viernes, 30 de abril de 2021

«Camino, verdad y vida»... Un pequeño pensamiento para hoy


Jesús ha venido al mundo para asociar con él a sus discípulos–misioneros. Todo el Evangelio de Juan, que hemos estado leyendo en estos días, está lleno de referencias a esta unión de Jesús con los suyos. Una unión que se realiza ahora, cotidianamente, por el Espíritu, pero que tendrá una plenitud cuando Jesús «vuelva» en la parusía. En El Evangelio de hoy (Jn 14,1-6) Jesús se presenta a sí mismo como «camino»: el que se una a él y haga como él, irá al Padre. Pero añade un nuevo paso: él es la «verdad», es decir, la auténtica realización humana, porque manifiesta y hace lo que Dios es y quiere; y es la «vida», es decir, la plenitud del ser hombre, la culminación plena de todo, la superación de todo mal y de la misma muerte. En él, pues, está todo lo que es el Padre; él, pues, es la única manera de llegar al Padre.

Este hecho se da en la escena de la Última Cena, Jesús anima a los suyos pensando ya en lo que pasará después de la Pascua. Se está presintiendo la despedida: ¿qué será de los discípulos después de la marcha de Jesús? Ante todo el Maestro les invita a que no tengan miedo: «no pierdan la calma: crean en Dios y crean también en mí». Él se va, pero eso les conviene: va a prepararles el camino. Ellos también están destinados a ir a donde va él, a «las muchas estancias que hay en la casa del Padre». Esta vez la autorrevelación de Jesús, que tan polifacética aparece en el evangelio —estas semanas de Pascua le hemos oído decir que es el pan, la puerta, el pastor, la luz—, se hace con el símil tan dinámico y expresivo del camino. Ante la interpelación de Tomás, «no sabemos a dónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?», Jesús llega, como siempre, a la manifestación del «Yo soy»: «Yo soy el camino, la verdad, y la vida: nadie va al Padre, sino por mí». Al igual que había dicho que él es la puerta, por la que hay que entrar, ahora dice que es el camino, por el que hay que saber seguir para llegar al Padre y a la vida. Además, las categorías de la verdad y de la vida completan la presentación de la persona de Jesús.

Así, nuestra reflexión de hoy debe ser muy cristocéntrica. Al «Yo soy» de Jesús le debe responder nuestra fe y nuestra opción siempre renovada y sin equívocos. Conscientes de que fuera de él no hay verdad ni vida, porque él es el único camino. Eso, que podría quedarse en palabras muy solemnes, debería notarse en los pequeños detalles de cada día, porque intentamos continuamente seguir su estilo de vida en nuestro trato con los demás, en nuestra vivencia de la historia, en nuestra manera de juzgar los acontecimientos. Cristo es el que va delante de nosotros. Seguir sus huellas es seguir su camino. La Eucaristía —de la que hemos estado hablando en estos días— es nuestro «alimento para el camino». Celebrar la Eucaristía, escuchando la Palabra de Cristo y recibiendo su Cuerpo y su Sangre, supone que durante la jornada caminamos gozosamente tras él. Pidámosle a la Santísima Virgen María, a la que siempre recurrimos, que nos ayude a captar las palabras de Jesús que deben sernos de luz y esperanza en un tiempo difícil como el que vivimos: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». ¡Bendecido viernes!

Padre Alfredo.

jueves, 29 de abril de 2021

«Lanzarse a servir»... Un pequeño pensamiento para hoy


La escena del Evangelio de hoy (Jn 13,16-20) nos lleva al momento del lavatorio de los pies que rememoramos de manera particular el Jueves Santo. Jesús ha llevado a su colmo su amor fraternal, ya que se ha hecho esclavo incluso de aquel que iba a traicionarle y todavía participaba en la comida fraternal de despedida (Jn 13,18). En el momento mismo en que Jesús se despoja de sí mismo para entregarse a las manos de Judas, revela una dignidad inconmensurable: Él «es» (Jn 13,19). Jesús reivindica este título «Yo soy» que es un título divino (Jn 6,35), pero reivindicarlo en un contexto semejante de muerte y traición es muy revelador: Dios es, pero la única prueba que aporta para decir que él es, es la de morir por amor a todos. El Hijo de Dios, que se beneficia de la vida divina, no puede más que morir en el servicio y el amor fraternal.

A la luz de este Evangelio podemos hacernos varias preguntas: ¿De qué modo mi vida es un «servicio»? ¿De qué modo soy «servidor»? ¿De quién soy el «servidor»? ¿Hasta adónde llega mi «servicio»? La palabra «ministro» es latina y se traduce por «servidor». Así que los «ministerios», en la Iglesia, son servicios: el Concilio Vaticano II ha insistido mucho sobre esta noción, que viene en línea recta del Evangelio. «Si entienden esto —dice Cristo en el relato— y lo ponen en práctica, serán dichosos. ¡Qué invitación tan más clara a ser dichosos imitando a Jesús servidor! Y esto sabiendo que Jesús no se fía de bellas teorías, e insiste en la práctica humilde: estar en estado de servicio vale más que mil hermosas discusiones sobre el servicio. Lo que Jesús espera de sus discípulos–misioneros no es un afecto infantil y gregario. ¡Hay que lanzarse!

Es fácil admirar el gesto del lavatorio de los pies hecho por Jesús, pero como digo... Hay que lanzarse y reflexionar que lo que nos pide la Palabra de Dios no son afirmaciones lógicas y bonitas, sino el seguimiento de Jesús, la imitación de sus actitudes. En este caso, la imitación, en nuestra vida de cada día, de su actitud de servidor de los demás. En la Eucaristía, dándosenos como Pan y Vino de vida, Jesús nos hace participar de su entrega de la cruz por la vida de los demás. Él mismo nos encargó que celebráramos la Eucaristía: «hagan esto» en memoria mía. Pero también nos encargó que le imitáramos en el lavatorio de los pies: «hagan esto ustedes» otro tanto, lávense los pies los unos a los otros. Ya que comemos su «Cuerpo entregado por» y bebemos su «Sangre derramada por», todos somos invitados a ser durante la jornada personas «entregadas por», al servicio de los demás. «Dichosos nosotros si lo ponemos en práctica». María santísima, la Madre fiel que se lanza a servir nos dirá: «Hagan lo que él les diga». ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!

Padre Alfredo.

miércoles, 28 de abril de 2021

«Ser luz del mundo como Cristo»... Un pequeño pensamiento para hoy


El Evangelio siempre acontece, es de una actualidad permanente. Por eso precisamente el oyente cristiano, que es todo discípulo–misionero de Cristo, no puede ni debe darse por satisfecho por lo que le ocurrió a los judíos que no creyeron, porque eso mismo puede volver a suceder tanto hoy como mañana. Y es que el Evangelio, como Jesús mismo, será siempre signo de contradicción para todo el mundo y para todos los hombres de todos los tiempos, de manera que las breves líneas del Evangelio de hoy (Jn 12,44-50) tienen una vigencia permanente, una importancia decisiva para todos los oyentes presentes y futuros. Para Jesús la única manera de hacerse hijo de Dios es volverse transparencia de Él, porque a pesar de ese gran amor que Dios siente por nosotros no se manifiesta de manera personal ante nosotros, todas sus manifestaciones las hace valiéndose de hombres o mujeres. El testimonio que trae Jesús a la humanidad es importante porque de él se puede aprender que lo que el Padre desea no es tanto que creamos en Él cuanto que nuestras acciones sean como las de su Hijo enviado que ilumina el mundo.

«Yo he venido al mundo como luz, para que todo el que crea en mí no siga en tinieblas» dice Jesús en el Evangelio de hoy que nos recuerda aquello de Jn 1,9: «Él era la luz verdadera que, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre». Desde la encarnación del mundo, la luz ya no es una metáfora o algo impreciso de sentido, sino Jesucristo en Persona. Él es la luz que viene al mundo, el portador de la salvación para los hombres. La luz vino al mundo justamente para que brille este propósito divino de salvación universal —y esta es la paradoja de la fe— para que brille aun más esta voluntad salvadora de Dios en la oscuridad más profunda de la cruz. Jesús en este mismo Evangelio nos dice también: «Si alguno oye mis palabras y no las pone en práctica, yo no lo voy a condenar; porque no he venido al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo». Porque Jesús es la más clara manifestación de la voluntad salvadora de Dios, que llama a los hombres en lo más íntimo de sus conciencias a que acojan esta salvación de Dios que gratuitamente se les ofrece, justamente por esto al hombre se le brinda también la posibilidad de la pérdida de la salvación, de forma que lo que se le ofrece como salvación, se le pueda cambiar y de hecho se le cambia en juicio, cuando no cree.

A la luz de todo esto vemos que el bautizado no es nada por sí mismo... esta allí en nombre de otro que le ha llamado. Cada bautizado es un misionero, es alguien llamado a dar la luz de Cristo a los otros, es alguien que debe conducir a los demás a descubrir a este otro. Conducir a Dios. Llevar a quienes nos rodean a experimentar su relación con Dios. Pero en primer lugar hay que tener nosotros esta experiencia de la luz de Cristo: ¿cómo pretender ser discípulo–misionero si uno mismo no vive su profunda relación con Dios? La «misión» de todo bautizado no es ante todo una empresa, ni una cuestión de métodos... es un «envío». Y Jesús dice: «El que me ve a mí ve a aquel que me ha enviado». A la luz del Evangelio de hoy nos queda claro que el verdadero discípulo–misionero «hace que vean» a Dios... así sencillamente, a través de su propia persona. ¡Quien ve a Jesús, ve al Padre! ¡Qué exigencia extraordinaria y maravillosa! ¡Qué Gracia! Pidámosle al Señor, por intercesión de María Santísima, que seamos transparentes para que el mundo pueda ver la luz de Jesús a través de nosotros. ¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

martes, 27 de abril de 2021

«Escuchar siempre la voz de nuestro Buen Pastor»... Un pequeño pensamiento para hoy


En el Evangelio de hoy (Jn 10,22-30) Jesús se vuelve a presentar como el «Buen Pastor». Jesús es el Buen Pastor que conoce a sus ovejas, las defiende, da la vida por ellas y no quiere que ninguna se pierda. Si alguien se pierde, será porque él quiere. El volver a escuchar esto nos invita a renovar también nosotros nuestra fe y nuestro seguimiento de Jesús. ¿Podemos decir que le escuchamos, que le conocemos, que le seguimos? ¿Podemos afirmar que como discípulos–misioneros somos buenas ovejas de su rebaño? Tendríamos que hacer nuestra la actitud que expresó tan hermosamente san Pedro en el Evangelio de uno de estos días: «Señor, ¿a quién iremos? tú tienes palabras de vida eterna».

En la Eucaristía, todos los católicos escuchamos siempre la voz de nuestro Buen Pastor. atendemos a su Palabra y hacemos caso. Nos alimentamos con su Cuerpo y con su Sangre. En verdad —como lo hemos constatado en medio de esta pandemia al poder ya regresar a los Templos— nuestra Misa es un momento privilegiado en que Cristo es Pastor y nosotros comunidad suya. Eso debería prolongarse a lo largo de la jornada: siguiendo sus pasos, viviendo en unión con él, imitando su estilo de vida, aun cuando por diversas circunstancias aún no se pueda asistir a la Misa presencial y se tenga que seguir viendo por Internet. La comunidad creyente, Jesús y el Padre, vienen a ser una misma familia. A estas alturas de la pandemia en que estamos la mayoría de nosotros, regresando a la Misa presencial en nuestros Templos, tenemos que preguntarnos por nuestra adhesión a Jesús. ¿Es él de verdad el Señor de nuestra existencia? ¿Ajustamos nuestra vida personal, familiar, social, al imperativo de su Palabra que es el amor manifestado en el servicio? ¿Somos miembros activos de su Iglesia, el pequeño rebaño de ovejas que él tiene en sus manos?

Hoy Jesús dice: «Mis ovejas reconocen mi voz y ellas me siguen». La comunidad eclesial, cuando participa en la celebración de la Eucaristía, recibe el testimonio de Jesús en su Palabra y lo convierte en una experiencia de firmeza en medio de la recia crítica del mundo. El Resucitado actúa en la comunidad con su Cuerpo y con su Sangre favoreciendo experiencias de vida plena: «Yo les doy la vida eterna, y no perecerán jamás; nadie las arrebatará de mi mano». Los que son de Jesús lo escuchan, le prestan adhesión —me siguen—, comprometiéndose con él y como él a entregarse sin reservas. En cada Eucaristía el Padre esta presente y se manifiesta en Jesús. Pidamos a María Santísima que siempre queramos recibirlo para configurarnos con el y ser nosotros también «buenos», buenos pastores y buenas ovejas. ¡Bendecido martes!

Padre Alfredo.

lunes, 26 de abril de 2021

«La puerta del redil»... Un pequeño pensamiento para hoy


En el Evangelio de hoy (Jn 10,1-10) Jesús nos dice que él es la puerta de las ovejas. Para comprender bien esta imagen de Jesús que él mismo nos presenta hoy, hay que conocer las costumbres de los pastores de oriente. Por la noche, varios pastores se entienden entre sí para agrupar sus rebaños en un solo redil, vigilado por un solo portero. Los ladrones sólo pueden entrar saltando las empalizadas. Contrariamente, de madrugada los pastores retornan al redil y el portero les abre sin vacilación y pueden llamar a sus ovejas y llevarlas a los pastos. Jesús aquí está respondiendo a una pregunta de los fariseos, durante la discusión que siguió al milagro de la curación del ciego de nacimiento: ¡Pues qué!, ¿nosotros seríamos también ciegos?" (Jn 9, 40). Jesús opone los «falsos pastores» —ladrones y salteadores— que pretenden guiar a los demás sin tener para ello mandato... al «verdadero pastor» que es introducido, a plena luz, por la puerta... A este le abre el portero, y las ovejas oyen su voz, y llama a sus ovejas por su nombre y las saca fuera; y cuando las ha sacado todas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz, pero no seguirán al extraño, antes huirán de él. 

Parece ser que los oyentes de Jesús no entendieron en primer instancia la comparación que Jesús hace, por eso tiene que dar una explicación. «Yo soy la puerta». Jesús, a lo largo del evangelio, trata de que todos entiendan el misterio de su persona con múltiples comparaciones tomadas de la vida: él es el agua, el pan, el camino, el pastor, la luz, la piedra angular... Aquí dice que es la puerta. A través de él «entramos y salimos» legítimamente, sobre todo los pastores. Sólo por él tienen acceso las ovejas a la seguridad del redil. Sólo por él pueden salir a los pastos buenos. Jesús es el único Mediador, por el que la gracia y la palabra de Dios alcanzan a todos, y por el que nuestra respuesta de fe llega al Padre. «Nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6). No hay salvación ni perdón ni luz fuera de él. Sólo el que pasa por él, el que cree en él, entra en la vida. Esto vale para los pastores y para los fieles. Los fariseos —a ellos va dirigido el discurso— son acusados por Jesús de no haber entrado por la puerta, de no ser pastores verdaderos. De los pastores se describen ya en este pasaje las cualidades que deben tener para poder decir que son buenos: entran por la puerta, conocen a sus ovejas, van delante de ellas... Son cualidades que en seguida afirmará que él cumple en plenitud, porque es el Buen Pastor.

Jesús, Buen Pastor, es el espejo en que tendríamos que mirarnos todos los que de alguna manera somos «pastores», que somos casi todos, como decíamos ayer, porque siempre tenemos «almas» a nuestro cuidado. No se diga los padres y madres de familia. Es bueno que hoy hagamos un examen de conciencia, pensando ante todo si en verdad somos nosotros mismos ovejas de Cristo: si le conocemos, obedecemos su voz y le seguimos. Pero también, en cuanto estamos revestidos de mayor o menor autoridad para con los demás, mirando a las cualidades que Jesús describe y cumple: ¿somos buenos pastores? ¿nos preocupamos de los miembros de nuestra familia? ¿buscamos su interés, o el nuestro? ¿nos sacrificamos por aquellos de los que somos encargados, hasta dar la vida por ellos? ¿les dedicamos gratuitamente nuestro tiempo? En medio de un mundo en que las personas viven aisladas, encerradas en sí mismas no solo por la pandemia sino por muchos motivos más, ¿nos conocemos mutuamente? ¿conocemos a las personas que encontramos, que viven con nosotros, en la familia o en el grupo? ¿o vivimos en la incomunicación y el aislamiento, ignorando o permaneciendo indiferentes ante la persona de los demás? Este Evangelio nos deja mucha tela que cortar. Pidamos a la Santísima Virgen que grabemos muy bien en nuestro corazón la imagen de Cristo como la puerta de las ovejas. ¡Bendecido lunes!

Padre Alfredo.

domingo, 25 de abril de 2021

«El Buen Pastor»... Un pequeño pensamiento para hoy


La parábola del Buen Pastor que hoy nos presenta el Evangelio para la celebración de la eucaristía dominical (Jn 10,11-18), es una de las más elocuentes de todo el evangelio: en ella encontramos varios personajes: las ovejas, el asalariado, el lobo…, pero, sobre todo, el pastor. Y mientras Jesús habla del «Buen Pastor», ciertamente evoca en su corazón el Salmo 22, muy conocido por Él: «El Señor es mi pastor, nada me falta»… La memoria es aquella de una historia, la del antiguo Israel, en el cual es Dios mismo quien guía a su pueblo, como hace un pastor con su rebaño. Pero la imagen del Buen Pastor que hoy encontramos en este texto, reenvía, además, a una singular relación interpersonal: Él no es un extraño a sus ovejas, como ellas no le son extrañas a él: «Yo soy el Buen Pastor porque conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí». Hay una relación estrecha entre el pastor y las ovejas. Una relación que va mucho más allá del asalariado. 

Siempre, el cuarto domingo de Pascua, la Iglesia Católica celebra el «Domingo del Buen Pastor». Un domingo en el que nos viene bien recordar que todos participamos del ser Pastor de Cristo. No sólo aquellos a los que llamamos pastores de una forma plena: el Papa y los obispos que llevan el báculo como signo de su oficio, ni sólo los presbíteros y diáconos que colaboran con el obispo en el pastoreo y de quienes hablaré en el párrafo final. Los religiosos y los laicos participan también de ser Cristo, Buen Pastor. Es que todos tenemos en Cristo un modelo que nos dice que nuestra autoridad viene de Dios y consiste en servir a nuestros hermanos. Que no es un privilegio, sino un deber. Y hay que recordar en este día que de alguna manera todos somos pastor pero también oveja... porque somos parte del mismo rebaño, del cuerpo de la Iglesia, de la comunidad que está a la espera de la voz de su único Buen Pastor. El inmenso rebaño de la humanidad está bajo su mirada y espera que reconozcan su voz y para eso el Señor se vale, ahora, de sus discípulos–misioneros que, como digo, de alguna manera pastorean a otros.

No podemos olvidar, que este día se celebra también la jornada mundial de oración por las vocaciones sacerdotales ya que, de alguna manera, los más comprometidos como pastores tienen que ser, de entre todos, los que han sido llamados de manera especial a esta vocación específica del orden sacerdotal. Dios sigue llamando a jóvenes para prolongar el ministerio de Cristo Buen Pastor, sacerdote y testigo de la verdad. En este domingo, en diversas partes del mundo, seminaristas dan pasos significativos acercándose al sacerdocio ministerial: admisión a las sagradas Órdenes, lectores y acólitos y en algunos lugares ordenaciones sacerdotales y diaconales, quizá hasta la consagración de algún obispo. Damos gracias a Dios, porque cada uno de estos llamados es un milagro de Dios, cada uno de ellos es alegría y esperanza para la Iglesia, que seguirá teniendo pastores según el corazón de Cristo. Necesitamos más sacerdotes, y Dios sigue llamando a jóvenes de nuestro tiempo para dar la vida en el sacerdocio ministerial. Oremos por todos ellos, oremos por los que descubren su vocación, oremos especialmente por los que vacilan a la hora de dar una respuesta generosa, oremos por la perseverancia de los que han emprendido este camino. Oremos, con María y san José, en este día, que el sueño de muchas vocaciones sacerdotales se haga realidad. ¡Bendecido Domingo del Buen Pastor!

Padre Alfredo.

P.D. Les invito a leer el mensaje para la 58 Jornada Mundial de las Vocaciones de este año, que, por ser el Año de San José, nos lo presenta como figura a imitar: 

http://www.vatican.va/content/francesco/es/messages/vocations/documents/papa-francesco_20210319_58-messaggio-giornata-mondiale-vocazioni.html

sábado, 24 de abril de 2021

«Tú tienes palabras de vida eterna»... Un pequeño pensamiento para hoy


Nosotros, gracias a la bondad de nuestro Padre Dios, que nos ha atraído hacia él, creemos en Cristo. Lo vemos palpable en su Palabra y en la Eucaristía, a pesar de que muchas veces, en contraste con lo que el mundo ofrece, sea difícil seguirle. Jesús siempre será un signo de contradicción como lo era para la gente de aquellos tiempos, según nos narra el Evangelio de hoy, que es la última parte del capítulo 6 de san Juan que hemos leído toda la semana (Jn 6,60-69). Ciertamente que a veces muchos le seguían, como cuando multiplicaba el pan y daba de comer a las multitudes. Pero en momentos como el que hoy relata el evangelista, hasta sus discípulos murmuran de él, no sabemos si porque les parecía extraño que el hijo del carpintero se proclamara como el Hijo de Dios o porque hablaba de que había que «comer su carne y beber su sangre», con una alusión al sacramento eucarístico que ellos, naturalmente, no podían entender todavía. Menos mal que el grupo de sus Apóstoles, cuyo portavoz es —una vez más— Pedro, le permanecen fieles. Tal vez no han entendido del todo sus afirmaciones. Pero creen en él, le creen a él: «¿a quién iremos? tú tienes palabras de vida eterna».

En el relato nos damos cuenta, en este final, que los auténticos discípulos–misioneros de Cristo no lo abandonan, aunque en aquel momento pudiera ser que la mayoría no tenía claro, como digo, lo que representaba la propuesta de Jesús ni el confesarse seguidores de su proyecto. Jesús vivió con ellos sus más hondas experiencias, se les reveló como hijo de Dios. A lo largo del camino que recorrieron los llenó de elementos que humanizaban, movió sus conciencias, les abrió los ojos a una nueva realidad. Cuando Jesús se alejó de ellos para volver a Dios, con el paso de los días se maravillaron del ser que permanecía entre ellos con más fuerza que antes y dijeron sin dudar que sus palabras eran de vida eterna. Hoy, como ayer, muchas fuerzas contrarias se oponen a la utopía propuesta por Jesús, perseguirán a sus seguidores, los llenaran de temores, los acorralaran, pero aun matándolos, no lograrán acabar con la raíz de este sueño que siempre retoñará en la humanidad. Es una fuerza ancestral, inherente a los seres humanos. El sueño de vivir en justicia, con la alegría de compartir lo mucho o lo poco que se tiene, de mirarnos a los ojos y sentirnos hermanos, sin engaños, sin trampas. Es un sueño de esos de los que habla el Papa Francisco y que no tiene fin ni aun con la pesadilla diaria de la muerte diabólica que tortura y persigue.

La dureza de la fe, si la gente no se da cuenta, le puede llevar al cansancio y al abandono, como muchos de aquellos discípulos que se escandalizaron de Jesús y le abandonaron. Son muchos los bautizados que han optado por marcharse, por buscar caminos más sencillos, por no comprometerse. Un auténtico creyente de hoy, un verdadero discípulo–misionero de Cristo es el que, por más que lo intenta, no encuentra nada mejor que Jesús... ¡Y se le nota! Muchos discípulos se siguen apartando definitivamente de Jesús. Basta comparar el número de bautizados con el número de católicos practicantes. El no se sorprende, sabe que podrá ser negado y hasta traicionado. Conoce la capacidad de nuestra fe. Espera pacientemente nuestra respuesta, por eso interroga a los doce si también ellos quieren irse y nos interroga de igual manera a nosotros. Es significativa la respuesta, por boca de Pedro en nombre de todos, incluso de nosotros, discípulos–misioneros de veinte siglos después. Esa respuesta que ya mencioné y que vuelvo a repetir: «¿A quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios». Que María Santísima nos ayude a permanecer fieles al Señor. ¡Ah, una cosa!... Mañana es el domingo del Buen Pastor. Oremos por nuestros pastores y pidamos al Señor que conceda pastores a su Iglesia «según su corazón». ¡Bendecido sábado!

Padre Alfredo.

viernes, 23 de abril de 2021

«La presencia de Jesús en la Eucaristía»... Un pequeño pensamiento para hoy


Cuánto tenemos que agradecer que Cristo, la segunda persona de la Santísima Trinidad, se haya encarnado. En él Dios se hizo hombre, carne y sangre de nuestra raza, en el seno de María Virgen, por obra del Espíritu Santo. Mediante su Misterio Pascual nos ha redimido, pues por su muerte fuimos perdonados de nuestros pecados, y por su gloriosa resurrección, recibimos Vida nueva. Hoy el Evangelio (Jn. 6, 52-59) nos hace reflexionar en que quien se alimenta de Jesús en la Eucaristía hace suya la Encarnación y la Redención que Dios nos ofrece en Cristo Jesús. Por eso el Señor nos dice: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida». Si no nos alimentamos de Cristo no tendremos vida en nosotros, pues sólo aquel que lo coma vivirá por él, ya que sólo él es el verdadero Pan del cielo que nos da vida, y Vida eterna. En cada celebración de la Misa vamos a Cristo, no sólo para escucharle, no sólo para reconocerlo como nuestro Dios por medio de la fe, no sólo para arrodillarnos y suplicarle que nos socorra en nuestras necesidades, sino para hacernos uno con él.

Mediante la Eucaristía, que en la Iglesia celebramos con fe, hacemos nuestro el Misterio Pascual de Cristo en su totalidad: su Encarnación, su Pasión y Glorificación, y su Eucaristía. A través de este Misterio Pascual que estamos celebrando nosotros recibimos la Vida que él ofrece a todo hombre de buena voluntad que, creyendo en él, lo acepte en su totalidad en la propia vida. Por eso podemos decir que la Iglesia se edifica en torno a la Eucaristía, que es el Sacramento que nos sirve como el mejor eslabón que une a Dios con la humanidad. Aquel que desprecie la Eucaristía estará perdiendo la mejor de las oportunidades para unirse a Dios y a la comunidad de creyentes que lo alaban, que lo escuchan y que se comprometen con el Señor desde esta vida. Una cosa es no poder asistir a la Eucaristía y otra no querer. Por eso en estos tiempos de pandemia se nos dice que no nos podemos «acomodar» y «acostumbrar» a la Misa por Internet, que eso es solamente cuando no se pueda vivirla presencialmente. Como discípulos–misioneros hemos de revisar nuestra fidelidad al hecho eucarístico, tal como Cristo lo ha revelado y la Iglesia nos lo propone. Enamorados de Cristo tenemos muchos detalles de deferencia al Señor en la Eucaristía: genuflexiones pausadas y bien hechas, incremento del número de comuniones espirituales cuando no se puede asistir a la Misa presencial, Adoración Eucarística, Visitas al Santísimo, etc.

Por eso podemos decir que en este pasaje de Juan 6 se encuentra la medula del significado y del valor de la Eucaristía. Jesús dice, que «el que no coma y beba no tendrá vida», por ello lo primero que surge es que este alimento espiritual no es «optativo», es algo que se exige si verdaderamente se quiere tener la «Vida» y aspirar a la resurrección eterna. El efecto de este pan de vida, es la unión y permanencia con Jesús. De manera que el pan se convierte en la sabia que da vida a nuestra vida injertada en Cristo. Por lo tanto, la Eucaristía no es una presencia simbólica, como dicen algunos; o meramente espiritual, sino que es real y substancialmente su cuerpo —lo mismo decimos para la sangre en el cáliz—. Finalmente, y como consecuencia de esto, se trata de comer, de darnos cuenta que al comulgar estamos «comiendo» a Jesús y que esto es precisamente lo que nos da la vida. Pidámosle a la Virgen, que nos dio a Jesús Eucaristía que encontremos la oportunidad de asistir a Misa siempre que se pueda para comulgar a Jesús y que, cuando no sea posible hacerlo, no nos olvidemos de hacer la comunión espiritual. ¡Bendecido viernes!

Padre Alfredo.

jueves, 22 de abril de 2021

ORACIÓN DEL PAPA SAN JUAN PABLO II POR LAS VOCACIONES...

Oh Jesús, buen pastor, acoge nuestra alabanza y nuestro sincero agradecimiento por todas las vocaciones que, mediante tu Espíritu, regalas continuamente a tu Iglesia.

Asiste a los obispos, presbíteros, misioneros y a todas las personas consagradas;

haz que den ejemplo de vida verdaderamente evangélica.

Da fortaleza y perseverancia en su propósito a aquellos que se preparan al sagrado ministerio y a la vida consagrada, multiplica  los evangelizadores para anunciar tu nombre a todas gentes.

Protege a todos los jóvenes de nuestras familias y comunidades; concédeles prontitud y generosidad para seguirte. Vuelve también hoy tu mirada sobre ellos y llámalos. Concede a todos los llamados la fuerza de abandonar todo para elegirte sólo a Ti que eres el amor.

Perdona la no correspondencia y las infidelidades de aquellos que has escogido.

Escucha, oh Cristo, nuestras preces por intercesión de María Santísima, Madre tuya y Reina de los Apóstoles. Ella, que por haber creído y respondido generosamente, es la causa de nuestra alegría, acompañe con su presencia y su ejemplo a aquellos que llamas al servicio total de tu Reino. Amén.

Juan Pablo II.

«El Pan de Vida, la Eucaristía y la Palabra»... Un pequeño pensamiento para hoy


El Evangelio de hoy (Jn 6,44-51) sigue en la misma sintonía de estos días en que hemos estado leyendo el capítulo 6 de Jesús en el discurso del Pan de Vida. Los discípulos–misioneros tenemos motivos para alegrarnos y sentir que estamos en el camino de la vida, que ya tenemos vida en nosotros, porque nos la comunica el mismo Cristo Jesús con su Palabra y con su Eucaristía. La vida que consiguió para nosotros cuando entregó su carne en la cruz por la salvación de todos y de la que quiso que en la Eucaristía pudiéramos participar al celebrar el memorial de la cruz. Cuando celebramos la Eucaristía, acogiendo la Palabra y participando del Cuerpo y Sangre de Cristo, tenemos la suerte de que sí «vemos, venimos y creemos» en él, le reconocemos, y además sabemos que la fe que tenemos es un don de Dios, que es él que nos atrae. La Eucaristía es anticipación de la gloria celestial: «Partimos un mismo pan, que es remedio de inmortalidad, antídoto para no morir, para vivir por siempre en Jesucristo», decía San Ignacio de Antioquía. La comunión con la carne del Cristo resucitado nos ha de acostumbrar a todo aquello que baja del cielo, es decir, a pedir, a recibir y asumir nuestra verdadera condición: estamos hechos para Dios y sólo Él sacia plenamente nuestro espíritu.

Este tema del «Pan de Vida» nos invita a reflexionar sobre los grandísimos regalos que tenemos los católicos. La Eucaristía, como encuentro personal con el Señor, y la Palabra de Dios reflexionada en comunidad. Estos dos regalos maravillosos constituyen el «Pan de Vida» en la medida que se acepte el camino de Jesús: el camino de la entrega personal y la cruz. Otros caminos conducen únicamente a las seguridades en las que se endurecen los oyentes de Jesús, incluidos los discípulos. Al final, sus seguidores se escandalizan de la predicación y lo abandonan. En definitiva verán a Dios exclusivamente los seguidores que sean capaces de reconocerlo en el crucificado, porque no puede haber Pascua si no hay crucifixión.

El que está con Cristo y cree en él tiene la vida eterna y la resurrección. Sabemos que para vivir es necesario el pan de cada día. Para tener la vida eterna es necesario este pan de la Eucaristía y este pan de la Palabra que nos ofrece Jesucristo en un banquete suculento como el que la sabiduría del Antiguo Testamento ofrecía a sus devotos. Aquí la sabiduría es Jesucristo, una sabiduría nada teórica, nada intelectualista. Todo lo contrario: la sabiduría de Cristo nos da la vida en plenitud que es el amor. El verdadero amor, que para ser amor a Dios tiene que ser, necesariamente, amor al prójimo, al hermano cercano. ¿Y qué ser humano no es para nosotros cercano en estos tiempos de pandemia? Que no nos falte el pan de la Palabra y el pan de la Eucaristía para estar fuertes y firmes en la fe. Le pedimos a María Santísima, la primera que escuchó la Palabra y la hizo vida y la que nos trajo en Pan de Vida, que ella nos ayude. ¡Bendecido jueves sacerdotal y eucarístico!

Padre Alfredo.

miércoles, 21 de abril de 2021

Un acto de contrición...

Dios mío, 
me arrepiento de todo corazón 
de todos mis pecados 
y los aborrezco, 
porque al pecar, no sólo merezco 
las penas establecidas 
por ti justamente, 
sino principalmente porque te ofendí, 
a ti sumo Bien y digno de amor 
por encima de todas las cosas. 
Por eso propongo firmemente, 
con ayuda de tu gracia, 
no pecar más en adelante 
y huir de toda ocasión de pecado. 
Amén

«Venir y creer en Jesús»... Un pequeño pensamiento para hoy


El Evangelio de hoy (Jn 6, 35-40) empieza con el versículo final del día de ayer: «Yo soy el pan de la vida. El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí nunca tendrá sed» (Jn 6,35). Jesús habla de «venir» y de «creer», y eso me hace pensar mucho en hacia dónde va la mayoría de la gente hoy y en qué cree. Definitivamente hay que venir a Jesús y creer en él. Jesús quiere que sus discípulos¬–misioneros lleguemos a descubrir y a palpar siempre en él la bondad y la voluntad de Dios. Y por eso le habla a la gente de su tiempo de lo que significa llegar a sentirlo a él como hecho «alimento y bebida». Palpar a Jesús, como él lo quiere, es aprender a entregarse por los demás a su estilo. Quien cree en Cristo, pan de vida, queda saciado, lleno de Cristo, no quiere saber de otro alimento; pero hay muchos que no quieren creer y saciarse. Cristo ha venido al mundo para acoger a todos los corazones abiertos a la verdad; y al hablar, enseñar, ofrecer signos, quiere que nadie se pierda, quiere que todos vengan a su encuentro porque la voluntad del Padre es clara para él; que todos nos salvemos por él, con él y en él.

Para que eso se dé, se necesitan esas dos condiciones imprescindibles: venir a él y creer en él. Estas dos condiciones las necesitamos hoy más que nunca, debido a las circunstancias por las que pasan nuestros países a nivel global: violencia, narcotráfico, desapariciones, corrupción, desplazamientos obligados por la violencia, migraciones forzadas por la necesidad de sobrevivir, muerte... y encima de todo una pandemia que parece no acabar nunca. Hoy más que nunca estamos necesitados de ver y creer en Jesús. Y para nosotros, como católicos, la Eucaristía es precisamente esto: comer el cuerpo de Jesús reviviendo su entrega para adquirir la capacidad de repetirla y creer en él para anunciarle a todos. Jesús, la segunda persona de la Santísima Trinidad, se presenta como el camino hacia Dios Padre. Él acoge a todos lo que optan por él y esta dispuesto a compartirles su propia existencia. Al recibir a Jesús se recibe a Dios. Y con él, el don de la vida permanente. La opción ante Jesús es entre la nueva vida y el antiguo modo de vivir. Quienes opten por Jesús serán resucitados en el momento definitivo y para nosotros los católicos es una fuerte invitación a encontrarnos con el Señor en la Eucaristía. Por lo menos en la arquidiócesis de Monterrey, que es donde yo ejerzo ahora mi ministerio sacerdotal como misionero de Cristo, se ha abierto la celebración del culto dominical con un aforo del 50% en las parroquias, capillas y Templos para la gente de todas las edades. 

Sin embargo, podemos constatar que hay muchos que no asisten «por miedo al contagio», pero las plazas comerciales, en el mismo día domingo, los parques y otros lugares públicos, lucen con gran cantidad de gente de todas las edades. El domingo pasado, en Misa había solamente 5 niños, además de 26 personas entre jóvenes y adultos... ¿será que todo el resto se quedó encerrado en su casa sin salir todo el día?... Yo hasta le pedí a la gente que les diéramos un aplauso a esos niños que, gozosos, vivieron con los adultos que los llevaron la Misa en nuestra comunidad. Nos falta, como católicos, valorar más, mucho más la presencia de Jesús en la Eucaristía, pues un católico no puede «acomodarse» a ver la Misa sino que tiene que «venir» al encuentro de Jesús para «creer» más firmemente en él. Es verdad que como bautizados estamos ya en Dios, estamos en Cristo y lo estamos sobre todo porque creemos, pero sabemos que necesitamos del alimento de su Palabra y de su Eucaristía en la Misa. Por eso, si ya hay —con los debidos cuidados sanitarios— la oportunidad de participar en la Misa, hay que asistir. Que María Santísima nos ayude a «venir» a Cristo y a «creer» en él. ¡Bendecido miércoles!

Padre Alfredo.

martes, 20 de abril de 2021

«Pan de Vida, pan partido»... Un pequeño pensamiento para hoy


Hemos sido creados por Dios y para Dios. Nuestra verdadera hambre, es hambre de Dios, nuestro único y verdadero alimento es el que viene de Dios nos recuerda el Evangelio del día de hoy (Jn 6,30-35). Todos nosotros, que nos consideramos discípulos–misioneros de Cristo tenemos el regalo de la fe. Así interpretamos claramente a Jesús como el Pan de la vida, el que nos da fuerza para vivir. El Señor, ahora Glorioso y Resucitado, que se nos da él mismo como alimento de vida. La gente que hoy aparece en el Evangelio, sin saberlo bien, nos deja la consigna para nuestra oración. Podemos decir como ellos, en nombre propio y de toda la humanidad: «danos siempre de este Pan». Y no sólo en el sentido inmediato del pan humano, sino del Pan verdadero que es Cristo mismo. Pero como discípulos–misionero no podemos conformarnos con saciarnos a nosotros mismos de ese Pan. Debemos «distribuirlo» a los demás: debemos anunciar a Cristo como el que sacia todas las hambres que podamos sentir los humanos. Debemos conducir a todos los que podamos, con nuestro ejemplo y testimonio, a la fe en Cristo y a la Eucaristía. El pan que baja del cielo y da vida al mundo.

Como en otros pasajes del Evangelio, Jesús hace pasar a sus oyentes del sentido material al espiritual. De este modo llegamos al culmen de la revelación de Jesús, cuando éste proclama: «Yo soy el Pan de Vida». Pero gran parte de los habitantes del mundo no conocen a Jesús y nada saben de este Pan vivo. El hombre de hoy está sediento, está hambriento y no sabe de qué. Por ello ha desatado una búsqueda sin tregua tratando de encontrar algo que verdaderamente le sacie. Lo busca en el placer, en el poder, en la fama, en el dinero, etc.… A final de la búsqueda siempre lo mismo: vacío y soledad. Y es que solo Jesús es el pan que sacia. Solo la vida en el amor de Dios puede dar sentido a la vida. Jesús dijo: «Yo soy el pan que da la vida» por ello solo él sacia, solo su amor llena nuestros vacíos y nuestras soledades. La vida en Cristo se transforma en plenitud. Por ello quien tiene a Cristo lo tiene todo, quien no lo tiene no tiene nada. Este tiempo de Pascua es de nuevo una oportunidad para encontrarnos con Jesús resucitado con el verdadero pan que sacia, con el pan que da la vida que es paz, alegría y amor como digo, no lolamente para saciarnos nosotros, sino para darlo a los demás.

¿Y cómo lo damos a los demás? Sencillamente haciéndonos como él, «pan partido». Pan que se da y se reparte para saciar el hambre espiritual; pan que conforta a los hombres y mujeres «desnutridos» en el campo de la fe; pan que ha de darse en los pequeños servicios de cada día, en hacer un favor, en llamar a un amigo enfermo que está lejos, en ayudar en las labores de casa... Quienes hemos entrado en comunión de vida con el Señor estamos obligados a hacerlo presente, con todo su poder salvador, en el mundo. El verdadero hombre de fe vive totalmente comprometido con la historia para convertirse en un auténtico «pan partido» que se da. Proclamar el Nombre de Dios en la diversidad de ambientes en que se desarrolla la vida de los Cristianos nos ha de llevar a no sólo dar testimonio del Señor con las palabras, ni sólo con una vida personal íntegra, sino a trabajar para que vayan desapareciendo las estructuras de maldad y de pecado en el mundo. Que Dios nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, convertirnos, por nuestra unión verdadera a Cristo, en un auténtico alimento de vida eterna para el hombre de nuestro tiempo, en un «pan partido» hasta que finalmente estemos, junto con Él, sentados a la diestra de Dios Padre todopoderoso. ¡Bendecido martes!

Padre Alfredo.

lunes, 19 de abril de 2021

«Buscar a Jesús»... Un pequeño pensamiento para hoy


Luego de no haber publicado el «pequeño pensamiento» desde el día 4, como lo había anunciado, regreso ahora después de haber participado en los Ejercicios Espirituales y en la Asamblea General del instituto misionero al que pertenezco desde hace poco más de 40 años: «Misioneros de Cristo para la Iglesia Universal». La experiencia de encontrarse con los demás hermanos sacerdotes es siempre enriquecedora y más porque juntos hemos escuchado la voz de Dios. La vivencia de días de Ejercicios Espirituales es vital para conservar la vocación y reestrenar el llamado, por su parte, la participación en una Asamblea General es siempre sentirse cerquitita del carisma fundacional de un instituto y colaborar a velar por los intereses del mismo. Así que después de esta vivencia de casi 15 días aquí estoy de nuevo para comentar algo del Evangelio que, para este día, nos ofrece la Liturgia de la Palabra de la Eucaristía. Cabe destacar, antes de iniciar la reflexión, que durante toda esta semana estaremos reflexionando sobre el Capítulo 6 de san Juan: El «Discurso sobre el Pan de Vida». una larga discusión con sus oyentes que Jesús desarrolló al «día siguiente»" de los dos milagros de la multiplicación de los panes y el andar sobre las aguas.

El día de hoy el Evangelio nos ofrece el pasaje de Jn 6,22-29, narración que acontece, como he mencionado, luego de dos importantes milagros. Con sus milagros, Jesús quiere que las personas capten su persona, su misterio, su misión. «Que crean en el que Dios ha enviado». Es admirable, a lo largo del Evangelio, ver cómo Jesús, a pesar de la cortedad de sus oyentes, les va conduciendo con paciencia hacia la verdadera fe: «yo soy la luz», «yo soy la vida», «yo soy el Pastor». En el relato de hoy, a partir del pan que han comido con gusto, les ayudará a creer en su afirmación: «yo soy el pan que da la vida eterna». EL trozo evangélico nos deja ver que la multitud buscaba afanosamente a Jesús. No lo ve donde esperaba verlo: en la barca junto a sus discípulos —su comunidad—. La gente constata, sin embargo, que el número de los que buscan a Jesús ha aumentado: «llegaron otras barcas desde Tiberiades». Este aumento de personal los mueve a iniciar la búsqueda de él y sus discípulos en Cafarnaúm. Lo encuentran al otro lado del mar, es decir, venciendo los obstáculos que impone el éxodo, el cambio de situación. La multitud llama a Jesús «Rabí» o maestro. Veían en él un guía que les aseguraría, sin duda alguna, más pan como en la multiplicación. Por eso Jesús les reprochó la actitud, ya que lo buscaban porque sólo pensaban saciar inmediatamente el hambre material. La gente no entendía el significado de las señales, sólo esperaba un rápido beneficio. La falta de comprensión los llevaba a querer saciar únicamente la urgencia política —un rey— y económica —la comida—. 

En el entramado de la escena, Jesús le exige a la multitud que tome una opción permanente de fe y no sólo una opción de emergencia, ya que la fe en su persona, en lo que él significa, es el único fundamento de la acción. Fíjense, mis queridos lectores, que en medio de la situación tan difícil, tan complicada, tan atípica que vivimos en la pandemia, a menudo me pregunto por las motivaciones que nos impulsan a creer en Jesús en medio de esta situación cuando veo la Iglesia el domingo, como ayer, casi vacía. Creo que las motivaciones para creer en Cristo son varias y van cambiando a lo largo de esta pandemia. Se dispensó de la asistencia a Misa presencial y ahora muchos se quedan solamente en Internet cuando ya pueden y deben —en conciencia moral— regresar al Templo. Ah, pero que no se enferme alguien o se tenga un difunto por el coronavirus porque entonces sí hay una cercanía y una búsqueda de Cristo. ¿No estaremos como comunidad de creyentes como aquellos que solo lo buscaban por la solución a su problema de hambre? Ahora, que vamos volviendo poco a poco —aunque sea muy lentamente a la normalidad— es tempo de revivir la fe y darnos cuenta de que somos destinatarios del amor de Dios que sacia no solamente la necesidad material, sino la inmensa necesidad espiritual que tiene el hombre de hoy. Por mi parte, y los invito a ustedes también, a que bajo la mirada de María, sigamos buscando a Jesús que nos brinda, más que cosas materiales, un amor gratuito e inmenso. ¡Bendecido lunes y un gusto volver a compartir con ustedes!

Padre Alfredo.

viernes, 16 de abril de 2021

«TENDER AL BIEN EN LA UNIDAD»*. El valor del respeto mutuo en la comunidad eclesial... Un tema para retiro y reflexión


1. El respeto.

Primero que nada hemos de ver que la palabra respeto proviene del latín «respectus» y significa «atención» o «consideración» —de acuerdo al diccionario de la Real Academia Española (RAE)—, y que el respeto está relacionado con la veneración o el acatamiento que se hace a alguien o a algo. El respeto incluye miramiento, consideración y deferencia. Por otra parte significa mirar algo, o mirar a alguien con atención y consideración, aunque también puede hacer referencia al temor o al recelo. Por ejemplo: «Al mar hay que tenerle respeto, ya que puede ser peligroso».

El respeto es un valor que permite que el hombre pueda reconocer, aceptar, apreciar y valorar las cualidades del prójimo y sus derechos. Es decir, el respeto es el reconocimiento del valor propio y de los derechos de los individuos y de la sociedad, por eso, en la vida de los cristianos, es un valor imprescindible en el día a día, ya que el respeto no sólo se manifiesta hacia la actuación de las personas o hacia las leyes, sino también se expresa hacia la autoridad, como sucede con los alumnos y sus maestros o con los hijos y sus padres. 

El respeto permite que una familia, un grupo o una comunidad, pueda vivir en paz y en una sana convivencia, en base a normas, reglamentos y determinaciones. Implica reconocer en sí mismo y en los demás los derechos y las obligaciones, por eso suele sintetizarse en la frase que dice «no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti». El respeto, al igual que la honestidad y la responsabilidad son valores fundamentales para hacer posibles las relaciones de convivencia y comunicación eficaz entre las personas ya que son condición indispensable para el surgimiento de la confianza en toda comunidad social. 

Hoy, en la época tan llena de conflictos que nos ha tocado vivir, se percibe por doquier una falta de respeto que es causa de la laxitud en la que ha caído la cultura moderna, por el excesivo énfasis que se ha puesto en la libertad y los derechos de los individuos, con el olvido de la responsabilidad y el deber de estar unidos a quienes nos rodean como contraparte complementaria. Esta actitud egoísta ha traído como consecuencia una mala interpretación de lo que significa la dignidad de la persona y su responsabilidad social y un olvido de la «unidad», que siempre es necesario vivir para ejercer el respeto. 

Es curioso que en diversos ámbitos, incluido el religioso, se deja hoy sentir una interpretación muy generalizada de que nuestro individualismo es tan «sagrado», que al sentirnos dueños de nuestra propia manera muy personal de interpretar al mundo, podemos criticar a quien sea y ridiculizar a la persona que represente cualquier autoridad aún en detrimento de la unidad. Así, la falta de respeto, empezando por la familia, genera violencia y enfrentamientos que atentan contra la solidaridad y el bien común.


2. El respeto y la unidad en la comunidad eclesial.

Para vivir en plenitud este valor del respeto, quienes forman el grupo, movimiento o comunidad eclesial, tienen la fuerza de la Palabra de Dios, que les regala, entre tantas cosas maravillosas, unos cuantos versículos del capítulo 12 de la carta a los Romanos, en los que san Pablo habla del Cuerpo místico de Cristo, y son los versículos del 3 al 8.

Comencemos por reproducir el texto en cuestión (Rm 12,3-8): [3] «Por lo que los exhorto a todos ustedes, en virtud del ministerio que por gracia se me ha dado, a que en su saber o pensar, no se levanten más alto de lo que deben, sino que se contengan dentro de los límites de la moderación, según la medida de fe que Dios ha repartido a cada cual. [4] Porque así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, mas no todos los miembros tienen un mismo oficio, [5] así nosotros, aunque seamos muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo, siendo todos recíprocamente miembros los unos de los otros. [6] Tenemos por tanto dones diferentes, según la gracia que nos es conferida; por lo cual el que ha recibido el don de profecía, úselo siempre según la regla de la fe; [7] el que ha sido llamado al ministerio de la Iglesia, dedíquese a su ministerio; el que ha recibido el don de enseñar, aplíquese a enseñar; [8] el que ha recibido el don de exhortación, exhorte; el que reparte limosna, dela con sencillez; el que preside o gobierna, sea con vigilancia; el que hace obras de misericordia, hágalas con apacibilidad y alegría».

Para dar más autoridad a su exhortación, san Pablo comienza por alegar su condición de Apóstol, recordando que lo hace «en virtud del misterio que por gracia se me ha dado», es decir: «con todo respeto». Por lo tanto, que nadie se presuma más alto de la «medida de fe que Dios ha repartido». Sin embargo, la «medida de fe», a la cual alude san Pablo, no es la fe en cuanto tal, es decir, el asentimiento a la verdad divina, sino los dones o carismas que Dios distribuye de modo variable a los fieles conjuntamente con la fe —o sea, en la medida de fe— teniendo en vista la función que cada uno debe desempeñar en la Iglesia (cf. v. 6 ss.).

Para explicitarnos todo esto más claro, san Pablo se vale de una imagen sumamente expresiva —el cuerpo humano—, que siendo uno solo, tiene una gran variedad de miembros, cada cual con su función, y todos al servicio unos de los otros: «así nosotros, aunque seamos muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo». Se trata de una realidad profunda, que constituye la doctrina revelada del Cuerpo Místico de Cristo, a la cual san Pablo alude de modo explícito también en otras de sus cartas (1 Cor. 10,17; 12,12-27; Ef. 1,13; 2,16; 3,6; 4,4 y 12-16; Col. 1,18 y 24; 2,19; 3,15).

Según esta doctrina, podemos captar que la Iglesia —y por lo tanto nuestra familia, nuestro grupo, nuestra comunidad— no es un conglomerado amorfo de individuos, sino un cuerpo organizado, con diversos miembros y sus propias funciones, personas sobre las cuales Jesucristo ejerce una acción unitiva y vivificadora, personas que se respetan y se aman para vivir en unidad. Así, es perfectamente adecuada la expresión «Cuerpo Místico de Cristo» para designar a la Iglesia. Dice la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento: «Les recomiendo siempre, en todas las cosas, la unión de corazones, de voluntad, de servicio, en la alegría característica de nuestro instituto, pero en una alegría sobrenatural, en el deber cumplido por amor» (Carta colectiva desde Roma en junio de 1978).

En los diversos textos mencionados, san Pablo resalta ya sea uno, ya sea otro aspecto de esta divina doctrina. Cuando quiere inculcar la necesidad de unión y colaboración entre los fieles, destaca que nuestra unión con Cristo es tal que forma con Él una unidad o cuerpo único. Empero, cuando necesita denunciar a los falsos predicadores que cuestionaban la posición única de Cristo, insiste sobre todo en que Él es la verdadera Cabeza —aunque invisible— de la comunidad cristiana, o sea, católica y apostólica, punto de partida de todo el influjo vital en la Iglesia y su Jefe indiscutible.

Aquí cabe observar —no sin asombro— que existen concepciones erróneas acerca del Cuerpo Místico de Cristo que recorren toda la historia dos veces milenaria de la Iglesia, a tal punto que el Papa Pío XII se sintió obligado a escribir una encíclica especial para refutar las falsas doctrinas en curso en los medios católicos de su tiempo, y que llegan hasta nuestros días. Se trata de la encíclica «Mystici Corporis», del 29 de junio de 1943, cuya lectura recomiendo para enriquecimiento personal. 


3. El respeto, la unidad y los dones o ministerios en la comunidad eclesial.

Los dones o carismas (carísmata, en griego), de que habla san Pablo, no parece que deban concebirse como algo extraordinario y pasajero, propio de los comienzos de la Iglesia, conforme generalmente se piensa, sino como algo estable que durará mientras dure la Iglesia, por lo tanto hasta el fin de los tiempos (excepto, claro está, algunos carismas muy especiales, como el don de milagros). Según la concepción de san Pablo, todos los cristianos formamos «en Cristo un solo cuerpo» (v. 5), y cada cual tiene una función que desempeñar ordenada a la vida de ese cuerpo; y puesto que, según el mismo Apóstol, la adaptación de cada miembro para el desempeño de su función es obra de los dones que recibió, se deduce que éstos deben ser un hecho normal en la vida de la Iglesia.

Los exegetas observan que en ninguno de los lugares en que habla de los dones o carismas, san Pablo pretende dar una lista completa de ellos. Veremos ahora cómo en una comunidad se pueden dar estos dones y deben contribuir, con todo respeto, al bien de la unidad de la misma.

3.1. Profecía: Don ordenado a la predicación del mensaje evangélico, descubriendo a veces secretos del corazón y prediciendo el futuro (cf. Hch. 13, 1; 1 Cor. 14, 24-25). Hablando de aquellos a quienes les es concedido el don de profecía, explica el cardenal Charles Journet (1891-1975): «Ellos sabrán discernir, a la luz divina, los sentimientos profundos de su época; ellos sabrán diagnosticar los verdaderos males y prescribir los verdaderos remedios. Mientras  la masa parecerá alcanzada por la ceguera, mientras hasta los mejores titubearán o avanzarán a tientas, ellos, con un instinto sobrenatural e infalible, irán directo al blanco» (L’Église du Verbe Incarné, Desclée de Brouwer, París, 1962, 3ª ed., vol. I, pp. 173-175).

3.2. Ministerio: Don de significado difícil de precisar, pero que probablemente engloba las cinco funciones o servicios a continuación mencionados.

3.3. Ministerio de la enseñanza: Don para instruir convenientemente en las verdades de la fe. 

3.4. Ministerio de la exhortación: Don para llegar fácilmente al corazón de los demás con palabras apropiadas. 

3.5. Ministerio de la limosna: Don que estimula a dar de los propios bienes y hacerlo con simplicidad, con vistas a ayudar al prójimo y no por motivos inconfesables. 

3.6. Ministerio de gobierno: Don para los que están al frente de las personas y de las diversas obras de la comunidad, para que lo hagan con celo y diligencia. 

3.7. Ministerio de la práctica de la misericordia: Don para atender con suavidad y buenas maneras el cuidado de los enfermos, peregrinos, personas moralmente debilitadas, etc.


4. Respeto y unidad viviendo los diversos ministerios en la comunidad eclesial.

Ante un mundo roto y deseoso de unidad es necesario proclamar con gozo y fe firme que Dios es comunión, Padre, Hijo y Espíritu Santo, —unidad en la distinción que respeta, comparte y anima—, el cual llama a todos los hombres a que participen de la misma comunión trinitaria. Es necesario proclamar que esta comunión es el proyecto magnífico de Dios [Padre]; que Jesucristo, que se ha hecho hombre, es el punto central de la misma comunión, y que el Espíritu Santo trabaja constantemente para crear la comunión y restaurarla cuando se hubiera roto. Es necesario proclamar que la Iglesia es signo e instrumento de esa comunión querida por Dios, iniciada en el tiempo y dirigida a su perfección en la plenitud del Reino. 

La Iglesia es signo de comunión porque sus miembros, como sarmientos, participan de la misma vida de Cristo, la verdadera vid (Cf. Jn 15, 5). En efecto, por la comunión con Cristo, Cabeza del Cuerpo místico, entramos en comunión viva con todos los creyentes y por eso respetamos lo que Dios ha dado a cada uno. Vivir el don de la Iglesia como la comunión —koinonía— de los creyentes en Cristo «que tenían un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32), debe ser una prioridad permanente para nuestra vida religiosa. La comunidad es y debe ser el espacio vital y natural en el que podamos encontrar, escuchar, celebrar, vivir y difundir integralmente el acontecimiento de Cristo en medio del mundo. La comunión es obra del Espíritu, pero también requiere del respeto y de la participación y colaboración de todos para que, donde quiera que estemos y en todo lo que hagamos, contribuyamos a fortalecerla, superando hábitos adquiridos y criterios puramente territoriales o funcionales. 

Esto, en cada comunidad eclesial, implica la comprensión y vivencia del misterio de la misma comunidad como edificación del único Cuerpo de Cristo, del cual somos miembros, cada uno con dones y carismas al servicio de todo el Cuerpo para su edificación en el amor (Cf. Ef. 4). El Apóstol siempre afirmó la primacía de la unidad y la caridad sobre los demás carismas (Cf. 1 Cor 13 y 14), pues aunque proceden del mismo Espíritu, son dones al servicio de la edificación del único Cuerpo de Cristo, el cual crece hacia su plenitud en el amor (Cf. Ef 4). 

En cada una de las comunidades eclesiales existen diversos ministerios con unidad de misión. A los apóstoles y a sus sucesores Cristo les confirió la función de enseñar, santificar y gobernar en su propio nombre y con su autoridad. En nuestros grupos siempre habrá superiores y súbditos, pero siempre todos «hermanos» formando un Cuerpo en la unidad por la diversidad. El superior, en función de su ministerio, ejerce la labor de presidir la comunidad y de estar al servicio de ella, se convierte en pastor de su rebaño. Dice la beata Madre Inés: «Le pido a Nuestro Señor que siempre trabajen unidos, llenos de comprensión los unos para los otros, y cada uno olvidándose de sí mismo, para ver por sus hermanos que en esto consiste el «no ser egoístas», pues al tener más en cuenta a nuestros hermanos, que a nosotros mismos, reinará la paz, apenas algo comparada con la del Cielo. Y no olvidemos que, el Cielo lo podemos llevar desde la tierra, dentro del alma, viviremos siempre en el Cielo sin cavilaciones, sin sospechas, sin buscarnos a nosotros mismos» (Carta a la comunidad de Lunsar, marzo 4 de 1977).

Es importante asumir las diferencias de cada uno y vivir el respeto cada día. Nuestra unión se fundamenta en la potenciación de los dones de todos los hermanos que tenemos a nuestro lado. Hemos de alegrarnos de los talentos que Dios da a cada cual. El diálogo y el respeto mutuo nos pueden ayudar a conseguir esta unidad. La comunidad misma tiene el reto de potenciar los carismas de cada persona. Todos tenemos capacidades, es necesario descubrirlas y ofrecerlas a los demás. No las escogemos nosotros; Dios nos las ha dado para que las hagamos fructificar y para ponerlas al servicio de los demás dentro de los parámetros que nuestro espíritu y espiritualidad nos ofrecen.

Al igual que en nuestra comunidad local, en la Iglesia todos somos iguales pero con funciones diferentes. No se entendería ninguna comunidad eclesial sin el clérigo pero tampoco sin los laicos. Ambos conforman la única Iglesia de Cristo. Sin el presbítero no puede haber comunidad, él tiene la responsabilidad de ayudar a potenciar los carismas de los diferentes miembros, tiene la misión de unir a la comunidad para que forme el cuerpo místico de Cristo.


5. Respeto, unidad, diversidad y vida diaria en la comunidad eclesial.

Cuando tenemos la desgracia de que se nos rompa un vaso de vidrio en muchos pedazos, nos damos cuenta de lo frágil que era su unidad; un golpe bastó para dejar de ser vaso. Dicen los filósofos que hay diversos grados de unidad. Existe la unidad material como la del vaso o la de un carro o una máquina. Pero hay una más fuerte. Por ejemplo, la unidad que hay entre los miembros de una comunidad religiosa, unidos por los lazos que ha dejado en herencia su fundador. También la persona mantiene una unidad: todo su cuerpo está unido gracias a su alma que lo vivifica. Por ello, si una parte de su cuerpo le duele, una mano por ejemplo, toda la persona lo resiente, y no sólo la mano. Gracias al alma se mantiene la unidad en el cuerpo humano.

San Agustín acude a la unidad que hay del alma espiritual con el cuerpo humano para explicar que de modo semejante se da la unidad entre el Espíritu Santo y la Iglesia: «Lo que nuestro espíritu, es decir, nuestra alma, es para nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia» (Sermón 267,4). El Espíritu Santo tiene una importancia esencial en la vida de la comunidad eclesial: nos mantiene a todos unidos entre sí viviendo un mismo carisma, —en el caso de la Familia Inesiana es el carisma de Madre Inés—, y con Jesucristo, que es la Cabeza de la Iglesia nos hace ser «Uno», como dice la beata Madre Inés: «Otro Cristo». El Concilio Vaticano II afirma esto: El Espíritu Santo «une a todos en Cristo tan íntimamente que es el Principio de la unidad de la Iglesia» (Unitatis redintegratio, n.2). 

Hay un cuento que narra que dos amigos caminaban juntos uno de ellos era católico y el otro cristiano y uno de ellos, el cristiano, decía que el camino para llegar a Dios era también uno solo, y que por eso su camino y el de los católicos eran prácticamente iguales: creían en un solo Dios, en la vida eterna, en el Cielo y en el Infierno; sólo que los cristianos no admitían la autoridad del Papa como primado. Entonces el católico se limitó a cortar una rama de un árbol diciendo: «Mira, esta rama es recia como las otras; es flexible como las otras; sólo hay una diferencia, y es que las otras están unidas al tronco, y ésta no. Y aunque la diferencia no es mucha, las ramas unidas al árbol conservarán su lozanía y su vida, crecerán y se llenarán de fruto. En cambio, la que se separó del tronco no tardará en secarse».

Jesucristo tomó el ejemplo de la vid para expresar la necesidad de la unión que había de tener con Él: «Permanezcan en mí y yo en ustedes. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante, porque sin mí nada pueden hacer» (Jn 15, 4-6).


6. Para vivir el respeto mutuo tendiendo al bien en la unidad.

Hemos de vivir agradecidos con el Señor al permitirnos vivir esa unidad con Él. Y podemos favorecerla si busquemos esa unión con Cristo especialmente en nuestra oración diaria, en la Adoración y en la celebración de la Eucaristía en comunidad. Como decía san Juan Pablo II: «De la verdad de nuestra unión con Jesucristo en la Eucaristía queda patente en si amamos o no amamos de verdad a nuestros compañeros (...), en cómo tratamos a los demás y en especial a nuestra familia (...), en la voluntad de reconciliarnos con nuestros enemigos, y en el perdón a quienes nos hieren u ofenden» (Phoenix Park, 29-IX-1979). La unidad con Cristo nos llevará a vivir fomentando el respeto y la unidad con todos los demás.

La unidad es un don que se alcanza más allá de todo esfuerzo humano. Para ello necesitamos rezar con insistencia a Dios pidiéndole este don y la capacidad de asumir las diferencias de cada uno de los que formamos la comunidad. 

Para conseguir la unidad necesitamos, por un lado, intensificar nuestra relación íntima con Dios Padre, nivel necesario para progresar en el deseo de la comunión. Jesús tenía una estrecha comunión con Dios Padre. En segundo lugar, es importante la práctica de la vida sacramental como eje de nuestra relación con Cristo, vivida con los demás desde nuestra adhesión plena a la propia comunidad. Cristo es el centro de nuestras vidas. Finalmente, el ejercicio de la caridad es constitutivo del talante genuino del respeto y de la unidad.


7. ¿Cómo conseguir este respeto en el grupo para vivir la unidad que Jesús nos pide?

Para conseguir el valor del respeto mutuo que nos hace tender al bien en la unidad es necesario:

—La conversión: proceso interior de cambio para mejorar nuestra vida con Dios y con los demás.

—Saber escuchar.

—Capacidad de discernimiento. Descubrir aquello que el hermano nos quiere decir con sus palabras.

—La unidad, que se fragua en la humildad, en la aceptación del hermano y de sus carismas.

—El amor de fraternidad: amar incondicionalmente al modo de Dios.

—La libertad: necesaria para desarrollar los mejores dones que Dios nos ha dado.

Además, para que haya una profunda comunión, es necesario el oxígeno del Espíritu Santo. Hemos de abrirnos a su aliento y dejar que corra por nuestro cuerpo. Regados por la gracia de Dios y animados por la fuerza del Espíritu Santo seremos capaces de conseguir la unidad verdadera.

María de Nazareth es un estupendo ejemplo de todo esto. Ella dejó, como Esposa fiel del Espíritu Santo, que corriera por todo su ser. Nuestra Señora, al pie de la Cruz, respetó los planes del Padre y vivió en medio del dolor íntimamente unida a su Hijo, asociada a Él. Allí, Jesús, viendo a su Madre y al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, he ahí a tu hijo». Después dije al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa. María estuvo siempre atenta a respetar el plan de salvación y vivió no sólo en ese momento de Cruz, sino siempre, muy unida a su Hijo, como ninguna criatura lo ha estado ni lo estará jamás, y de modo muy particular en aquellos últimos momentos en los que se consumaba nuestra redención. 

En el Calvario «mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida» (cfr. Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús, agonizante en la Cruz, como madre al discípulo, en el que estábamos representados todos los hombres. Ella es Madre de todo el género humano y especialmente de todos aquellos que por el Bautismo hemos sido incorporados a Cristo. El Concilio Vaticano II nos recuerda la necesidad de volver nuestra mirada hacia la Madre común: «ofrezcan todos los fieles súplicas apremiantes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que Ella (...) interceda en la comunión de todos los santos ante su Hijo, hasta que todas las familias de los pueblos, tanto los que se honran con el título de cristianos como los que todavía desconocen a su Salvador, lleguen a reunirse felizmente, en paz y concordia, en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e indivisible Trinidad». A Ella acudimos pidiéndole que este amor al respeto y a la unidad nos mueva a crecer cada vez más en una vida de comunidad sencilla, constante y eficaz.

Alfredo Delgado, M.C.I.U.

*Este tema lo impartí originalmente a un grupo de Ministros Extraordinarios de la Comunión Eucarística de la parroquia de Fátima en Azcapotzalco con sus debidas adaptaciones.

jueves, 15 de abril de 2021

«DAME DE BEBER»... Para vivir la fe desde el pasaje de la Samaritana.

 

«Hermana Amalia Gómez»... Vidas consagradas que dejan la huella de Cristo LXXV

El 25 de febrero pasado (25/02/2021) sonó mi teléfono celular y era una llamada de nuestra querida hermana Amalia, que ese día celebraba su cumpleaños y ya muy afectada por la COVID-19 y en la que me pedía una bendición especial como Misionero de la Misericordia. Con una voz bastante clara, a pesar de que se le notaba sumamente cansada por la falta de oxigenación, me dijo: «padre Alfredo, yo te quiero mucho y te tengo mucha confianza, quiero que me des, en este día especial de mi cumpleaños y en mis últimos momentos de vida, tu bendición como Misionero de la Misericordia. Yo estoy lista, estoy preparada, salúdame mucho a tu mamá». Le di la bendición y hablé con ella un rato más. Ese sería nuestro último encuentro luego de muchos años de amistad en Cristo, desde que era yo un jovencillo y la conocí. La hermana Amalia era muy amiga de mi madre, así que la relación con ella, aunque no era muy frecuente, se prolongó por muchos años. La hermana, a las diecisiete horas con cuarenta y un minuto de aquel día, entregó su alma al Creador. Quiero, ahora, en unas cuantas lineas, compartir un poco de la vida y de la misión de la hermana Amalia Gómez Guerrero.

Amalia nació en Tanguancícuaro, en el estado de Michoacán, en México el 25 de febrero de 1928. Allí vivió hasta que ingresó a la congregación de las Misioneras Clarisas del Santísimo Sacramento el 16 de julio de 1951 en la Casa Madre, que está en Cuernavaca, Morelos, México. Allí mismo inició su noviciado el 25 de enero de 1952 y profesó sus votos de pobreza, castidad y obediencia el 15 de febrero de 1954 ante la fundadora de la congregación, la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento, quien también la había acompañado en el inicio de su noviciado.

Después de su formación inicial en Cuernavaca, recibió su cambio a una comunidad que las Misioneras Clarisas tuvieron en Ciudad de México a la que se le conocía como la casa de «Talara», por estar en la calle que lleva el nombre de esa ciudad peruana. Allí se desempeñó como maestra de primaria por espacio de dos años. En 1956, siguió en la labor educativa en la casa de Monterrey, en donde continuó con su preparación académica hasta el año de 1960. Luego estuvo en la Casa Madre en donde hizo sus votos perpetuos el 8 de febrero de 1961, en una celebración presidida por la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento.

En 1963 recibió su cambio a Chiapas, con la encomiendo de abrir —junto con otras hermanas— una comunidad en San Juan Chamula, misión de la que la hermana Amalia se enamoró en la que trabajó arduamente. De hecho, cuando cumplió sus 50 años de vida consagrada, en sus palabras de acción de gracias afirmó que agradecía a Dios, de manera particular, el tiempo que le permitió realizar su tarea apostólica entre sus hermanos de aquellas tierras de los cuales dijo: «de ellos recibí más de lo que yo pude darles».

En el año de 1968, al darse cuenta la beata María Inés, de la facilidad que la hermana tenía para todo lo relacionado con la enfermería, la envió a la casa de Talara nuevamente para estudiar en el Instituto de Cardiología y la destinó luego a la Cada Madre, al dispensario médico en donde estuvo hasta 1976 para regresar luego a Chiapas a la que en aquel entonces era la Escuela Granja que hoy recibe el nombre de «Centro de Formación Integral de la Mujer Madre Inés (CEFIMMI).

En 1982 recibió su cambio a la comunidad de Monterrey, que fue allí donde yo, siendo seminarista, la conocí y donde inició su amistad con mi madre. Allí estuvo solamente dos años, pues en 1984 recibió la encomienda de ser una de las fundadoras de la Casa del Vergel en Cuernavaca. Después regresó nuevamente a Chiapas y en 1990 fue enviada a la Casa de la Villa, la comunidad de Misioneras Clarisas que está a unos pasos de la Basílica de Guadalupe en Ciudad de México. Allí estuvo solamente un año y recibió su cambio a la ciudad de Guadalajara a la que en aquel entonces era una residencia universitaria para chicas, en donde permaneció hasta 1994 en que regresó a la Casa Madre. Finalmente en el año de 2014 regresó a Guadalajara, a la Casa del Tesoro —comunidad en donde residen las hermanas enfermas de la congregación—.

Como se puede ver, en la vida de la hermana Amalia hubo muchos cambios de comunidad y diversas encomiendas entre la educación y la enfermería. En diversas ocasiones en las casas en donde estuvo fue superiora, vicaria y consejera. Las hermanas Misioneras Clarisas y demás personas que la conocieron, entre ellas mi madre, expresan que fue un alma muy caritativa, sencilla, sumamente responsable, formal, ordenada, muy educada y con gran espíritu religioso. En todas las misiones en donde estuvo fue una mujer pacífica y pacificadora que supo establecer buenas relaciones con las hermanas y con las personas que se acercaban a la comunidad como misionados y como bienhechores. Sus hermanas en religión la recuerdan como una alma profunda y apacible.

Las ocasiones en las que estuvo en Chiapas, como ya mencioné, la marcaron profundamente como misionera pues allí se entregó, en las diversas etapas de su vida, con mucho entusiasmo a la misión. Allí, en diversos momentos atendió los dispensarios médicos de San Juan Chamula y la Candelaria, a donde acudía mucha gente pues le tenían una gran confianza. Con sencillez y serenidad, supo afrontar las dificultades de la misión ofreciendo todo por la salvación de las almas. También allí, cuando estuvo en la Escuela Granja, se hizo cargo de las internas, adolescentes y jovencitas Tzoziles y Tzentales con las que siempre fue muy buena, amable y disponible, enseñándoles diversas labores domésticas y manualidades. A ellas les dedicaba todo el tiempo y la atención necesaria. Promovía siempre, entre ellas, la asistencia a la Misa y algunas decían que era, para ellas, como una segunda mamá.

Además de la educación en sus primeros años de religiosa, se dedicó arduamente al apostolado de la salud, poniendo en práctica los estudios que gracias a la beata María Inés había realizado. Con gran caridad y paciencia —según recuerdan muchos— atendía a cada una de las personas que acudían al dispensario, siempre con el deseo firme de ayudarles en lo que necesitaban.

En la última etapa de su vida, la hermana Amalia sufrió por poco más de diez años, insuficiencia renal crónica entre otros padecimientos, con los que, con una serena sonrisa, acompañaba a Jesús en la cruz y su salud poco a poco se fue deteriorando. Las religiosas jóvenes que la atendían expresaban que irradiaba siempre la armonía que vivía en su interior reflejando a Cristo y viéndolo en ellas. Una de estas hermanas, después de la muerte de la hermana Amalia comentó: «se le veía que tenía un trato natural, familiar y cercano con Jesús». Algunas recuerdan que sabía contemplar a Cristo en sus hermanas de comunidad, mostrándoles un profundo carió y respeto procurando tener para ellas una palabra de aliento y sabiduría, con el toque característico de la alegría. 

Yo la recuerdo en sus últimos años, las veces que me tocó saludarla, compartir la Eucaristía, alguna reflexión o incluso unos Ejercicios Espirituales, siempre con una sonrisa muy discreta en sus labios, serena y siempre con un porte muy religioso, aunque casi ya no se podía mover. Siempre me dio palabras de aliento para vivir mi sacerdocio y cuando me veía me invitaba a ser misionero en todo tiempo y lugar bajo cualquier condición. La hermana Amalia, además de la insuficiencia renal, tenía desde tiempo antes artritis reumatoide que se le fue desarrollando hasta provocarle fuertes dolores en la columna y sin embargo se esforzaba por vivir cada día intensamente como misionera. A como podía, ponía su granito de arena ayudando a hacer algunas manualidades de las que las hermanas de la Casa del Tesoro hacen para venderlas y ayudar con ello al sustento de la comunidad; esto a pesar de que su vista ya estaba muy disminuida. Dicen las hermanas que no desperdiciaba ni un instante para amar a Dios y amarlo en sus hermanas.

Delicada de salud como estaba, fue visitada por la terrible enfermedad de la COVID-19 cosa que aceptó con serenidad y confianza en Dios, ofreciendo todos sus sufrimientos por la salvación de las almas, por las necesidades en el mundo entero y por la Familia Inesiana. Mantuvo su ánimo siempre positivo, alegre y sereno, mostrándose dócil a las indicaciones médicas, aun cuando sentía que su organismo no estaba respondiendo al tratamiento. A pesar de su estado de salud se preocupaba por quienes la atendían, pues tenía la delicadeza de preguntar si ya habían comido o descansado un poco y les recomendaba cuidarse mucho para seguir atendiendo a las demás enfermas.

Un día antes de dejar este mundo, con alegría y agradecimiento, tuvo la dicha de recibir la Confesión, la Unción de los Enfermos y la Eucaristía. La última noche le pidió a la hermana que estaba con ella que le recitara algunos salmos. Después de quedó en silencio y en paz, como estuvo todos esos días. Por la mañana las hermanas la vieron más agotada y fue cuando pidió hablar conmigo por teléfono. Después de la llamada le dijo a la hermana que la atendía que era la primera bendición del día de su cumpleaños. Puedo luego recibir llamada de sus familiares y la bendición de su superiora general, la Madre Martha Gabriela Hernández. Las hermanas la felicitaron cantándole por la ventana de su cuarto que daba al jardín y eso para ella fue un regalo muy grande.

Cerca de las tres de la tarde el Señor le compartió más de cerca su cruz, porque su estado de salud, afectado por la neumonía, se agravó. Minutos antes de su partida, siempre consciente, serena y abandonada en Dios, recibió la Comunión con gran fervor y poco después sus signos vitales comenzaron a disminuir lentamente, hasta que dio su último suspiro y en paz entregó su alma al Señor Jesús, su Esposo Divino. Así, la hermana Amalia, incansable misionera, terminó sus días en esta tierra para volar al juicio divino del Dios misericordioso que, como ella decía: «¡No me va a quedar mal!»

Que nuestra Dulce Morenita del Tepeyac, haya acogido maternalmente entre sus manos a la hermana Amalia, presentándola a su Hijo divino y al Eterno Padre. Descanse en paz nuestra querida hermana Amalia Gómez Guerrero.

Padre Alfredo.

miércoles, 7 de abril de 2021

CREO EN LA IGLESIA... Un tema de reflexión para un retiro


Decir «creo» supone un don que se nos da y una responsabilidad que aceptamos; es una experiencia de diálogo con Dios que, por amor, nos habla como amigos. Como enseña el Catecismo de la Iglesia católica: "La fe es un acto personal: es la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela a sí mismo" .

La palabra Iglesia (del griego “ekklèsia”) significa “convocación”. Es el término frecuentemente utilizado en el texto griego de Antiguo Testamento para designar la asamblea del pueblo elegido en la presencia de Dios, sobre todo cuando se trata de la asamblea del Sinaí, en donde Israel recibió la ley y fue constituido por Dios como pueblo santo. Dándose a sí misma el nombre de «Iglesia», la primera comunidad de los que creían en Cristo se reconoce heredera de aquella asamblea. En ella Dios «convoca» a su Pueblo desde todos los confines de la tierra. El término kyriaché, del que se derivan las palabras church en inglés, y kirche en alemán, significa «la que pertenece al Señor».

La palabra «Iglesia» designa la comunidad universal de los fieles, también la comunidad local y la asamblea litúrgica. Estas tres significaciones son inseparables. La Iglesia de Dios existe en las comunidades locales y se realiza como asamblea litúrgica, sobre todo eucarística. La Iglesia vive de la Palabra y del Cuerpo de Cristo y de esta manera viene a ser ella misma Cuerpo de Cristo.

La Iglesia está “prefigurada en la creación, preparada en la Antigua Alianza, fundada por las palabras y las obras de Jesucristo, realizada por su cruz redendora y su Resurrección, se manifiesta como misterio de salvación por la efusión del Espíritu Santo. Quedará consumada en la gloria del cielo como asamblea de todos los redimidos de la tierra. La Iglesia es a la vez visible y espiritual, sociedad jerárquica y cuerpo místico de Cristo. Es una, formada por un doble elemento humano y divino. Ahí está su Misterio que sólo la fe puede aceptar. La Iglesia es, en este mundo, el sacramento de la salvación, el signo y el instrumento de la comunión con Dios y entre los hombres.

Esta es la verdadera Iglesia de Cristo, y es católica, porque entre sus miembros los hay de todas las razas y creencias bajo el cielo de todas las naciones y castas, pueblos y lenguas; es santa, porque sus miembros se están esforzando para hacer sus vidas más santas y mejores; es apostólica, porque en verdad todos sus miembros son apóstoles, «hombres enviados» (aunque muchos de ellos no lo saben) por el gran Poder que todo lo guía, para que sean su expresión en la tierra, Sus emisarios para que ayuden á sus hermanos más ignorantes, con el precepto y el ejemplo, para que aprendan la lección de importancia capital que ya ellos han hecho parte de sus propias vidas. Y cualesquiera que sean sus divisiones exteriores, esta Iglesia es fundamentalmente una «escogida de entre todas las naciones, y, sin embargo, una sobre la tierra», una en esencia, aunque pueden transcurrir muchos siglos antes de que todos sus miembros se den cuenta de su unidad espiritual.

●  La Iglesia es una: Tiene un solo Señor, confiesa una sola fe, nace de un solo Bautismo, no forma mas que un solo Cuerpo, vivificado por un solo Espíritu, orientado a una única esperanza a cuyo término se superarán todas las divisiones.

 ●  La Iglesia es santa: Dios santísimo es su autor; Cristo, su Esposo, se entregó por ella para santificarla; el Espíritu de santidad la vivifica. Aunque comprenda pecadores ella es inmaculada. En los santos brilla su santidad, en María es ya la enteramente santa.

 ●  La Iglesia es católica: Anuncia la totalidad de la fe; lleva en sí y administra la plenitud de los medios de salvación; es enviada a todos los pueblos; se dirige a todos los hombres; abarca todos los tiempos; es, por su propia naturaleza, misionera. 

 ●  La Iglesia es apostólica: Está edificada sobre sólidos cimientos: los doce Apóstoles del Cordero; es indestructible; se mantiene infaliblemente en la verdad: Cristo la gobierna por medio de Pedro y los demás Apóstoles, presentes en sus sucesores, el Papa y el Colegio de los obispos.

La única Iglesia de Cristo, de la que confesamos en el Credo que es una, santa, católica y apostólica (...) subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él, aunque sin duda, fuera de su estructura visible, pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad” (Lumen gentium n. 8).

La Iglesia Católica tiene un cuerpo de más o menos 1100 millones de personas, casi la mitad de los cristianos y el 17% de la población mundial. Estos son algunos de los números que se desprenden de un estudio del Pew Forum of Religión and Public Life acerca de la situación del catolicismo actual. Continúan algunas constantes: regresión en Europa y Latinoamérica, fuerte avance en África, ligera subida en Asia y mínimo descenso en Oriente Próximo. Globalmente, los miembros de la Iglesia se han triplicado en el último siglo, aunque el resto del mundo ha crecido a un ritmo similar.

Dentro de la distribución de miembros de la Iglesia por todo el globo de 100 años a este punto, Europa ha pasado de un 65 a un 24%, mientras que Latinoamérica toma el mando subiendo del 24 al 39%. El África subsahariana se dispara desde unos dos millones de católicos en 1910 hasta los 170 millones actuales, mientras que en la cuna del cristianismo las guerras y la difícil convivencia con los musulmanes ha reducido al mínimo el número de creyentes.

En comparación con 1910, los católicos decrecen porcentualmente en Europa (de 44 a 35) y en Latinoamérica (de 90 a 76), justo lo contrario de lo que ocurre en África (de 1 a 21) y en Norteamérica (de 16 a 26). En Asia aumentan ligeramente (de 1 a 3%), mientras que en Oriente Medio y Próximo pierden otro punto (de 3 a 2). Las causas varían dependiendo de la localización, pero se advierte que el futuro viene por el sur y el este. La elección del cardenal Ratzinger como Papa apuntaba, en aquellos años a frenar la caída de fieles en el Viejo Continente y en la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro se buscó reforzar y renovar la presencia del rebaño de Cristo en Suramérica.

En algunas plazas históricas del Nuevo Mundo, la pérdida es considerablemente veloz. Brasil ha bajado en la primera década del siglo XXI nueve puntos porcentuales hasta un 65% y México se ha dejado otro cuatro puntos, aunque mantiene un considerable porcentaje (82.7%) por el menor efecto del protestantismo. Ambos siguen como los dos países con mayor número de católicos, por delante de Filipinas y Estados Unidos.

Pese a todo, también existen signos positivos. Al margen de que no importa tanto la cantidad como la virtud y santidad de los católicos, el número avanza anualmente, al ritmo al que lo hace la población mundial. Y los continentes asiático y africano albergan grandes esperanzas, a la vez que Latinoamérica y Europa constituyen un reto permanente.

Después de haber hablado de la Iglesia, de su origen, de su misión y de su destino, no se puede concluir mejor que volviendo la mirada a María para contemplar en ella lo que es la Iglesia en su Misterio, en su "peregrinación de la fe", y lo que será al final de su marcha, donde le espera, "para la gloria de la Santísima e indivisible Trinidad", "en comunión con todos los santos" (LG 69), aquella a quien la Iglesia venera como la Madre de su Señor y como su propia Madre:

Entre tanto, la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en Marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo (LG 68). Al pronunciar el "fiat" de la Anunciación y al dar su consentimiento al Misterio de la Encarnación, María colabora ya en toda la obra que debe llevar a cabo su Hijo. Ella es madre allí donde El es Salvador y Cabeza del Cuerpo místico.

La Santísima Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo, en donde ella participa ya en la gloria de la resurrección de su Hijo, anticipando la resurrección de todos los miembros de su Cuerpo. Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia, continúa en el cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los miembros de Cristo.

Alfredo Delgado Rangel, M.C.I.U.