Con esta narración, que le robo a Cox y al Papa, quiero ilustrar la situación de muchos de los católicos de nuestros tiempos, que no pueden conseguir que los hombres escuchen su mensaje, que se le tome en serio si visten los atuendos de un payaso de la edad media o de las modas estrafalarias impuestas por un consumismo galopante.
Puede decir lo que quiera, lleva siempre la etiqueta del papel que desempeña, porque el bautismo no se borra. Y, aunque se esfuerce por presentarse con toda seriedad, en momentos, se sabe de antemano que si no se compromete con su fe, es lo que parece: un payaso. Sin duda alguna, en esta imagen puede contemplarse la situación en que se encuentran muchos: en la agobiante imposibilidad de romper las formas fijas del pensamiento y del lenguaje, y en la de hacer ver que la fe es algo sumamente serio en la vida de los hombres.
Quien intente hoy día hablar del problema de la fe cristiana a los hombres de nuestro tiempo, que, en su mayoría, ni por vocación ni por convicción se hallan dentro de la temática eclesial, notará al punto, la ardua dificultad de tal empresa.
Quiero ir ahora a un fragmento del libro del Deuteronomio (26,4-10) que creo que puede iluminar nuestra reflexión:
"Dijo Moisés al pueblo: «El sacerdote tomará de tu mano la cesta con las primicias y la pondrá ante el altar del Señor, tu Dios. Entonces tú dirás ante el Señor, tu Dios: "Mi padre fue un arameo errante, que bajó a Egipto, y se estableció allí, con unas pocas personas. Pero luego creció, hasta convertirse en una raza grande, potente y numerosa. Los egipcios nos maltrataron y nos oprimieron, y nos impusieron una dura esclavitud. Entonces clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, y el Señor escuchó nuestra voz, miró nuestra opresión, nuestro trabajo y nuestra angustia. El Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte y brazo extendido, en medio de gran terror, con signos y portentos. Nos introdujo en este lugar, y nos dio esta tierra, una tierra que mana leche y miel. Por eso, ahora traigo aquí las primicias de los frutos del suelo que tú, Señor, me has dado." Lo pondrás ante el Señor, tu Dios, y te postrarás en presencia del Señor, tu Dios.»" Palabra de Dios.
Estamos ante uno de los pasajes más hermosos del libro del Deuteronomio, una auténtica confesión de fe en un Dios que, como Padre, ha cuidado de la historia de cada uno de sus hijos, al mismo tiempo que cuida de la historia de una comunidad que es su pueblo, su familia, su descendencia. Nos encontramos en el Antiguo Testamento, y a pesar de ello, vemos gente que se siente protegida y acompañada por aquel que ha sido su creador.
El Papa Benedicto XVI, el 30 de enero de 2013, en su catequesis de la tradicional audiencia de los miércoles, decía: "Dios es Padre porque nos ha elegido y bendecido antes de la creación del mundo; nos ha hecho realmente sus hijos en Jesús; porque acompaña nuestra existencia, dándonos su Palabra, sus enseñanzas, su gracia y su Espíritu, y porque podemos confiar en su perdón cuando nos equivocamos de camino.
Él es un Padre bueno, que no abandona, sino que sostiene, ayuda y salva con una fidelidad que sobrepasa infinitamente la de los hombres. Nos ha dado a su Hijo para que seamos hijos suyos y nos ofrece el Espíritu Santo para que podamos llamarle, en verdad, «Abbá, Padre».
Su grandeza como Padre omnipotente se manifiesta plenamente sobre la cruz gloriosa de su Hijo. No es una fuerza arbitraria que cambia los acontecimientos o anula el dolor, sino que se expresa en la misericordia, en el perdón, en la incansable llamada a la conversión y en una actitud de paciencia, mansedumbre y amor."
Hago ahora unas preguntas: 1. ¿Qué le pasará al mundo de hoy, que no puede comprender esto? 2. ¿Qué nos pasa a los católicos que no podemos o no sabemos cómo transmitirlo? 3. ¿Qué ve el mundo en los que somos bautizados? 4. ¿Qué encuentra el mundo de hoy en nuestras comunidades de fe? y puedo hacerme muchas más.
En la espiritualidad de la Beata María Inés Teresa, este tema ocupa una gran importancia y aparece por primera vez en sus escritos en una carta sin fecha que dirige a sus compañeras de la acción católica cuando pensamos pudiera tener más o menos alrededor de 17 años de edad y todavía ni siquiera pensaba en la opción de la vida consagrada. La Beata, en este tema, como en algunos otros, parece haberse adelantado al Concilio Vaticano II, del que estamos celebrando apenas el L aniversario y en el que encontramos definiciones como las siguientes: "Los bautizados son consagrados como cosa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan espirituales sacrificios y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable" (Lumen Gentium 10). "Hay una diferencia esencial entre el sacerdocio de los fieles y el ministerial, sin embargo se ordena el uno para el otro porque ambos participan del modo suyo propio, del único sacerdocio de Cristo" (Lumen Gentium 10,2). "Los seglares, fieles cristianos que, por estar incorporados a Cristo mediante el bautismo, constituidos en pueblo de Dios y hechos partícipes a su manera de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercen en la parte que les toca la misión de todo el pueblo cristiano en el mundo y en la Iglesia" (Lumen Gentium 31,1). “Más también los seglares, hechos partícipes del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo, cumplen su cometido en la misión de todo el pueblo de Dios en la Iglesia y en el mundo" (Apostolicam Actuositatem 2,2). "Los seglares son consagrados para un sacerdocio real y un pueblo santo (cf. I Pedro 2,4-10), a fin de ofrecer hostias espirituales por medio de todas sus obras y dar testimonio de Cristo en todas partes del mundo" (Apostolicam Actuositatem 3,1). "El Pueblo de Dios es sacerdocio real" (Ad Gentes 15,1) "Todos los cristianos quedan constituidos en un santo y real sacerdocio. El Señor Jesús ‘a quien el Padre santificó y envió al mundo’ (Jn. 10,36), hizo participar a todo su Cuerpo místico de la unción del Espíritu, con la que Él fue ungido (Cf. Mt 3,16; Lc 4,18; Hech 4,27; 10,38) pues en él todos los fieles cristianos quedan constituidos en un santo y real sacerdocio, ofrecen sacrificios espirituales a Dios por medio de Jesucristo y proclaman los poderes de Aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable (cf. Pe 2,5.9)” (Presbiterium Ordinis 2,1).
En ese escrito de la Madre Inés al que hago referencia, titulado “A mis queridas compañeras de la Acción católica”, la beata escribe: “Es esto, pudiera decir un «sacerdocio seglar» si se me permite la expresión, y por lo mismo una alta dignidad para una joven que comprende lo que es un alma, lo que vale una sola alma, a qué precio infinito la ha comprado el Redentor para poder llevarla a la patria celestial. Verdad que todas comprendemos el alto honor de esta distinción, puesto que trabajar en la viña del Señor, es trabajar por la extensión de su Reino" (A mis queridas compañeras de la Acción Católica, p. 2).
Tenemos la dicha de ser cristianos, hijos de Dios, miembros de la Iglesia, la cual es una, santa, católica y apostólica. ¡Qué alegría compartir que somos cristianos y lo seremos hasta siempre!
¿Se han puesto a pensar en la dicha que representa el ser hijos de Dios?, ¿que Él nos abrace y tenga misericordia de nosotros?, ¿qué nos apriete en su corazón y nos ame profundamente? Desde siempre, Dios nuestro Padre pensó en nosotros, nos quiere y nos querrá siempre. Ese es Dios, el Padre bueno y cariñoso que nos ama.
La vida que se nos ha dado, gira en torno a una única realidad que nos recuerda Jesús en el Evangelio: «El Padre nos ama» (cf. Jn 16, 27). Y por eso Él, cuando el momento del dolor nos aprieta, cuando parece sentirse que se está en el ocaso, cuando los problemas parece que nos aprisionan, se presenta como el Padre que nunca nos abandona. Dios está con nosotros compartiendo las dificultades del coronavirus que estamos viviendo.
Esta certeza, es la única capaz de dar sentido, fuerza y alegría a lo que somos y hacemos en la vida: su amor nunca se aparta de nosotros y su alianza de paz nunca falla (cf. Is 54,10). Ha tatuado nuestros nombres en las palmas de sus manos (cf. Is 49,16). Todo hombre (varón o mujer), aunque tenga padres naturales, será un huérfano espiritual, mientras no se encuentre con su Padre Dios.
Vivimos rodeados de mucha gente que, aunque ahora con la sana distancia, a primera vista parece incrédula, pero que en el fondo, aunque no sea siempre consciente y clara, lleva una profunda nostalgia de Dios, una nostalgia que san Ignacio de Antioquía expresó elocuentemente con estas palabras: «Un agua viva murmura en mí y me dice interiormente: “¡Ve al Padre!”» (Ad Rom., 7) «Déjame ver, por favor, tu gloria» (Ex 33,18), pide Moisés al Señor en el monte.
¿Cómo anunciar este mensaje de amor al mundo de hoy tan asustado, tan lleno de cosas y tan vacío de Dios? Jesús nos indica el camino que se ha de seguir y que es el que siguió la beata María Inés, santaTeresa de Calcuta, san Juan Pablo II y muchos santos y beatos más. SE trata de seguir un camino en el que nos ponegamos a la escucha del Padre, para que nos enseñe (cf. Jn 6,45), y de inmediato, guardar sus mandamientos (cf. Jn 14,23). Además, este conocimiento del Padre debe ir creciendo: «Yo les he dado a conocer tu nombre y se lo seguiré dando a conocer» (Jn 17,26), y será obra del Espíritu Santo, que guía hasta la verdad completa (cf. Jn 16,13).
En nuestra época, la Iglesia y el mundo están confundidos porque muchos creyentes, como decía en un inicio, se ponen este traje de payasos que no dejan ver la realidad... ¡Cuántos católicos se encierran en los casinos a derrochar el dinero que tantos pobres necesitan, escudándose en que están solos, aún a sabiendas de que esta pandemia ha empobrecido a más y más gente! ¡Cuántos católicos que viven en situación irregular, como los divorciados vueltos a casar o las madre solteras, no asisten a Misa justificándose con que no pueden comulgar y que además, por estar en pandemia, se puede ver por Internet! ¡Cuántos católicos, aprovechando el testimonio de algún mal sacerdote que vive en ligereza, se escudan con eso para vivir una vida doble!...
El mundo de hoy necesita más que nunca «discípulos–misioneros» que sepan proclamar con la palabra y el ejemplo esta certeza fundamental y consoladora: «El Padre nos ama». El mundo tiene hambre de ver gente adulta en la fe que se ha dejado «formar» en la escuela del Padre bueno y cariñoso que nos ama. El mundo de hoy necesita ver católicos que sean testigos creíbles del amor del Padre, tanto en la Iglesia como en los diversos ambientes donde se desarrolla su existencia diaria. Si nosotros como adultos, manifestamos el amor del Padre en nuestras opciones y actitudes, en nuestro modo de acoger a las personas y de ponernos a su servicio, y en el respeto fiel a la voluntad de Dios y a sus mandamientos, habrá más fe en nuestro mundo.
¡Qué elocuente nos puede resultar para esta reflexión la parábola del hijo pródigo que todos conocemos! Desde que aquel muchacho se aleja de casa, el padre vive preocupado: aguarda, espera su regreso, escruta el horizonte. Respeta la libertad del hijo... pero sufre. Y cuando el hijo se decide a volver, lo ve desde lejos y sale a su encuentro, lo abraza con fuerza y, rebosante de alegría, ordena: «Traigan aprisa el mejor vestido y vístanlo —símbolo de la vida nueva—; pónganle un anillo en su mano —símbolo de la alianza—; y unas sandalias en los pies —símbolo de la dignidad recuperada—. (...) Y celebremos una fiesta, porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado» (cf. Lc 15,11-32).
Hermanos y amigos, no hay duda, el Padre nos ama cualquiera que sea nuestra condición. El Padre nos quiere discípulos y misioneros de la Fe en su Palabra, en su Hijo, en la fuerza del Espíritu... ¿qué estamos esperando? ¿En qué nos estamos escudando? ¿Por qué seguir corriendo a anunciar lo que sucede con ese traje de payaso que podemos ir cambiando en el camino?
Si aquel hombre con el que iniciaba la reflexión de esta noche, se hubiera quitado por lo menos la pintura de la cara, la nariz roja o los zapatos grotescos, se hubiera salvado el circo y la aldea... ¿No queremos nosotros que se salve el mundo?
No en esa aldea, sino en otra, lejana en tiempo y en espacio, pero al fin en una aldea, como nuestro grupo o nuestra aldea global en Facebook, en WhatsApp o en Twiter, vivía una jovencita, una mujer común y corriente que se fue haciendo adulta como tú y como yo. La joven se llamaba María y estaba desposada con José... la historia la sabemos; ella también, como aquel payaso, se encaminó presurosa; ella también tenía un anuncio y a ella sí se le creyó... ella no portaba disfraz alguno, ella simplemente dijo un «Sí» incondicional que transformó el mundo. Otros han corrido como ella: corrió Andrés el apóstol a decirle a su hermano Pedro que habían encontrado al Mesías (Jn 1,41); corrió la Samaritana, una mujer divorciada, a dar la Buena Nueva a los de su Pueblo diciéndoles que había encontrado a alguien que sabía todo de ella (Jn 4,39); corrieron Magdalena y los discípulos de Emaús a anunciar a sus hermanos y amigos que Jesús había resucitado (Jn 20,18; Lc 24,33) Corrió la beata María Inés a anunciar la Buena Nueva a Japón, a Sierra Leona, a Indonesia; corrió santa Teresa de Calcuta a dar amor a los moribundos en tantas partes; corrió san Juan Pablo II para llegar al corazón de tantos y tantos y sembrar esperanza de vida... Todos ellos nos dicen lo mismo que Cristo: «El Padre los ama».
En el corazón de quien se sabe amado por nuestro Padre Dios no puede haber otro deseo que el de sostener el compromiso de vivir la Fe como hijos de Dios. Como Madre tiernísima, la Virgen Madre guía incesantemente a toda la Iglesia hacia Jesús, para que, siguiéndolo, aprendamos junto a los apóstoles y a los santos a cultivar nuestra íntima relación con el Padre celestial. Como en las bodas de Caná, la Virgen María, la Virgen Madre que corre siempre presurosa como En Guadalupe, en Lourdes, en Fátima... nos invita a hacer todo lo que el Hijo nos diga (cf. Jn 2, 5), sabiendo que éste es el camino para llegar a la casa del «Padre misericordioso» que nos ama (cf. 2 Co 1, 3).
Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.
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