Es fácil captar que el propietario de la viña representa a Dios, que formó su pueblo con delicadeza y afecto, como expresan las diversas acciones en la parábola —plantarla, cercarla con una valla, cavar el lagar, construir la torre, contratar a los viñadores—; Dios ha hecho todo lo posible para cuidar de su pueblo, y ha escogido a unas personas para que la viña produjera fruto. En contraste con las atenciones del propietario, los viñadores responden rechazando a sus enviados, maltratándolos, asesinándolos… Los enviados representan a los profetas que Dios envió al pueblo de Israel durante toda su historia; llevaban un mensaje de parte de Dios, casi siempre de conversión, de denuncia de las injusticias, de exigencia de fraternidad, pero el pueblo se negó a hacerles caso. Finalmente envió a su hijo, es decir, Dios envía a Jesucristo para hacer oír su palabra de salvación en el mundo, pero los líderes del pueblo lo atraparon, lo sacaron de Jerusalén y lo mataron.
Los cristianos debemos ver en esta parábola la historia de nuestra salvación. Desde el principio, en la creación, Dios ha querido formar un mundo donde todo era bueno, después los hombres y mujeres lo hemos estropeado, negándonos a darle a él los frutos de amor, justicia y solidaridad que nos pedía —es cierto que la parábola va dirigida a los líderes, pero no solo a ellos, también nos interpela a nosotros—. Dios ha continuado enviándonos su mensaje de muchas formas, pero ha sido más cómodo para muchos de nosotros no escucharlo. Dios nos ha enviado a su propio Hijo a quien ha resucitado para la salvación de todos. Nuestra familia, nuestros amigos, la parroquia, la humanidad, todo es la viña del Señor. El creó todo por amor, ahora la ha dejado en nuestras manos, acompañados de su Madre santísima. Nos toca recoger la cosecha, vivir en hermandad, sembrar justicia y paz. El fruto es el amor, el hombre libre y cumplidor de la Palabra de Dios, pero siempre con la conciencia de que la viña, es de Él. ¡Bendecido domingo!
Padre Alfredo.
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