Todos somos invitados a confiar en que lo que el Señor dispone para nuestras vidas es lo mejor. Y debemos estar preparados «con el traje de fiesta» para vivir en esa confianza. Y ese traje de fiesta nos viene de Dios. Hemos de tener la confianza de que Él, que nos proporciona esta vestimenta, nos da lo mejor. Se dice que la costumbre en el Oriente, incluso hasta nuestros días, es que el anfitrión agasaje a sus invitados con trajes de honor. Estar en la boda sin el vestido de bodas, ofrecido gratuitamente, implica que el hombre de la parábola pensaba que su vestido regular era suficientemente bueno y no tenía por qué aceptar el regalo del rey. En el tiempo de Cristo las túnicas blancas largas eran vestidas para ocasiones públicas, y los que aparecían en tales ocasiones con otra vestimenta se consideraban merecedores de castigo. El anfitrión preparaba tal vestido para cada uno de sus invitados. Era esto lo que hacía inexcusable la conducta del invitado en la parábola de Jesús; él podría haber tenido un vestido apropiado de bodas si lo hubiese aceptado y recibido, es decir, si hubiera «confiado» en el rey. El punto de Jesús es que Dios nos quiere a todos en el banquete, por lo que hizo posible que todos tengamos sin cargo, porque no tenemos para pagar por ello, «el vestido de fiesta» que necesitamos para estar allí.
¡Cuánto nos falta para crecer en la confianza en Dios! Son los pecadores que depositan toda su confianza en Dios, como la samaritana, como Zaqueo, como Magdalena, como tantos otros a lo largo de la historia, los que son bienvenidos, las personas que saben que son pecadoras y que confían en Dios. Podemos gozar del fruto glorioso de la victoria de Cristo solo confiando en Él, aceptándolo y rindiéndonos a su amor, como Él lo hizo ante su Padre misericordioso que es nuestro Padre. Hemos de confiar en que Dios nos ama sin medida e incondicionalmente. Tenemos que pensar que nuestra confianza ha de estar siempre puesta en Dios que tiene lo mejor para nosotros, incluso los momentos de Cruz, como sucedió a Jesús o a Santa Teresita misma, sumergida desde jovencita y por poco tiempo, en la enfermedad que la llevó a la entrega de su vida en la confianza de que eso era lo mejor... «el traje de fiesta» que el Señor tenía para llevarla al Cielo. Ella gozaba contemplando a Nuestra Señora de las Victorias, una imagen de la Virgen que tenía. Pidámosle a Ella también que interceda, para que crezcamos en la confianza. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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