sábado, 1 de noviembre de 2025

«EN EL DÍA DE TODOS LOS SANTOS»... Un pequeño pensamiento para hoy


Celebramos en la Iglesia universal —católica— el día de «Todos los Santos», una fiesta cuyos orígenes concretos son inciertos, pero sus inicios se remontan al año 313, en el que se promulgó el Edicto de Milán, a través del cual se legitimó el cristianismo en el Imperio Romano. En aquellos años en casi todas partes tenía lugar el 13 de mayo y en otras partes el primer domingo después de Pentecostés. La fecha del 1 de noviembre, según algunos relatos, tiene su origen en que el papa Gregorio III (731-741) dedicó ese día una capilla en la Basílica de San Pedro en honor de Todos los Santos, cosa que propició que esa fecha se convirtiera en la oficial para celebrar el día en Roma. Años más tarde el Papa Gregorio IV (827-844) declaró oficialmente en el año 835 el 1 de noviembre como Fiesta de Todos los Santos para recordar a todos aquellos que han trabajado, no sin fatiga, y a veces pagando con el precio de la vida, por la construcción del Reino de Dios, es decir, por la edificación de una nueva civilización donde reinen el amor, la justicia, la verdad, la fraternidad y la libertad de los hijos de Dios en la concordia y la paz.

Este día marca una fecha maravillosa para que todos los cristianos vivamos la alegría de redescubrir la grandeza de nuestra fe contemplando a todos nuestros hermanos, que ahora están junto a Dios y que se interesaron de todo lo que se les confió en la vida, lo hicieron objeto de un diálogo continuo con Dios y ahora interceden por nosotros allá en el cielo. Celebrar a los santos y santas, reconocidos y anónimos, de la Iglesia, pueblo de Dios, es adentrarnos en la vida en clave del kairós —tiempo oportuno para actuar—, sabiéndonos sostenidos, en nuestra entrega frágil y limitada, por la gracia de Aquel cuya llamada y don son irrevocables. La segunda lectura de la Misa de este día (1 Jn 3,1-3) me da la clave para reflexionar: Esta lectura se sitúa en el conocimiento de la inmensidad del amor de Dios por el cual nos llama hijos suyos y nos invita a ser «hermanos» que se quieren, que se respetan, que se aman en ese amor que viene de lo alto. Los santos no son santos «de chiripa» ni están prefabricados. 

Vivir como hijos de Dios es un desafío de todo creyente que, la más de las veces, prefiere o tiende a situarse ante Dios como deudor o pecador y debe dar el paso a saberse «hijo» y «hermano». Al parecer, como lo he experimentado en estos días en que me toca estar en la misión de Michoacán, por un acontecimiento doloroso que se ha suscitado, veo cómo nos cuesta vivirnos como hijos y como hermanos, porque pensamos —como el caso del hijo mayor en la parábola del hijo pródigo— que tenemos derecho a todo solo «por no hacer nada malo» y no por amar más allá de los límites mundanos. Nos gana la arrogancia, la soberbia, la vanidad, la falta de fraternidad, la terquedad, la petulancia, la cerrazón, la falta de humildad, la prepotencia, la insolencia... ¿Cómo se puede ser santo así? Los verdaderos santos casi ni se perciben, caminan en la sencillez de vida en día a día del ser y quehacer de cosas ordinarias como María la humilde sierva de Nazareth. Que Ella y todos los santos intercedan para seguir edificando la Iglesia que sea irradiación de Cristo en el mundo. ¡Bendecido sábado, fiesta inmemorial de Todos los Santos!

Padre Alfredo.

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