor”. «¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Señor, nos diriges una llamada, una llamada a la fe. Que no es tanto creer que Tú existes, sino ir hacia ti y confiar en ti. En esta Cuaresma resuena tu llamada urgente: “Convertíos”, «volved a mí de todo corazón» (Jl 2,12). 

Nos llamas a tomar este tiempo de prueba como un momento de elección. No es el momento de tu juicio, sino de nuestro juicio: el tiempo para elegir entre lo que cuenta verdaderamente y lo que pasa, para separar lo que es necesario de lo que no lo es. Es el tiempo de restablecer el rumbo de la vida hacia ti, Señor, y hacia los demás. 

Y podemos mirar a tantos compañeros de viaje que son ejemplares, pues, ante el miedo, han reaccionado dando la propia vida. Es la fuerza operante del Espíritu derramada y plasmada en valientes y generosas entregas. Es la vida del Espíritu capaz de rescatar, valorar y mostrar cómo nuestras vidas están tejidas y sostenidas por personas comunes —corrientemente olvidadas— que no aparecen en portadas de diarios y de revistas, ni en las grandes pasarelas del último show pero, sin lugar a dudas, están escribiendo hoy los acontecimientos decisivos de nuestra historia: médicos, enfermeros y enfermeras, encargados de reponer los productos en los supermercados, limpiadoras, cuidadoras, transportistas, fuerzas de seguridad, voluntarios, sacerdotes, religiosas y tantos pero tantos otros que comprendieron que nadie se salva solo. 

Frente al sufrimiento, donde se mide el verdadero desarrollo de nuestros pueblos, descubrimos y experimentamos la oración sacerdotal de Jesús: «Que todos sean uno» (Jn 17,21). Cuánta gente cada día demuestra paciencia e infunde esperanza, cuidándose de no sembrar pánico sino corresponsabilidad. Cuántos padres, madres, abuelos y abuelas, docentes muestran a nuestros niños, con gestos pequeños y cotidianos, cómo enfrentar y transitar una crisis readaptando rutinas, levantando miradas e impulsando la oración. Cuántas personas rezan, ofrecen e interceden por el bien de todos. La oración y el servicio silencioso son nuestras armas vencedoras. 

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». El comienzo de la fe es saber que necesitamos la salvación. No somos autosuficientes; solos nos hundimos. Necesitamos al Señor como los antiguos marineros las estrellas. Invitemos a Jesús a la barca de nuestra vida. Entreguémosle nuestros temores, para que los venza. 

Al igual que los discípulos, experimentaremos que, con Él a bordo, no se naufraga. Porque esta es la fuerza de Dios: convertir en algo bueno todo lo que nos sucede, incluso lo malo. Él trae serenidad en nuestras tormentas, porque con Dios la vida nunca muere. El Señor nos interpela y, en medio de nuestra tormenta, nos invita a despertar y a activar esa solidaridad y esperanza capaz de dar solidez, contención y sentido a estas horas donde todo parece naufragar. 

El Señor se despierta para despertar y avivar nuestra fe pascual. Tenemos un ancla: en su Cruz hemos sido salvados. Tenemos un timón: en su Cruz hemos sido rescatados. Tenemos una esperanza: en su Cruz hemos sido sanados y abrazados para que nadie ni nada nos separe de su amor redentor. En medio del aislamiento donde estamos sufriendo la falta de los afectos y de los encuentros, experimentando la carencia de tantas cosas, escuchemos una vez más el anuncio que nos salva: ha resucitado y vive a nuestro lado. 

El Señor nos interpela desde su Cruz a reencontrar la vida que nos espera, a mirar a aquellos que nos reclaman, a potenciar, reconocer e incentivar la gracia que nos habita. No apaguemos la llama humeante (cf. Is 42,3), que nunca enferma, y dejemos que reavive la esperanza. 

Abrazar su Cruz es animarse a abrazar todas las contrariedades del tiempo presente, abandonando por un instante nuestro afán de omnipotencia y posesión para darle espacio a la creatividad que sólo el Espíritu es capaz de suscitar. Es animarse a motivar espacios donde todos puedan sentirse convocados y permitir nuevas formas de hospitalidad, de fraternidad y de solidaridad. 

En su Cruz hemos sido salvados para hospedar la esperanza y dejar que sea ella quien fortalezca y sostenga todas las medidas y caminos posibles que nos ayuden a cuidarnos y a cuidar. Abrazar al Señor para abrazar la esperanza. Esta es la fuerza de la fe, que libera del miedo y da esperanza. 

«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aún no tenéis fe?». Queridos hermanos y hermanas: Desde este lugar, que narra la fe pétrea de Pedro, esta tarde me gustaría confiarlos a todos al Señor, a través de la intercesión de la Virgen, salud de su pueblo, estrella del mar tempestuoso. Desde esta columnata que abraza a Roma y al mundo, descienda sobre vosotros, como un abrazo consolador, la bendición de Dios. 

Señor, bendice al mundo, da salud a los cuerpos y consuela los corazones. Nos pides que no sintamos temor. Pero nuestra fe es débil Señor y tenemos miedo. Mas tú, Señor, no nos abandones a merced de la tormenta. Repites de nuevo: «No tengáis miedo» (Mt 28,5). Y nosotros, junto con Pedro, “descargamos en ti todo nuestro agobio, porque sabemos que Tú nos cuidas” (cf. 1 P 5,7). 

FRANCISCO.

One God of love and mercy...



God is always calling everyone to conversion. He is a Merciful God, that wants we change our stone hearts in a new hearts. He does not want violence, but faith, because faith works through the spirit of forgiveness. One of the attributes of God is mercy, and maybe mercy is the most important characteristic of God with love. «God is love and mercy».

The Gospel shows ever the justice of God, because «God is love and mercy» (cf. Luke 13:1-9). His justice goes far beyond our justice. Jesus, in the Gospel, questions the idea we have of God's punishment. The attitude of God, in this sense, is no more than a sign, a pedagogical measure used by Him to makes us aware of our sin. And God often converts a sinner by granting Him unexpected. favors... «God is love and mercy». Remember when God, in the Old Testament speaks to Moses and says: «Moses! Moses! I have seen the humiliation of my people... I know their suffering... I have for my people a beautiful spacious land, a land flowing with milk and honey (cf. Exodus 3:1-8,13-15). God always offer to us a new life, a new condition of life. He wants to convert our hearts. Our Merciful God wants to be with us and He is always waiting for our convertion.

Specially during the Lent station, every year, Our Lord gives us a new opportunity to change. We have at hand the works of mercy. When God reveal his name to Moses, He tells: «I am who I am», that means: «God is the One who is», who alone exists without any limitation... Because this reason, we know that his love and mercy are unlimited. We, like believers have the task of show and distribute the love and marcy of God with the fourteen works of mercy. Remember that we have seven corporal works of mercy and seven spiritual:

The seven corporal works of mercy are:

1. Feed the hungry.
2. To give drink to the thirsty.
3. To clothe the naked.
4. To shelter the homeless.
5. To visit the sick.
6. To visit the imprisoned.
7. To bury the dead.

The seven spiritual works of mercy are:

1. To counsel the doubtful.
2. To instruct the ignorant.
3. To admonish sinners.
4. To confort the afflicted.
5. To forgive offenses.
6. To bear wrongs patiently.
7. To pray for the living and the dead.

If we practice the works of mercy, we show the people the love of Christ, that is the rock of our faith. We don't have idols, we have only one God of love and mercy that invites us always to conversion, to be disciples and missionaries, agents of salvation... the salt of the earth (Matt 5:13), the light, the yeast. 

The first disciple and missionary that lives the love and marcy is Mary Mother of Mercy. She is our teacher to learn of her how practice the works of mercy. She gives us Jesus and His divine mercy. We, like her sons and daughters two... are privileged to give the love of mercy of our beloved brother Jesus to everyone we meet.

Fr. Alfredo.