domingo, 2 de noviembre de 2025

«con esperanza hacia la eternidad»... UN PEQUEÑO PENSAMIENTO PARA HOY

En este marco el Año Jubilar marcado por la «esperanza que no defrauda» (Rm 5,5), quiero traer a la memoria una pequeña frase que el Papa Benedicto XVI, de feliz memoria, compartió en una audiencia que, en el año 2011 coincidió con el día de Todos los Fieles Difuntos que hoy celebramos: «Ante la muerte, solo Dios Amor le ofrece al ser humano la esperanza en la eternidad». ¡Cuánto ha olvidado el hombre de nuestros tiempos que hay una eternidad que nos espera! La inmensa mayoría más bien se pregunta: ¿Por qué hay que morir, si desde lo hondo de nuestro ser algo nos dice que estamos hechos para vivir? Sin embargo, la realidad es que fuimos creados para la eternidad. Hay un versículo en la Biblia, en concreto en el libro del Eclesiastés que dice refiriéndose a Dios: «Ha puesto eternidad en el corazón de ellos» (Ecl 3,11). Cuando se escribe el versículo, el pueblo de Israel ya había superado su etapa nómada, ya tenían un reino y un palacio, guardias imperiales, artilugios de lujo y de poder, confeccionaban herramientas sofisticadas y habían adoptado los sistemas de escritura de los pueblos de su entorno para dejar constancia de los hechos de su historia y aún así, continuaba en el corazón el anhelo del Eterno. 

La acumulación del pecado en el corazón del ser humano en un tiempo impregnado de un relativismo impresionante, va llevando a gran parte de la sociedad a puntos insostenibles de desorden. Nos queda poco de aquellos primeros creyentes que, ante la muerte, recitaban su historia a viva voz recordando a los seres queridos que había partido rumbo a la eternidad, sus enseñanzas, sus recuerdos, sus anhelos, sus esperanzas. Hoy, en cambio, abrimos la Wikipedia cuando queremos saber algo. Sin embargo, esa idea de eternidad sigue dentro de muchos de nosotros y de manera sutil, casi siempre, se convierte en un motor de nuestras vidas. Incluso en las vidas de los que no pueden vivir más alejados de Dios. La necesidad de trascender, de que algo nuestro perdure incluso más allá de nuestra existencia terrena, siempre está presente, como una llamada de atención ineludible. Creo que a todos se nos ha pasado alguna vez por la cabeza este versículo del Eclesiastés que hoy traigo a colación y que no forma parte de la liturgia de la palabra del día, pero que me lleva a la segunda lectura de este domingo que declara: Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. (Flp 3,20-21). Ayer para mí fue un día difícil, como puede serlo hoy, ayer o mañana para cualquiera de nosotros, porque... ¿quién no ha tenido un día así? Yo creo que cuando los días son arduos, pesados, espesos, es bueno dirigir la mirada hacia la eternidad y dar gracias de que nuestra vida se va gastando día a día sin detenerse a pesar de los sentimientos de impotencia y pena que se puedan atravesar. La vida, en el fondo, es hermosa para todos porque es un camino hacia la eternidad. Ahí están los poetas de tantas naciones cantando en medio a veces del sufrimiento y del dolor, la fugacidad de la vida, o los grandes artistas tratando de dejar una obra inmortal para la posteridad, o sencillamente los padres queriendo perpetuarse en sus hijos más queridos. 

El hombre moderno no cree en la eternidad, y por eso mismo se esfuerza por eternizar un tiempo privilegiado de su vida actual. No es difícil ver cómo el horror al envejecimiento y el deseo de agarrarse a la juventud llevan a veces a comportamientos cercanos al ridículo que evidencian un terrible miedo a la muerte. El Evangelio de hoy (Jn 11,17-27) nos invita a pensar en el Resucitado; Cristo, que es verdadero Dios y verdadero hombre. Él nos dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre.» y nos pregunta: «¿Crees esto?». Hoy es un día para recordar a todos aquellos que han partido hacia la eternidad. No sabemos si ya llegaron o si van de camino, no sabemos ni siquiera si podrán llegar a contemplar el rostro de Dios, porque el juicio le toca solamente a Dios. Hemos de seguir alimentando en nuestro corazón de creyentes la sed de eternidad arraigando nuestras vidas en un Dios que vive para siempre y en un amor que es «más fuerte que la muerte» y que ha llevado a muchos, empezando por María Santísima al Cielo. ¡Que Cristo que llamó a nuestros difuntos, los haya recibido y que el coro de los ángeles los introduzca en el Cielo!

Padre Alfredo.

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