Amalia nació en Tanguancícuaro, en el estado de Michoacán, en México el 25 de febrero de 1928. Allí vivió hasta que ingresó a la congregación de las Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento el 16 de julio de 1951 en la Casa Madre, que está en Cuernavaca, Morelos, México. Allí mismo inició su noviciado el 25 de enero de 1952 y profesó sus votos de pobreza, castidad y obediencia el 15 de febrero de 1954 ante la fundadora de la congregación, la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, quien también la había acompañado en el inicio de su noviciado.
Después de su formación inicial en Cuernavaca, recibió su cambio a una comunidad que las Misioneras Clarisas tuvieron en Ciudad de México a la que se le conocía como la casa de «Talara», por estar en la calle que lleva el nombre de esa ciudad peruana. Allí se desempeñó como maestra de primaria por espacio de dos años. En 1956, siguió en la labor educativa en la casa de Monterrey, en donde continuó con su preparación académica hasta el año de 1960. Luego estuvo en la Casa Madre en donde hizo sus votos perpetuos el 8 de febrero de 1961, en una celebración presidida por la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento.
En 1963 recibió su cambio a Chiapas, con la encomiendo de abrir —junto con otras hermanas— una comunidad en San Juan Chamula, misión de la que la hermana Amalia se enamoró en la que trabajó arduamente. De hecho, cuando cumplió sus 50 años de vida consagrada, en sus palabras de acción de gracias afirmó que agradecía a Dios, de manera particular, el tiempo que le permitió realizar su tarea apostólica entre sus hermanos de aquellas tierras de los cuales dijo: «de ellos recibí más de lo que yo pude darles».
En el año de 1968, al darse cuenta la beata María Inés, de la facilidad que la hermana tenía para todo lo relacionado con la enfermería, la envió a la casa de Talara nuevamente para estudiar en el Instituto de Cardiología y la destinó luego a la Cada Madre, al dispensario médico en donde estuvo hasta 1976 para regresar luego a Chiapas a la que en aquel entonces era la Escuela Granja que hoy recibe el nombre de «Centro de Formación Integral de la Mujer Madre Inés (CEFIMMI).
En 1982 recibió su cambio a la comunidad de Monterrey, que fue allí donde yo, siendo seminarista, la conocí y donde inició su amistad con mi madre. Allí estuvo solamente dos años, pues en 1984 recibió la encomienda de ser una de las fundadoras de la Casa del Vergel en Cuernavaca. Después regresó nuevamente a Chiapas y en 1990 fue enviada a la Casa de la Villa, la comunidad de Misioneras Clarisas que está a unos pasos de la Basílica de Guadalupe en Ciudad de México. Allí estuvo solamente un año y recibió su cambio a la ciudad de Guadalajara a la que en aquel entonces era una residencia universitaria para chicas, en donde permaneció hasta 1994 en que regresó a la Casa Madre. Finalmente en el año de 2014 regresó a Guadalajara, a la Casa del Tesoro —comunidad en donde residen las hermanas enfermas de la congregación—.
Como se puede ver, en la vida de la hermana Amalia hubo muchos cambios de comunidad y diversas encomiendas entre la educación y la enfermería. En diversas ocasiones en las casas en donde estuvo fue superiora, vicaria y consejera. Las hermanas Misioneras Clarisas y demás personas que la conocieron, entre ellas mi madre, expresan que fue un alma muy caritativa, sencilla, sumamente responsable, formal, ordenada, muy educada y con gran espíritu religioso. En todas las misiones en donde estuvo fue una mujer pacífica y pacificadora que supo establecer buenas relaciones con las hermanas y con las personas que se acercaban a la comunidad como misionados y como bienhechores. Sus hermanas en religión la recuerdan como una alma profunda y apacible.
Las ocasiones en las que estuvo en Chiapas, como ya mencioné, la marcaron profundamente como misionera pues allí se entregó, en las diversas etapas de su vida, con mucho entusiasmo a la misión. Allí, en diversos momentos atendió los dispensarios médicos de San Juan Chamula y la Candelaria, a donde acudía mucha gente pues le tenían una gran confianza. Con sencillez y serenidad, supo afrontar las dificultades de la misión ofreciendo todo por la salvación de las almas. También allí, cuando estuvo en la Escuela Granja, se hizo cargo de las internas, adolescentes y jovencitas Tzoziles y Tzentales con las que siempre fue muy buena, amable y disponible, enseñándoles diversas labores domésticas y manualidades. A ellas les dedicaba todo el tiempo y la atención necesaria. Promovía siempre, entre ellas, la asistencia a la Misa y algunas decían que era, para ellas, como una segunda mamá.
Además de la educación en sus primeros años de religiosa, se dedicó arduamente al apostolado de la salud, poniendo en práctica los estudios que gracias a la beata María Inés había realizado. Con gran caridad y paciencia —según recuerdan muchos— atendía a cada una de las personas que acudían al dispensario, siempre con el deseo firme de ayudarles en lo que necesitaban.
En la última etapa de su vida, la hermana Amalia sufrió por poco más de diez años, insuficiencia renal crónica entre otros padecimientos, con los que, con una serena sonrisa, acompañaba a Jesús en la cruz y su salud poco a poco se fue deteriorando. Las religiosas jóvenes que la atendían expresaban que irradiaba siempre la armonía que vivía en su interior reflejando a Cristo y viéndolo en ellas. Una de estas hermanas, después de la muerte de la hermana Amalia comentó: «se le veía que tenía un trato natural, familiar y cercano con Jesús». Algunas recuerdan que sabía contemplar a Cristo en sus hermanas de comunidad, mostrándoles un profundo carió y respeto procurando tener para ellas una palabra de aliento y sabiduría, con el toque característico de la alegría.
Yo la recuerdo en sus últimos años, las veces que me tocó saludarla, compartir la Eucaristía, alguna reflexión o incluso unos Ejercicios Espirituales, siempre con una sonrisa muy discreta en sus labios, serena y siempre con un porte muy religioso, aunque casi ya no se podía mover. Siempre me dio palabras de aliento para vivir mi sacerdocio y cuando me veía me invitaba a ser misionero en todo tiempo y lugar bajo cualquier condición. La hermana Amalia, además de la insuficiencia renal, tenía desde tiempo antes artritis reumatoide que se le fue desarrollando hasta provocarle fuertes dolores en la columna y sin embargo se esforzaba por vivir cada día intensamente como misionera. A como podía, ponía su granito de arena ayudando a hacer algunas manualidades de las que las hermanas de la Casa del Tesoro hacen para venderlas y ayudar con ello al sustento de la comunidad; esto a pesar de que su vista ya estaba muy disminuida. Dicen las hermanas que no desperdiciaba ni un instante para amar a Dios y amarlo en sus hermanas.
Delicada de salud como estaba, fue visitada por la terrible enfermedad de la COVID-19 cosa que aceptó con serenidad y confianza en Dios, ofreciendo todos sus sufrimientos por la salvación de las almas, por las necesidades en el mundo entero y por la Familia Inesiana. Mantuvo su ánimo siempre positivo, alegre y sereno, mostrándose dócil a las indicaciones médicas, aun cuando sentía que su organismo no estaba respondiendo al tratamiento. A pesar de su estado de salud se preocupaba por quienes la atendían, pues tenía la delicadeza de preguntar si ya habían comido o descansado un poco y les recomendaba cuidarse mucho para seguir atendiendo a las demás enfermas.
Un día antes de dejar este mundo, con alegría y agradecimiento, tuvo la dicha de recibir la Confesión, la Unción de los Enfermos y la Eucaristía. La última noche le pidió a la hermana que estaba con ella que le recitara algunos salmos. Después de quedó en silencio y en paz, como estuvo todos esos días. Por la mañana las hermanas la vieron más agotada y fue cuando pidió hablar conmigo por teléfono. Después de la llamada le dijo a la hermana que la atendía que era la primera bendición del día de su cumpleaños. Puedo luego recibir llamada de sus familiares y la bendición de su superiora general, la Madre Martha Gabriela Hernández. Las hermanas la felicitaron cantándole por la ventana de su cuarto que daba al jardín y eso para ella fue un regalo muy grande.
Cerca de las tres de la tarde el Señor le compartió más de cerca su cruz, porque su estado de salud, afectado por la neumonía, se agravó. Minutos antes de su partida, siempre consciente, serena y abandonada en Dios, recibió la Comunión con gran fervor y poco después sus signos vitales comenzaron a disminuir lentamente, hasta que dio su último suspiro y en paz entregó su alma al Señor Jesús, su Esposo Divino. Así, la hermana Amalia, incansable misionera, terminó sus días en esta tierra para volar al juicio divino del Dios misericordioso que, como ella decía: «¡No me va a quedar mal!»
Que nuestra Dulce Morenita del Tepeyac, haya acogido maternalmente entre sus manos a la hermana Amalia, presentándola a su Hijo divino y al Eterno Padre. Descanse en paz nuestra querida hermana Amalia Gómez Guerrero.
Padre Alfredo.
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