domingo, 14 de abril de 2024

Necesitamos un cambio de actitud, empezando por mí...


El teléfono de un hombre maduro sonó en la Iglesia por accidente durante la homilía. El cura lo regañó, el diácono lo amonestó a la salida, algunos feligreses le dijeron algunas indirectas, otros lo regañaron y su esposa siguió sermoneándolo sobre su descuido todo el camino de regreso a casa, se podía ver la vergüenza y la humillación en su rostro... ¡Nunca más volvió a pisar la Iglesia!

Esa noche, buscando remediar su tristeza, se fue a un bar. Todavía estaba nervioso y temblando. Derramó su bebida en la mesa por accidente. El bartender se acercó y le dio una servilleta para que se limpiara. El mesero vino rápido y trapeó el piso. La gerente le ofreció una bebida de cortesía, mientras también le daba un gran abrazo y le decía: «No te preocupes, hombre. ¿Quién no se equivoca y comete errores?». .. ¡No ha dejado de ir a ese bar desde entonces!

Pienso en cuántas veces habré sido yo causa de que alguien deje la Iglesia por un mal testimonio, por una palabra mal aplicada, por un regaño, por una indirecta, por una llamada de atención en público, por una humillación...  ¿Quién no se equivoca y comete errores?» 

A veces nuestra actitud de creyentes —sacerdotes, religiosos, laicos de cualquier edad y condición— aleja a las almas de la Iglesia. Nuestra actitud rompe nuestras relaciones y destruye incluso nuestros grupos, nuestras familias, nuestras comunidades. 

Necesitamos un cambio de actitud que con actos de misericordia pueden marcar la diferencia por la forma en que tratamos a otras personas, especialmente cuando cometen errores.

He tomado esto, que he editado un poco, de un escrito que uno de los Vanclaristas puso en su muro de Facebook. Quiero aprovecharlo para agradecer a todos las oraciones que hacen por mí, por mi vida, por mi conversión, por mi ministerio, por mi fidelidad y perseverancia. Pero también quiero aprovechar para pedir una disculpa a quienes he herido su corazón de hijos de Dios, de miembros de la Iglesia porque a veces no he sido un buen sacerdote, una buena persona, un buen hermano... Si merezco su perdón, yo se los pido.

Este año cumpliré, si Dios me presta vida, 35 años en el ministerio sacerdotal... ¡Cuántos errores en este tema no habré cometido! Pidan al Señor que tenga misericordia de mí. Y yo, por mi parte, les reitero a todos que viven «de a grapa», como dicen los muchachos, en mi corazón.

Padre Alfredo.

martes, 2 de abril de 2024

In the end, the love of God is all that remains…


Some people have fears to speak about the end of the world. To many people the end of the world is tragic and the topic of the final judgment is a sensitive topic for many, but for the man and the woman of faith, the “judgment” of God begins and occurs in every moment of the life: "I'm at the door and knock" says the Lord (Rev 3:20). He dearly loves us and wants us to make an expression of their love to one another. Everything that has nothing to do with this, is outdated, is like a tinsel. Every day of our life, Jesus is trying to prepare us, his followers, for the final judgment.

Throughout our lives and around us, there is a much tinsel and many injustices. Human labor is not worth the economic fruits, nor the appreciation that we have other, better if the human person is made love.

This donation really so many people around us in their daily work, and that is not valued in the “market” will not be lost, because it remains forever in the heart of God.

Over the last 20 centuries, across the generations that have lived, men and women and children have heard the different readings of this topic proclaimed from pulpits around the world, and recognized in some way the things l of their own times. Every age has had its cataclysms as typhoons and hurricanes, its wars and uprisings.

For us, it may be that cable television and the Internet now make it all more immediate and instantaneous. Everything seems to unfold in our own living rooms—or on our smartphones.

And so it may be that the dire words of the scriptures matter more to us now. The warnings sound more urgent. Yet, every generation has needed the love of Jesus our savior.

We need to remember just how fleeting and impermanent everything around us really is. All that remains is the love of Christ who gave himself for us to save us.

The Gospel tells us that Jesus promises his followers abundant sufferings and persecutions. If they bear the sufferings for Christ’s name they will earn the true life, the eternal life of heaven. For this reason the Church wants us to examine ourselves regarding the response we have to such circumstances. We are invited to seek and find him in all things, in every person, in every place, in every experience.

So, we are called upon to prepare ourselves for the future by loving and serving others at every possible occasion. We are called to persevere in our living faith and look forward in hope. The true and final story will begin when we judge the Love to one and all. In the end, the love of God is all that remains. That love is reciprocal; God has loved his human creatures and awaits a loving response. The Virgin Mary is the woman who has loved, let us ask her to teach us to live each day loving.

Father Alfredo.
 

sábado, 30 de marzo de 2024

«Viernes Santo 2024»... Un pequeño pensamiento para hoy

El Viernes santo, siguiendo una antiquísima tradición en la Iglesia, es un día en el que no se celebra la Eucaristía. Tampoco se celebra este día ningún otro sacramento, a excepción de la penitencia y de la unción de los enfermos. Ya sabemos que Cristo crucificado es el centro de la liturgia y este día no es la excepción.  

La celebración de la Pasión del Señor se desarrolla con la liturgia de la Palabra, la adoración de la Cruz y la sagrada Comunión cada viernes santo. Antes de la adoración de la Cruz, se tiene la oración universal, que expresa el valor universal de la Pasión de Cristo clavado en la Cruz para la salvación de todo el mundo. Terminada la celebración, se despoja el altar, dejando la cruz listas para colocar las allí la cruz, a fin de que los fieles puedan adorarla y permanecer en oración Claro. La escenificación del Viacrucis, que estamos por terminar, alentó a todos en el testimonio de algunos de los que representaron a los apóstoles.

He seguido pensando mucho en estos días, en María Madre de Dios y madre de todos nosotros. Que ella nos aliente a todos para buscar ser fieles a su Hijo, fieles no solamente por cumplir y tomar algún quehacer, sino fieles de convicción para buscar el crecimiento en la línea espiritual. ¡Ustedes me perdonen!

Padre Alfredo.

viernes, 29 de marzo de 2024

MI HOMILÍA DEL VIERNES SANTO DE 2024... AÑO SACERDOTAL EN LA ARQUIDIÓCESIS DE MONTERREY.


«Hermanos, Jesús, el Hijo de Dios, es nuestro sumo sacerdote»... Así comienza el pasaje de la carta a los Hebreos que hemos escuchado en la segunda lectura. Ustedes saben, que, en el marco de este Año sacerdotal que se celebra en esta querida arquidiócesis de Monterrey, un servidor —como lo he mencionado varias veces— cumplirá el 4 de agosto próximo, si Dios me presta vida, 35 años de caminar por la faz de la tierra como sacerdote. Por eso, este Viernes santo, me regala, junto a ustedes, el remontarme a la fuente histórica del sacerdocio cristiano y hace que comparta una homilía, que será bastante larga y se desarrollará en torno a este tema y aumente en nosotros el amor y la gratitud por el don del sacerdocio. La preparé en las primeras horas de este día, con mucho cariño.

De alguna manera, esta liturgia tan especial del día de hoy, en que no se celebra la Eucaristía, es la fuente de las dos realizaciones del sacerdocio cristiano: la ministerial, de los sacerdotes, y la universal de todos los fieles, que también se funda en el sacrificio de Cristo. Él, dice el Apocalipsis, «nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados, y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre» (Ap 1, 5-6). Por ello, me parece de vital importancia entender la naturaleza del sacrificio y del sacerdocio de Cristo, porque tanto sacerdotes como laicos debemos llevar, aunque de forma particular, la impronta de ese sacrificio y ese sacerdocio, y tratar de vivir sus exigencias.

La carta a los Hebreos, explica en qué consiste la novedad y la unicidad del sacerdocio de Cristo. «Cristo como sumo sacerdote de los bienes futuros (...) penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna. Pues si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que por el Espíritu Eterno se ofreció a sí mismo sin tacha a Dios, purificará de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo! (Hb 9,11-14).

Esta es la novedad, queridos hermanos. Cualquier otro sacerdote ofrece algo fuera de sí; en cambio, Cristo se ofreció a sí mismo. Cualquier otro sacerdote ofrece víctimas, en cambio, Cristo se ofreció como víctima. Cristo es, al mismo tiempo, sacerdote y víctima. Cristo no vino con la sangre de otro, sino con la suya propia. No puso sus propios pecados sobre los hombros de los demás —hombres o animales—, sino que puso los pecados de los demás sobre sus propios hombros: «En el madero de la cruz —dice la segunda carta de Pedro en 2,24— cargó nuestros pecados en su cuerpo».

En Cristo es Dios quien se hace víctima, no la víctima que, una vez sacrificada, es elevada a continuación a dignidad divina. Ya no es el hombre quien ofrece sacrificios a Dios, sino Dios quien se «sacrifica» por el hombre, entregando a la muerte por él a su Hijo unigénito (cf. Jn 3,16). El sacrificio ya no sirve para «aplacar la ira de la divinidad, sino más bien para apaciguar al hombre y hacerle desistir de su hostilidad hacia Dios y el prójimo. 

El sacrificio de Cristo en la Cruz, contiene un mensaje formidable para el mundo de hoy. Desde la Cruz, Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, grita al mundo que la violencia es un residuo arcaico, una regresión a estadios primitivos y superados de la historia humana y —si se trata de creyentes— de un retraso culpable y escandaloso en la toma de conciencia del salto de calidad realizado por Él. Jesús cambió el signo de la victoria. Inauguró un nuevo tipo de victoria que no consiste en hacer víctimas, sino en hacerse víctima. «vencedor por ser víctima», diría san Agustín (Confesiones 10, 43).

Queridos hermanos, ¡qué poco entiende el mundo de este aspecto del sacerdocio de Cristo! Hoy la violencia y la sangre se han convertido en uno de los ingredientes de mayor reclamo en las películas y en los videojuegos, a los que la gente se siente atraída y se divierte mirándola. Incluso a los niños más pequeños, se les incita a buscar en el iPad o en el celular, caricaturas donde impera la violencia. Es innumerable la cantidad de películas y de juegos, para todas las edades, que ven como normal el matar a personas o animales, el uso y abuso de drogas y alcohol, el comportamiento criminal, la falta de respeto por la autoridad y las leyes, la explotación sexual y la violencia hacia la mujer, los estereotipos raciales, sexuales y de género, el uso de palabras indecentes, obscenidades y gestos obscenos.

Hay una cuestión que pone en marcha el mecanismo de la violencia: el mimetismo, la connatural inclinación humana a considerar deseables las cosas que desean los demás, y por tanto, a repetir las cosas que se ven hacer a los demás. La psicología del «rebaño» —nos dirán los especialistas en la materia— es la que lleva a la elección del «chivo expiatorio» para encontrar, en la lucha contra un enemigo común —en general, el elemento más débil, el distinto a los demás— una cohesión totalmente artificial y momentánea.

Tenemos un ejemplo en la actual violencia de los jóvenes en los estadios —lo digo aunque me fascine el deporte—, en las agresiones en las escuelas y en ciertas manifestaciones callejeras que dejan tras de sí una violencia desmedida, ruina y destrucción. Pienso, queridos hermanos, en las noticias de un canal local que suelo ver luego de orar en las mañanas y en las que brilla la violencia desmedida en nuestra sociedad regiomontana y que en concreto, abarca todos los niveles de nuestra metrópoli. Somos ya muchas, las generaciones de nuestra patria, que, en general,  hemos tenido el rarísimo privilegio de no conocer una verdadera guerra y de no haber sido nunca llamados a las armas, por eso pulula el número de niños, adolescentes y jóvenes y uno que otro adulto despistado, que se entretienen en películas y juegos, que, aunque estúpidos y a veces trágicos, inventan guerras inexistentes, impulsados por el mismo instinto que movía a la horda primitiva. Unido a esto está la violencia familiar, la violencia de género, la violencia por discriminación de raza o de nivel social.

¡Qué contraste entre la actuación de Cristo como Sacerdote y Víctima y la que aún tiene lugar en ciertos ambientes! El fanatismo invoca la lapidación; Cristo, a los hombres que le presentaron a una adúltera, les respondió: «Aquel de ustedes que esté sin pecado, que le tire la primera piedra" (Jn 8, 7). La violencia nunca es tan odiosa como cuando se produce allí donde debería reinar el respeto y el amor recíproco. Es verdad que la violencia no siempre es sólo y toda de una parte; es verdad que se puede ser violento también con la lengua y no sólo con las manos. San Juan Pablo II, a quien admiramos en la Iglesia como aquel que ha sabido asumir esa condición de sacerdote y víctima, inauguró la práctica de las peticiones de perdón por los fallos colectivos, recordándonos que Cristo, desde la Cruz, nos invita a quienes nos declaramos cristianos, a recurrir a gestos concretos de conversión, a palabras de disculpa y de reconciliación dentro de las familias y en la sociedad.

El pasaje de la carta a los Hebreos que hemos escuchado, prosigue diciendo: «Cristo, durante su vida mortal, ofreció oraciones y súplicas aquel que podía librarlo de la muerte, y fue escuchado por su piedad» Jesús conoció en toda su crudeza la situación de las víctimas, los gritos sofocados y las lágrimas silenciosas. Verdaderamente «no tenemos un sumo sacerdote que no sea capaz de compadecerse de nuestros sufrimientos». En cada víctima de la violencia, Cristo revive misteriosamente su experiencia terrena como Sacerdote y Víctima. También a propósito de cada una de ellas dice: «Cuando lo hicieron a uno de ellos, a mí me lo hicieron» (Mt 25, 40).

Así, de esta manera, al adorar la Cruz en esta tarde, somos invitados no a besar un madero para cumplir con una devoción, sino a contemplar, desde lo más profundo de nuestro corazón a Cristo que con su muerte nos dio la vida eterna. Por medio del árbol de la cruz nos enseña el valor del sacerdocio lleno de frutos de la salvación. Por eso, al acercarnos a este momento, mirémoslo a Él, miremos al Crucificado, miremos al Sumo y Eterno Sacerdote que nos lleva a captar la esencia de este sacramento.

Esta tarde, aquí en nuestra parroquia, nuestro Rey, constituido para siempre Sacerdote, no solo se deja mirar por nuestra miseria y nuestra pequeñez, no... él también nos mira desde la cruz. Depende de nosotros decidir si queremos ser meros espectadores o involucrarnos con nuestro sacerdocio bautismal y ministerial en sus intereses. ¿Soy espectador o quiero involucrarme?¿Qué hacemos? ¿Nos limitamos a elaborar teorías, nos limitamos a criticar, o a querer hacer nuestro grupito cerrado o nos ponemos manos a la obra, tomamos las riendas de nuestra vida, pasamos del «si» —sin acento— de las excusas a los «sí» de la entrega sacerdotal en el servicio? Todos creemos saber qué es lo que no está bien en la sociedad, todos; hablamos todos los días de lo que hay que erradicar, incluso en la Iglesia, porque tantas cosas no van en la Iglesia. Pero luego, ¿hacemos algo? ¿Nos ensuciamos las manos como nuestro Dios clavado al madero o estamos con las manos en las bolsas mirando para todas partes menos hacia él y esquivando su mirada? 

Esta tarde, a la luz de esta carta a los Hebreos de la que hemos escuchado en un pequeño fragmento la grandeza del sacerdocio, de la lectura de Isaías que nos recuerda que sin Dios andamos como ovejas errantes, cada uno siguiendo su camino, nos damos cuenta de que la única puerta de entrada legítima al ministerio del sacerdocio bautismal y ministerial y ministerial es la Cruz de Cristo. 

Queridas hermanas, queridos hermanos, no los quiero cansar más. Casi llego al final de esta larga reflexión y quiero invitarlos ahora a que al acercarnos a la adoración de la Cruz dejándonos mirar por Jesús y mirándolo a él, nos dejemos mirar también por su Madre santísima y la veamos a ella. Contemplemos también su corazón traspasado y con ella recodemos, no solamente en este momento, sino cada día, que se entra en el sacerdocio a través del Sacramento: a través de la donación total de sí mismos a Cristo, ustedes como laicos por el sacerdocio bautismal, nosotros los sacerdotes, por el sacerdocio ministerial para que sirvamos a Cristo y sigamos su llamado, incluso si esta tuviese que estar en contraste con nuestros deseos de autorrealización y de estima, guardando en el corazón de aquellas palabras de Cristo cuando dijo: «A mí nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero» (Jn 10,18).

Finalmente, pidan por mí. Ayer me conmovió mucho una señora ya mayor, quizá tan mayor como mi madre, que por cierto hoy cumple 89 años y que esta mañana al felicitarla me dijo: «Yo nací un viernes santo». Esta mujer anciana, la que se me acercó ayer, a la salida, donde suelo estar siempre al término de cada celebración, con excepción de la de hoy, se acercó y me dijo: «padre Alfredo, yo quiero darle mi bendición»... puedo asegurarles, con toda sencillez, que es uno de los regalos más maravillosos que he tenido en mi vida. Pidan por mí, para que llevando la cruz de cada día, para que sin dejar nunca de contemplar a Cristo en la cruz, busque ser siempre fiel al ministerio sacerdotal que he recibido inmerecidamente y que no llegue al juicio final, sin antes haber motivado, por lo menos a unos cuantos varones jóvenes y valientes, a ser sacerdotes como yo. Tal vez, como dice san Juan de Ávila, la cruz, al contemplarla de lejos da miedo, pero cuando se le abraza, no se le quiere soltar y el contacto con ella hace decir: «Bájate Señor, que soy yo quien debe estar clavado allí».

Padre Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.

Misionero de la Misericordia.

Parroquia de Nuestra Señora del Rosario en San Nicolás.

29 de marzo de 2024.

Año Santo Sacerdotal en la Arquidiócesis de Monterrey.


«BREVE REFLEXIÓN PARA EL VIERNES SANTO»... UN PEQUEÑO PENSAMIENTO PARA HOY


El Viernes santo, siguiendo una antiquísima tradición en la Iglesia, es un día en el que no se celebra la Eucaristía. Tampoco se celebra este día ningún otro sacramento, a excepción de la penitencia y de la unción de los enfermos. Ya sabemos que Cristo crucificado es el centro de la liturgia y este día no es la excepción.  

La celebración de la Pasión del Señor se desarrolla con la liturgia de la Palabra, la adoración de la Cruz y la sagrada Comunión cada viernes santo. Antes de la adoración de la Cruz, se tiene la oración universal, que expresa el valor universal de la Pasión de Cristo clavado en la Cruz para la salvación de todo el mundo. Terminada la celebración, se despoja el altar, dejando la cruz listas para colocar las allí la cruz, a fin de que los fieles puedan adorarla y permanecer en oración Claro. La escenificación del Viacrucis, que estamos por terminar, alentó a todos en el testimonio de algunos de los que representaron a los apóstoles.

He seguido pensando mucho en María, Madre de Dios y madre de todos nosotros. Que ella nos aliente a todos para buscar ser fieles a su Hijo, fieles no solamente por cumplir y tomar algún quehacer, sino fieles de convicción para buscar el crecimiento en la línea espiritual. ¡Ustedes me perdonen!

Padre Alfredo.

jueves, 28 de marzo de 2024

«El Jueves Santo: La Misa Crismal y la Cena del Señor»... Un pequeño pensamiento para hoy


Dentro de las celebraciones de Semana Santa hay una misa muy especial, pero tal vez menos conocida que los festejos pertenecientes al triduo pascual. Se trata de la misa crismal, en la cual, se consagra el santo crisma, el óleo de los catecúmenos y el óleo de los enfermos. De ahí su nombre. Esta misa la preside el Obispo y es concelebrada por los sacerdotes diocesanos y religiosos que están en la diócesis. De forma ordinaria, se celebra en el Jueves Santo; no obstante, por cuestiones de conveniencia pastoral, se puede adelantar a uno de los otros días de la Semana Santa. El que suela celebrarse el Jueves Santo no tiene relación con el Triduo Pascual; más bien, tiene que ver con poder disponer de los santos óleos, en especial el óleo de los catecúmenos y del Santo Crisma, para la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana durante la Vigilia Pascual.

Aquí en la arquidiócesis de Monterrey la tuvimos ayer miércoles, iniciando el día con un retiro para todo el presbiterio en el Santuario Sacerdotal del Sagrado Corazón en que tuve la dicha de administrar el sacramento de la reconciliación algunos sacerdotes para continuar con una procesión hacia la Basílica de Nuestra Señora del Roble —patrona e la arquidiócesis— en la que me tocó el gran regalo de guiar el rezo del santo rosario sacerdotal. En esta misa los sacerdotes renovamos cada año, nuestras promesas sacerdotales. La Oración Colecta de esta misa es hermosa: « Oh Dios, que por la unción del Espíritu Santo constituiste a tu Hijo Mesías y Señor, y a nosotros, miembros de su cuerpo, nos haces partícipes de su misma unción; ayúdanos a ser en el mundo testigos fieles de la redención que ofreces a todos los hombres. Por nuestro Señor Jesucristo». Mi reflexión personal en torno a esto ha ido en que todos, clero, religiosos y laicos, hemos de sabernos ungidos con el óleo de la alegría, de la esperanza y de la caridad manteniendo viva nuestra fe.

Por otra parte, hoy damos inicio al Triduo Pascual con el corazón puesto ya en la solemne celebración de esta tarde en la que la Iglesia conmemora la Institución de La Eucaristía como el regalo de Amor, la Institución de uno de los Sacramentos de entrega y abandono total al Señor: el Sacramento del Orden Sacerdotal y La vida de servicio a los demás representada en el lavatorio de los pies como el que Jesús hizo a sus apóstoles. La Oración Colecta nos invita a dirigir nuestra mirada en la Eucaristía, rogando al Señor que de ella brote para todos nosotros la plenitud del amor y de la vida. Siempre, en mi diaria reflexión, pienso en María santísima. Hoy a primera vista parecería estar ausente en este momento sublime de la entrega y de la promulgación del mandamiento del amor. Pero no: ella está hecha memoria y ejemplo para Jesús. La Virgen le enseñó el servicio humilde y la entrega, la donación total del propio cuerpo, de la vida, sin reserva y sin medida. Con el «sí» de María, anterior al «sí» de Jesús, el cuerpo que hoy se hace pan tuvo la posibilidad de ser cuerpo. Con ella vivamos intensamente esta celebración. ¡Bendecido Jueves Santo 2024!

Padre Alfredo.

miércoles, 27 de marzo de 2024

«La muerte y resurrección de Cristo, esperanza nuestra»... Un pequeño pensamiento para hoy


La Oración Colecta de hoy, a un día de arribar al inicio del Triduo Pascual y entrar en el misterio de la pasión y muerte de Cristo, ya contempla la esperanza de la resurrección no solamente para él sino también para nosotros que aspiramos a llegar al Cielo: «Padre misericordioso, que para librarnos del poder del enemigo que hiciste que tu Hijo sufriera por nosotros el suplicio de la cruz, concédenos alcanzar la gracia de la resurrección». La muerte y la resurrección de Cristo son, por lo tanto, igualmente importantes. Con la muerte y la resurrección de Jesús se producen cosas diferentes, pero que están necesariamente relacionadas. La muerte y la resurrección de nuestro Señor son realmente inseparables, así como el tejido y los hilos de la tela.

Con la muerte de Cristo, nuestros pecados perdieron el poder de gobernar sobre nosotros (Rm 6). Con Su muerte, él destruyó las obras del diablo (Jn 12,31; Hb 2,14; 1 Jn 3,8), condenó a Satanás (Jn 16,11) y aplastó la cabeza de la serpiente (Gn 3,15). Sin embargo, la resurrección de Cristo también es fundamental para el mensaje del Evangelio. Nuestra salvación depende de la resurrección de Jesucristo, como san Pablo afirma en 1 Co 15,12-19. Si Cristo no hubiera resucitado, nosotros no tuviéramos esperanza de resurrección y seguimos sentados «en tinieblas y en sombra de muerte» esperando la salida del sol (Lc 1,78-79).

La entrada de Jesús en la tumba es tan importante como lo fue su salida de ella. San Pablo define la doble verdad de que Jesús murió por nuestros pecados —demostrado por su sepultura— y resucitó al tercer día —demostrado por sus apariciones ante muchos testigos—. Esta verdad del evangelio es «de primera importancia» (ver 1 Co 15,3-5). Es imposible separar la muerte de Cristo de su resurrección. Creer en una sin la otra sería creer en un falso evangelio. Para que Jesús haya resucitado realmente de entre los muertos, debe haber muerto en realidad. Y para que su muerte tenga un verdadero significado para nosotros, él debe tener una verdadera resurrección. No podemos tener una sin la otra. Abramos el corazón, con María, para celebrar el Triduo Pascual acompañando a Jesús en su pasión, muerte y resurrección. ¡Bendecido miércoles santo!

Padre Alfredo.