miércoles, 28 de abril de 2021

«Ser luz del mundo como Cristo»... Un pequeño pensamiento para hoy


El Evangelio siempre acontece, es de una actualidad permanente. Por eso precisamente el oyente cristiano, que es todo discípulo–misionero de Cristo, no puede ni debe darse por satisfecho por lo que le ocurrió a los judíos que no creyeron, porque eso mismo puede volver a suceder tanto hoy como mañana. Y es que el Evangelio, como Jesús mismo, será siempre signo de contradicción para todo el mundo y para todos los hombres de todos los tiempos, de manera que las breves líneas del Evangelio de hoy (Jn 12,44-50) tienen una vigencia permanente, una importancia decisiva para todos los oyentes presentes y futuros. Para Jesús la única manera de hacerse hijo de Dios es volverse transparencia de Él, porque a pesar de ese gran amor que Dios siente por nosotros no se manifiesta de manera personal ante nosotros, todas sus manifestaciones las hace valiéndose de hombres o mujeres. El testimonio que trae Jesús a la humanidad es importante porque de él se puede aprender que lo que el Padre desea no es tanto que creamos en Él cuanto que nuestras acciones sean como las de su Hijo enviado que ilumina el mundo.

«Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que crea en mí no siga en tinieblas» dice Jesús en el Evangelio de hoy que nos recuerda aquello de Jn 1,9: «Él era la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre». Desde la encarnación del mundo, la luz ya no es una metáfora o algo impreciso de sentido, sino Jesucristo en Persona. Él es la luz que viene al mundo, el portador de la salvación para los hombres. La luz vino al mundo justamente para que brille este propósito divino de salvación universal —y esta es la paradoja de la fe— para que brille aun más esta voluntad salvadora de Dios en la oscuridad más profunda de la cruz. Jesús en este mismo Evangelio nos dice también: «Si alguno oye mis palabras y no las pone en práctica, yo no lo voy a condenar; porque no he venido al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo». Porque Jesús es la más clara manifestación de la voluntad salvadora de Dios, que llama a los hombres en lo más íntimo de sus conciencias a que acojan esta salvación de Dios que gratuitamente se les ofrece, justamente por esto al hombre se le brinda también la posibilidad de la pérdida de la salvación, de forma que lo que se le ofrece como salvación, se le pueda cambiar y de hecho se le cambia en juicio, cuando no cree.

A la luz de todo esto vemos que el bautizado no es nada por sí mismo... esta allí en nombre de otro que le ha llamado. Cada bautizado es un misionero, es alguien llamado a dar la luz de Cristo a los otros, es alguien que debe conducir a los demás a descubrir a este otro. Conducir a Dios. Llevar a quienes nos rodean a experimentar su relación con Dios. Pero en primer lugar hay que tener nosotros esta experiencia de la luz de Cristo: ¿cómo pretender ser discípulo–misionero si uno mismo no vive su profunda relación con Dios? La «misión» de todo bautizado no es ante todo una empresa, ni una cuestión de métodos... es un «envío». Y Jesús dice: «El que me ve a mí ve a aquel que me ha enviado». A la luz del Evangelio de hoy nos queda claro que el verdadero discípulo–misionero «hace que vean» a Dios... así sencillamente, a través de su propia persona. ¡Quien ve a Jesús, ve al Padre! ¡Qué exigencia extraordinaria y maravillosa! ¡Qué Gracia! Pidámosle al Señor, por intercesión de María Santísima, que seamos transparentes para que el mundo pueda ver la luz de Jesús a través de nosotros. ¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

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