Es indudable pensar que se habla de «Esperanza» como «moda» porque el Año Santo, este Año Jubilar Católico, que comenzó el 24 de diciembre de 2024 y concluirá Dios mediante el 6 de enero de este ya inminente 2026 tiene como lema: «Peregrinos de la Esperanza».
Pero ciertamente el tema no es que esté de moda, sino forma parte fundamental de la teología de la Iglesia. La teología de la esperanza no es simplemente un enfoque más que se le puede dar a la palabra de Dios, sino que constituye una perspectiva fundamental donde todo bautizado debe situarse si quiere obtener una comprensión correcta de esa palabra. El cristiano es el hombre de la esperanza y está llamado «a dar razón de su esperanza», tal como exhorta la Primera Carta de Pedro (1 Pedro 3,15-17).
La esperanza es una virtud infusa por Dios en el alma, por la cual el cristiano aspira al Reino de los cielos y a la vida eterna, confiando plenamente en las promesas de Cristo y en la gracia del Espíritu Santo. La teología dogmática analiza la naturaleza de esta virtud, sus fundamentos bíblicos y su desarrollo a lo largo de la tradición de la Iglesia; la teología moral, se enfoca en cómo vivir esta virtud en la práctica y en la vida cotidiana del creyente, y la teología espiritual aborda su vivencia interior y ascética.Supongo que todos, como misioneros, tienen acceso al Catecismo de la Iglesia Católica, esta profunda y sólida exposición de la fe y la moral católica en un excelente tratado de teología dogmática, fruto de veinte siglos de vida e investigación teológica cristiana.
Cuando fue promulgado por el Papa San Juan Pablo II, con la Constitución Apostólica «Fidei depositum», el 11 de octubre de 1992 expresó: «es para que lo utilicen constantemente cuan-do realicen su misión de anunciar la fe y llamar a la vida evangélica. Este Catecismo les es dado para que les sirva de texto de referencia seguro y auténtico en la enseñanza de la doctrina católica, y muy particularmente, para la composición de los catecismos locales. Se ofrece también, a todos aquellos fieles que deseen conocer mejor las riquezas inagotables de la salvación (cf. Jn 8, 32)».
En este libro de texto maravilloso, se nos dice que «la esperanza es la virtud teologal por la que deseamos como felicidad el reino de los cielos y la vida eterna, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras propias fuerzas, sino en la ayuda de la gracia del Espíritu Santo» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1817). En cinco brillantes números —del 1817 al 1821— este catecismo nos hace un resumen asombroso de esta virtud, que es una de las virtudes principales en nuestra vida y que contrasta con la desesperanza, que es uno de los pecados más graves de la actualidad.
El Catecismo nos ratifica que la esperanza es la virtud teologal por la cual deseamos el reino de los cielos y la vida eterna como nuestra felicidad, poniendo nuestra confianza en las pro-mesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras propias fuerzas, sino en la ayuda de la gracia del Espíritu Santo. (CIC 1817)
En esencia, la esperanza es nuestro anhelo de ir al cielo y nuestra confianza en que, mediante Cristo, podremos alcanzar nuestra meta.En estas líneas no me detendré a hablar en sí de la esperanza como tal, sino de la esperanza cristiana como único sustento válido para la frágil esperanza del mundo que, en medio de esa desesperanza que el hombre de tanto en tanto cultiva y que en esta época que nos toca vivir, se expresa en muchos aspectos de la vida.
Basta pensar en letras de canciones de moda entre la gente joven y la no tan joven: «René» de Residente, una canción sobre la presión, la fama y la nostalgia, que evoca un sentimiento de aislamiento, depresión y conflicto interno:
«¿Qué Ganas?» de Morat, que habla de la frustración y el desgano tras una ruptura, explorando la sensación de no tener fuerzas ni motivos para seguir adelante; «Se le apagó la luz» de Alejandro Sanz, con una letra que narra un accidente de tránsito desde una perspectiva cerca-na a la tragedia y el dolor, dejando un sentimiento de pérdida y desesperanza. Si hablamos del género del regional mexicano puedo ir a una lista interminable: La famosa «Adiós amor» de Cristian Nodal, «Ya no tiene caso» de la banda de Los Recoditos y la que lleva por título «Desesperanza» de Ramón Ayala.En cuanto a la literatura, destaca la obra de Claire Mercier y Gabriel Saldías Rossel que lleva por título «Poéticas de la desesperanza: Distopías, crisis y catástrofes en la literatura hispanoamericana actual» que toca el tema ante un futuro incierto.
No son pocos los escritores de novelas que remarcan en sus libros la desesperanza. Para muestra un botón: Isabel Allende con sus libros «Paula», «De amor y de sombra», «Largo pétalo de mar» y «El viento conoce mi nombre».En el campo de la publicidad, los anuncios en las distintas plataformas, ya no están solo tra-tando de vendernos un producto o un servicio. Están tratando de vender la promesa de una vida mejor; la respuesta a esa desesperanza.
Están buscando vender esperanza, pero una esperanza pasajera. El problema con las redes sociales va por el mismo camino y no es que ellos tengan un diagnóstico incorrecto. El problema es que están tratando de arreglar una situación que simplemente va más allá de ellos y que se calme con paliativos. Tal vez sentimos una sensación placentera por el alto contenido de azúcar en una botella de Coca Cola, pero no nos van a dar la solución al problema dentro de nosotros. Aunque se podrían señalar algunas otras «desesperanzas» que son una fuerte amenaza para la esperanza, estas ya nos dan bastante que pensar.Durante los años sesenta, mientras yo era pequeñito y realizaba creativamente una serie de travesuras que con los años se fueron perfeccionando, grandes teólogos escribieron mucho sobre la esperanza en una época en donde apenas el mundo se empezaba a estabilizar luego de la Segunda Guerra Mundial y San Juan XXIII abrió las ventanas de la Iglesia a la esperanza con el Concilio Vaticano II:
Karl Rahner, el Jesuita que fue figura central e influyente en el Concilio Vaticano II; Henri de Lubac, Jesuita también y cardenal, una figura clave también en el Concilio. El teólogo Domi-nico Yves Congar, experto en eclesiología y ecumenismo; Edward Schillebeeckx, de la Orden de los Dominicos también, Hans Küng, el teólogo suizo muy de avanzada, influyente en el Concilio también y Joseph Ratzinger (más tarde Papa Benedicto XVI), el teólogo más impor-tante del siglo XX, trataron ampliamente el tema y nos dejaron grandes obras que pronto pa-decieron el destino de tantas cosas valiosas en la Iglesia que son efervescentes por un tiempo y luego nuevos escritos, a veces de moda, las apañan y se convierten en una pieza de museo más.
En medio de este clima de desesperanza, la esperanza, aún para muchos cristianos, por la falta de formación y por vivir una fe frenética, se ha vuelto bastante amorfa: esperamos no enfermarnos, esperamos conseguir un buen empleo, esperamos poder pagar las tarjetas de crédito, esperamos mantener nuestras amistades, esperamos tener las cosas que queremos o eventos que queremos que pasen. Usamos la esperanza para describir cómo nos sentimos acerca de las cosas que ambicionamos o apetecemos. Es algo parecido a tener ilusiones. No es de extrañar que seamos una sociedad de personas tan desesperadas cuando pensamos en la esperanza de esta manera, como con un sentido incompleto de «tal vez las cosas serán mejor algún día» o «tal vez yo podré tener esto que realmente quiero».Entre otras cosas, es difícil escuchar en la predicación, en la catequesis, en la enseñanza de la religión católica y en las relaciones de la vida diaria entre sacerdotes, consagrados y laicos en general, una clara presentación de la esperanza cristiana en la vida eterna que nos invite a eso: «a esperar». El cielo, para muchos hoy en día, es algo que se da por hecho que se tiene gana-do... entonces no hay por qué portarse bien, no hay que ser buenos, no hay que evitar el pe-cado... ¡No te pures! —dicen en los funerales con plena seguridad, sea quien sea— ¡ya está gozando con Dios!Hablar de esperanza pues, no es entonces una moda por el Año Santo, sino una necesidad, porque se trata de un ejercicio que el creyente, y en concreto el misionero que navega contra-corriente en un mundo que parece haber perdido el rumbo y va a la deriva sin esperanza alguna ha de mantener vivo como garantía de nuestra fidelidad a Cristo. Hoy más que nunca debemos salir a las plazas y subir a los tejados de las casas y anunciar a todos el Evangelio de la Esperanza.
Nuestros obispos reunidos en la centésima novena Asamblea Plenaria del Episcopado Mexicano, en su mensaje al pueblo de Dios, fechado el pasado jueves 13 de este mes, apenas hace unos días: expresan: «Pudiera parecer que este diagnóstico de la realidad nos lleva al pesimismo. Pero no es así. Porque la esperanza cristiana no consiste en cerrar los ojos ante el mal, sino en mantenerlos abiertos, reconociendo que Cristo ha vencido al mal con el bien».
Como virtud, la esperanza está inseparablemente ligada a otras dos que son importantísimas en la vida del creyente: la humildad y la magnanimidad. La humildad, fundamento de todas las virtudes, nos recuerda nuestra naturaleza: polvo, un simple gusano comparado con la inmensa bondad y el amor de Dios. Esta humildad se equilibra con la magnanimidad, virtud que nos impulsa a anhelar la grandeza, a glorificar a Dios con grandes obras y a pasar la eternidad con Él. A menudo se la denomina «grandeza del alma». Gracias a esta virtud, podemos elegir la acción correcta y noble incluso en los momentos difíciles. Cuando la magnanimidad y la humildad se encuentran en equilibrio, podemos vivir plenamente la virtud de la esperanza.
I. LA ESPERANZA EN LA HISTORIA DEL PENSAMIENTO FILOSÓFICO
El hombre, por su constitución natural y esencial, es un ser que espera: la esperanza es el lazo fuerte que une su presente imperfecto con el futuro de su ser acabado y perfecto. Pero curio-samente pocos filósofos se han interesado explícitamente por el tema. Tal constatación es comprensible en los griegos, ya que su visión de la realidad estaba dominada por el fatalismo del destino y por la repetición cíclica de los acontecimientos. Para ellos, la virtud no era la esperanza, sino la ataraxia, el conformarse sin ningún tipo de turbación ante las leyes del des-tino. La esperanza no era considerada más que como un estado pasional pernicioso que venía a alterar la paz del alma.
Pero después de la aparición del cristianismo, el desinterés por la esperanza es imperdonable: el fatum —la personificación del destino— es sustituido por la fe en un Dios que se de-fine como Padre amoroso, y el hombre aparece como soberano de la naturaleza y creador de su historia.Con tal visión, todo se pinta del color de la esperanza —que la relacionamos con el verde debido a su conexión con la naturaleza, el renacimiento y los nuevos comienzos— y toda realidad adquiere un doble valor: el que tiene por sí misma y aquel en cuanto que es signo y anticipación de los valores completos y definitivos situados por encima del horizonte de la vida presente. Y sin embargo ni los Padres de la Iglesia ni los Escolásticos exploraron sistemáticamente la naturaleza y el sentido de la esperanza. Menos aún los filósofos modernos.
Únicamente en el pensamiento contemporáneo la esperanza ha encontrado un lugar filosófico importante: en Nietzsche, la vida es concebida como un abrirse hasta el fondo de su propia posibilidad: «ser como dioses». Pero quien realmente ha tenido el mérito de incorporar la esperanza en el campo de la filosofía ha sido el filósofo alemán de ascendencia judía Ernst Bloch (Ludwigshafen am Rhein, 8 de julio de 1885-Tubinga, 4 de agosto de 1977).
2. 2. A la razón humana le está oculta la imagen de esta meta final a la que tiende la espera. Queda desbordada por ella.
Para entrever con más claridad el sentido último de la esperanza sólo podemos remitirnos a la fe y prestar atención a la palabra de Dios. Con ello abandonamos el terreno de la filosofía para entrar en el de la teología.
II. LA ESPERANZA CRISTIANA EN GENERAL
Tanto en la teología clásica como en la moderna, la esperanza, aun perteneciendo al conjunto de las tres virtudes teologales, no ha ocupado el puesto que merecía. La atención se ha centrado ordinariamente en la fe o en la caridad. Pero está claro que la fe cristiana vive de la resurrección de Cristo crucificado y se proyecta hacia la promesa del futuro universal de Cristo...
Toda la predicación cristiana, toda la existencia cristiana y la Iglesia entera están orientadas hacia la escatología.
La teología cristiana tiene siempre un ojo hacia el futuro. Por eso es importante tener una visión clara de la esperanza. La esperanza, que nace de la fe en la promesa de Dios, se convierte en un estímulo del pensamiento, fuente de su inquietud.
Aunque parezca una paradoja, la cruz es el símbolo de la esperanza, porque Cristo en la cruz es la razón de nuestra esperanza. Sin Cristo, y sin la cruz, no tendríamos motivo para tener esperanza y mirar más allá.
Por eso Jesucristo es el ejemplo perfecto de esperanza en medio del sufrimiento. Su pasión y resurrección nos enseñan que la cruz nunca es la última palabra; siempre existe la promesa de una vida nueva y de la victoria definitiva del bien.
En el párrafo diecinueve de la SPE SALVI, Benedicto XVI habla de Kant, quien vislumbró un fin del mundo pervertido, basado en el miedo y el interés propio en lugar del cristianismo. Este fin pervertido surge de un cambio de la fe eclesial a una fe individualista. Esto nos re-cuerda por qué necesitamos a la Iglesia y a los demás. Cuando la fe y la esperanza se vuelven individualistas, cometemos el mismo error que Karl Marx, quien «olvidó que el hombre es solo hombre» (SPE SALVI, Benedicto XVI). Así, hemos de tener muy en claro que nuestra esperanza es eclesial, no individualista. Nos salvamos como cuerpo de Cristo y juntos albergamos esperanza para nuestro presente y para nuestro futuro.
Como cristianos, estamos llamados a ser signos de esperanza en el mundo presente. Porque tenemos esperanza es que podemos ser promotores de justicia, de paz, de solidaridad. Esta virtud nos da la fuerza para luchar por un mundo mejor, incluso cuando los desafíos parecen insuperables. La esperanza activa es la madre de las obras de misericordia y del compromiso con los demás.
En nuestro camino de fe, como discípulos–misioneros, la esperanza es como una luz que nunca se apaga. Nos ayuda a ver desde el aquí y el ahora, más allá de las sombras de la duda y el miedo, guiándonos hacia la plenitud de la vida en Dios. Estamos llamados a vivir y testi-moniar esta esperanza, llevando al mundo el consuelo y la alegría que brotan del Corazón de Cristo. Es Él quien en la oración, va manteniendo en nuestros corazones viva la llama de la esperanza, para que podamos caminar con confianza y entusiasmo hacia el Reino de Dios.
III. LA ESPERANZA Y LOS TRATADOS CLÁSICOS DE LA TEOLOGÍA
La teología de la esperanza nos muestra a Dios como «Aquel que viene», potenciando así el camino hacia el futuro". El Dios de la Biblia es reconocido en las promesas que abren un nuevo futuro.Toda la cristología de la esperanza está dominada por la escatología. Mientras la cristología tradicional se mantuvo hasta antes del Concilio Vaticano II fundamentalmente vuelta hacia el pasado, la de la esperanza tiene su mirada puesta en el futuro. No se trata sólo de quedarse en lo que Cristo ha sido, en lo que Cristo será y sobre lo que se debe esperar de Él (cfr. Col 1,27). La expectativa cristiana sólo se remite a Cristo, pero se espera de Él algo nuevo que todavía no se ha producido: el cumplimiento para todos de la justicia de Dios, la resurrección de los muertos, el señorío de aquel que ha sido crucificado y la culminación de todas las cosas en él para su glorificación.
La eclesiología también adquiere una dimensión escatológica: La iglesia es vista en función de la realización del reino de Dios que se producirá al fin de los tiempos. Estamos en un «ya», pero «todavía no», porque el Reino de los Cielos ya está entre nosotros, pero no en su plenitud. La esperanza cristiana exige al creyente que se oponga al status quo de esta sociedad injusta para preparar el terreno a lo que ha de venir: la verdadera sociedad humana que Dios ha prometido en la resurrección de Cristo.
IV. DISTINCIONES Y RELACIONES ENTRE ESPERANZA HUMANA Y ESPERANZA CRISTIANA.
Con todo lo que he venido diciendo hasta ahora, ya se ha ido viendo —creo yo— que la esperanza cristiana es diferente de la esperanza humana. Pero este tema merece profundizarse y añadir algo sobre las relaciones existentes entre esperanza cristiana y esperanza secular.
Un lúcido discurso del Papa San Pablo VI (1970) nos puede centrar bien en la cuestión. Dice el Papa: «Respecto a la esperanza, hay una diferencia entre el cristiano y el hombre profano moderno: éste último es... el hombre de los muchos deseos... que ansía acortar la distancia que existe entre él y los bienes que desea; es un hombre de las esperanzas a “corto plazo", que desea satisfacerlas inmediatamente... y que, una vez satisfecho, se encuentra cansado, vacío y desilusionado.
Sus esperanzas no engrandecen su espíritu y no le dan a la vida su pleno significado, mientras le conducen por caminos de un progreso discutible. El cristiano, en cambio, es el hombre de la verdadera esperanza, que busca el sumo bien, y que en su esfuerzo y su deseo, sabe acoger la ayuda que aquel sumo bien mismo le proporciona, al infundir a la esperanza la confianza y la gracia de conseguirlo. Ambas esperanzas están sometidas, sí, a las contradicciones, carencias, dolores y miserias de la vida real, pero las sostienen diversas tensiones, si bien la esperanza cristiana puede hacer suya la tensión verdaderamente humana y honesta de la esperanza profana». Los motivos en los que se basa la esperanza secular son de orden empírico, susceptibles de verificarse experimentalmente, accesibles a la razón.
La esperanza secular —o mundana, como la llamaría el Papa Francisco— mira con fe el futuro porque en el presente dispone de experiencias y de medios que le dan garantías de poder seguir progresando. Sus objetivos son inmanentes, incluidos en el tiempo y constituyentes del mundo: ausencia de guerra o de injusticias, plenitud de bienestar y de felicidad. Sus medios son materiales, intramundanos, frutos del ingenio del hombre y de los recursos naturales.En cambio, la esperanza cristiana cuenta con unos motivos, objetivos y medios de un orden esencialmente diverso. El fundamento de la esperanza cristiana no se sitúa en el presente, sino en el pasado. Se basa en acontecimientos que de hecho desbaratan el orden de la experiencia de la ciencia. Su fe se basa en una sola persona «Jesucristo», no en datos anónimos de la cultura, de la técnica o de la ciencia. Sus objetivos también son diferentes. El futuro mejor que se espera no es inmanente, intrahistórico, impersonal, ni se realiza en un tiempo lógico y natural, prolongación del actual, sino que se produce mediante una crisis del tiempo transformándolo en eternidad.
La esperanza como virtud es, entonces, un tesoro del cristianismo. De hecho, sin Cristo, la esperanza carecería de sentido como virtud. Porque sin Cristo, las esperanzas son meros idea-les optimistas. Y con Cristo, nuestra esperanza se fundamenta firmemente en la fe y la razón. La esperanza es necesaria para nuestra salvación. «Quien tiene esperanza —afirmaba Benedicto XVI— vive de otra manera».El futuro esperanzador del cristiano no se lleva a cabo sólo por una clase social, ni por una generación exclusiva, sino por todos los hombres y mujeres que han existido en el pasado, presente y futuro que resucitarán en Cristo. Los medios de los que se vale son preferentemente de orden espiritual, si bien no prescinde de los que le ofrece el mundo.
Pero el cristiano está llamado sobre todo a hacer uso de aquellos que Dios ha ido manifestando a lo largo de la historia de salvación, así como debe tener los ojos puestos en Él, pidiéndole que se realice la obra de culminación y de redención prometida.
Estas distinciones entre los elementos de la esperanza cristiana respecto de los de la esperanza profana son fundamentales no sólo en el terreno teórico-especulativo, sino también en el de la misma praxis del cristiano.
Pero no es que la esperanza cristiana esté peleada con la esperanza del mundo secular. En primer lugar, cabe decir que no podemos hablar de una esperanza humana en general, sino de esperanzas humanas diversas, insertas en sistemas ideológicos bien definidos. De este modo, debemos hablar de una esperanza marxista, de una esperanza burguesa, de una esperanza del hombre primitivo...
Aquí debemos preguntarnos: ¿Qué hacer cuando estas esperanzas se apagan y ya no queda esperanza alguna, como está sucediendo actualmente? Pues bien, provistos como estamos, al igual que las vírgenes prudentes del evangelio, de un aceite inextinguible de esperanza, debemos pasar a la cabeza de la procesión de la humanidad e iluminar el camino de todos, haciendo descender del faro —que es Cristo—pedazos de luz a nuestro alrededor.
Pero la esperanza cristiana, en la que hemos profundizado en este rato, puede hacer todavía más: fecundar de nuevo la esperanza secular, mostrando cómo los grandes valores en que la humanidad ha invertido sus mejores energías —la verdad, la bondad, la justicia, la solidaridad, la paz, el amor, etc.—, no son vanas utopías ni aberrantes alienaciones, sino realizaciones parciales del gran proyecto que Dios tiene preparado para la humanidad, que con la venida de Cristo ya ha iniciado su realización definitiva.Quiero culminar esta reflexión con unas palabras del mensaje al pueblo de Dios de los obispos mexicanos, al que ya hice referencia: «Concluye el año jubilar de la esperanza, pero continúa nuestra peregrinación hacia nuevas metas para transformar nuestra sociedad, como lo hicieron en su momento nuestros mártires. Fueron fieles en medio de la persecución [...] emprendamos nuestros caminos de paz y solidaridad para cambiar nuestra realidad hacia la justicia y la fraternidad.Santa María de Guadalupe unió culturas y pueblos en torno a Cristo. Guadalupe impulsó los sentimientos de libertad. Guadalupe sostuvo a nuestros mártires en su testimonio. Guadalupe acompaña hoy a nuestro pueblo que sufre [...] Que ella, la Morenita del Tepeyac, madre del verdadero, Dios, por quien se vive, nos enseña a ser portadores de esperanza en medio de las exigencias del tiempo presente y nos enseñe a responder con la fuerza de la fe».
Padre Alfredo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario