El Evangelio de hoy (Lc 9,57-62) nos ayuda a ver la característica primordial de San Francisco, para quien la vivencia de la pobreza, en el sentido de desprendimiento total de todo lo que ate y aparte de Dios, fue algo esencial para amar a la Iglesia, que es es signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano. Pero, hoy, ante la apertura de este Sínodo, que es un tiempo de gracia muy especial, y al que me siento muy unido de manera especial con la presencia de monseñor Oscar Taméz, obispo de Ciudad Victoria que participa allá en el Vaticano y con quien me mantengo en contacto, la Iglesia llega sufriendo el quebrante de la división. Sí, por las noticias que nos llegan, nos damos cuenta de que el cuerpo de Cristo está herido. Parece que algunos miembros de la Iglesia no logran entender que cuando infligen dolor a los otros miembros, en realidad se hieren a sí mismos. «Si un miembro sufre, todos los miembros sufren juntamente», nos dice san Pablo. El Papa Francisco sabe que las divisiones destruyen lentamente a la Iglesia. En una homilía de hace dos años, había dicho: «el diablo tiene dos armas poderosísimas para destruir a la Iglesia: las divisiones y el dinero... las divisiones en la Iglesia no dejan que crezca el reino de Dios... Las divisiones hacen que se vea esta parte, esta otra parte en contra de esta: siempre contra, no existe el óleo de la unidad, el bálsamo de la unidad» (12 de septiembre de 2016).
El Santo Padre ha entendido muy bien que las divisiones y la ambición son las enfermedades diabólicas que afligen a la Iglesia actualmente. Y san Francisco ofrece a Iglesia dos poderosos antídotos: fraternidad y pobreza evangélica. En la iglesia de San Damián, allá en Asís, San Francisco escuchó a Jesús que le decía: «Ve y repara mi iglesia que como ves, está en ruinas». Mientras Francisco escuchaba la voz de Jesús desde la Cruz, abrazaba también su propia cruz y la llevó muy bien. San Francisco abrazó la cruz de Jesús y reconstruyó la Iglesia. Tratemos de honrarlo ayudándole, bajo la protección de María santísima a construir la Iglesia de nuestro tiempo y a acrecentar la unidad. Pidamos, desde nuestra pobreza, desprendiéndonos de todo lo que contamina nuestros corazones, que los frutos de este Sínodo sean abundantes y llenen de esperanza no solo a la Iglesia, sino al mundo entero. ¡Bendecido miércoles!
Padre Alfredo.
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