1. El respeto.Primero que nada hemos de ver que la palabra respeto proviene del latín «respectus» y significa «atención» o «consideración» —de acuerdo al diccionario de la Real Academia Española (RAE)—, y que el respeto está relacionado con la veneración o el acatamiento que se hace a alguien o a algo. El respeto incluye miramiento, consideración y deferencia. Por otra parte significa mirar algo, o mirar a alguien con atención y consideración, aunque también puede hacer referencia al temor o al recelo. Por ejemplo: «Al mar hay que tenerle respeto, ya que puede ser peligroso».
El respeto es un valor que permite que el hombre pueda reconocer, aceptar, apreciar y valorar las cualidades del prójimo y sus derechos. Es decir, el respeto es el reconocimiento del valor propio y de los derechos de los individuos y de la sociedad, por eso, en la vida de los cristianos, es un valor imprescindible en el día a día, ya que el respeto no sólo se manifiesta hacia la actuación de las personas o hacia las leyes, sino también se expresa hacia la autoridad, como sucede con los alumnos y sus maestros o con los hijos y sus padres.
El respeto permite que una familia, un grupo o una comunidad, pueda vivir en paz y en una sana convivencia, en base a normas, reglamentos y determinaciones. Implica reconocer en sí mismo y en los demás los derechos y las obligaciones, por eso suele sintetizarse en la frase que dice «no hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti». El respeto, al igual que la honestidad y la responsabilidad son valores fundamentales para hacer posibles las relaciones de convivencia y comunicación eficaz entre las personas ya que son condición indispensable para el surgimiento de la confianza en toda comunidad social.
Hoy, en la época tan llena de conflictos que nos ha tocado vivir, se percibe por doquier una falta de respeto que es causa de la laxitud en la que ha caído la cultura moderna, por el excesivo énfasis que se ha puesto en la libertad y los derechos de los individuos, con el olvido de la responsabilidad y el deber de estar unidos a quienes nos rodean como contraparte complementaria. Esta actitud egoísta ha traído como consecuencia una mala interpretación de lo que significa la dignidad de la persona y su responsabilidad social y un olvido de la «unidad», que siempre es necesario vivir para ejercer el respeto.
Es curioso que en diversos ámbitos, incluido el religioso, se deja hoy sentir una interpretación muy generalizada de que nuestro individualismo es tan «sagrado», que al sentirnos dueños de nuestra propia manera muy personal de interpretar al mundo, podemos criticar a quien sea y ridiculizar a la persona que represente cualquier autoridad aún en detrimento de la unidad. Así, la falta de respeto, empezando por la familia, genera violencia y enfrentamientos que atentan contra la solidaridad y el bien común.
2. El respeto y la unidad en la comunidad eclesial.
Para vivir en plenitud este valor del respeto, quienes forman el grupo, movimiento o comunidad eclesial, tienen la fuerza de la Palabra de Dios, que les regala, entre tantas cosas maravillosas, unos cuantos versículos del capítulo 12 de la carta a los Romanos, en los que san Pablo habla del Cuerpo místico de Cristo, y son los versículos del 3 al 8.
Comencemos por reproducir el texto en cuestión (Rm 12,3-8): [3] «Por lo que los exhorto a todos ustedes, en virtud del ministerio que por gracia se me ha dado, a que en su saber o pensar, no se levanten más alto de lo que deben, sino que se contengan dentro de los límites de la moderación, según la medida de fe que Dios ha repartido a cada cual. [4] Porque así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, mas no todos los miembros tienen un mismo oficio, [5] así nosotros, aunque seamos muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo, siendo todos recíprocamente miembros los unos de los otros. [6] Tenemos por tanto dones diferentes, según la gracia que nos es conferida; por lo cual el que ha recibido el don de profecía, úselo siempre según la regla de la fe; [7] el que ha sido llamado al ministerio de la Iglesia, dedíquese a su ministerio; el que ha recibido el don de enseñar, aplíquese a enseñar; [8] el que ha recibido el don de exhortación, exhorte; el que reparte limosna, dela con sencillez; el que preside o gobierna, sea con vigilancia; el que hace obras de misericordia, hágalas con apacibilidad y alegría».
Para dar más autoridad a su exhortación, san Pablo comienza por alegar su condición de Apóstol, recordando que lo hace «en virtud del misterio que por gracia se me ha dado», es decir: «con todo respeto». Por lo tanto, que nadie se presuma más alto de la «medida de fe que Dios ha repartido». Sin embargo, la «medida de fe», a la cual alude san Pablo, no es la fe en cuanto tal, es decir, el asentimiento a la verdad divina, sino los dones o carismas que Dios distribuye de modo variable a los fieles conjuntamente con la fe —o sea, en la medida de fe— teniendo en vista la función que cada uno debe desempeñar en la Iglesia (cf. v. 6 ss.).
Para explicitarnos todo esto más claro, san Pablo se vale de una imagen sumamente expresiva —el cuerpo humano—, que siendo uno solo, tiene una gran variedad de miembros, cada cual con su función, y todos al servicio unos de los otros: «así nosotros, aunque seamos muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo». Se trata de una realidad profunda, que constituye la doctrina revelada del Cuerpo Místico de Cristo, a la cual san Pablo alude de modo explícito también en otras de sus cartas (1 Cor. 10,17; 12,12-27; Ef. 1,13; 2,16; 3,6; 4,4 y 12-16; Col. 1,18 y 24; 2,19; 3,15).
Según esta doctrina, podemos captar que la Iglesia —y por lo tanto nuestra familia, nuestro grupo, nuestra comunidad— no es un conglomerado amorfo de individuos, sino un cuerpo organizado, con diversos miembros y sus propias funciones, personas sobre las cuales Jesucristo ejerce una acción unitiva y vivificadora, personas que se respetan y se aman para vivir en unidad. Así, es perfectamente adecuada la expresión «Cuerpo Místico de Cristo» para designar a la Iglesia. Dice la beata María Inés Teresa del Santísimo Sacramento: «Les recomiendo siempre, en todas las cosas, la unión de corazones, de voluntad, de servicio, en la alegría característica de nuestro instituto, pero en una alegría sobrenatural, en el deber cumplido por amor» (Carta colectiva desde Roma en junio de 1978).
En los diversos textos mencionados, san Pablo resalta ya sea uno, ya sea otro aspecto de esta divina doctrina. Cuando quiere inculcar la necesidad de unión y colaboración entre los fieles, destaca que nuestra unión con Cristo es tal que forma con Él una unidad o cuerpo único. Empero, cuando necesita denunciar a los falsos predicadores que cuestionaban la posición única de Cristo, insiste sobre todo en que Él es la verdadera Cabeza —aunque invisible— de la comunidad cristiana, o sea, católica y apostólica, punto de partida de todo el influjo vital en la Iglesia y su Jefe indiscutible.
Aquí cabe observar —no sin asombro— que existen concepciones erróneas acerca del Cuerpo Místico de Cristo que recorren toda la historia dos veces milenaria de la Iglesia, a tal punto que el Papa Pío XII se sintió obligado a escribir una encíclica especial para refutar las falsas doctrinas en curso en los medios católicos de su tiempo, y que llegan hasta nuestros días. Se trata de la encíclica «Mystici Corporis», del 29 de junio de 1943, cuya lectura recomiendo para enriquecimiento personal.
3. El respeto, la unidad y los dones o ministerios en la comunidad eclesial.
Los dones o carismas (carísmata, en griego), de que habla san Pablo, no parece que deban concebirse como algo extraordinario y pasajero, propio de los comienzos de la Iglesia, conforme generalmente se piensa, sino como algo estable que durará mientras dure la Iglesia, por lo tanto hasta el fin de los tiempos (excepto, claro está, algunos carismas muy especiales, como el don de milagros). Según la concepción de san Pablo, todos los cristianos formamos «en Cristo un solo cuerpo» (v. 5), y cada cual tiene una función que desempeñar ordenada a la vida de ese cuerpo; y puesto que, según el mismo Apóstol, la adaptación de cada miembro para el desempeño de su función es obra de los dones que recibió, se deduce que éstos deben ser un hecho normal en la vida de la Iglesia.
Los exegetas observan que en ninguno de los lugares en que habla de los dones o carismas, san Pablo pretende dar una lista completa de ellos. Veremos ahora cómo en una comunidad se pueden dar estos dones y deben contribuir, con todo respeto, al bien de la unidad de la misma.
3.1. Profecía: Don ordenado a la predicación del mensaje evangélico, descubriendo a veces secretos del corazón y prediciendo el futuro (cf. Hch. 13, 1; 1 Cor. 14, 24-25). Hablando de aquellos a quienes les es concedido el don de profecía, explica el cardenal Charles Journet (1891-1975): «Ellos sabrán discernir, a la luz divina, los sentimientos profundos de su época; ellos sabrán diagnosticar los verdaderos males y prescribir los verdaderos remedios. Mientras la masa parecerá alcanzada por la ceguera, mientras hasta los mejores titubearán o avanzarán a tientas, ellos, con un instinto sobrenatural e infalible, irán directo al blanco» (L’Église du Verbe Incarné, Desclée de Brouwer, París, 1962, 3ª ed., vol. I, pp. 173-175).
3.2. Ministerio: Don de significado difícil de precisar, pero que probablemente engloba las cinco funciones o servicios a continuación mencionados.
3.3. Ministerio de la enseñanza: Don para instruir convenientemente en las verdades de la fe.
3.4. Ministerio de la exhortación: Don para llegar fácilmente al corazón de los demás con palabras apropiadas.
3.5. Ministerio de la limosna: Don que estimula a dar de los propios bienes y hacerlo con simplicidad, con vistas a ayudar al prójimo y no por motivos inconfesables.
3.6. Ministerio de gobierno: Don para los que están al frente de las personas y de las diversas obras de la comunidad, para que lo hagan con celo y diligencia.
3.7. Ministerio de la práctica de la misericordia: Don para atender con suavidad y buenas maneras el cuidado de los enfermos, peregrinos, personas moralmente debilitadas, etc.
4. Respeto y unidad viviendo los diversos ministerios en la comunidad eclesial.
Ante un mundo roto y deseoso de unidad es necesario proclamar con gozo y fe firme que Dios es comunión, Padre, Hijo y Espíritu Santo, —unidad en la distinción que respeta, comparte y anima—, el cual llama a todos los hombres a que participen de la misma comunión trinitaria. Es necesario proclamar que esta comunión es el proyecto magnífico de Dios [Padre]; que Jesucristo, que se ha hecho hombre, es el punto central de la misma comunión, y que el Espíritu Santo trabaja constantemente para crear la comunión y restaurarla cuando se hubiera roto. Es necesario proclamar que la Iglesia es signo e instrumento de esa comunión querida por Dios, iniciada en el tiempo y dirigida a su perfección en la plenitud del Reino.
La Iglesia es signo de comunión porque sus miembros, como sarmientos, participan de la misma vida de Cristo, la verdadera vid (Cf. Jn 15, 5). En efecto, por la comunión con Cristo, Cabeza del Cuerpo místico, entramos en comunión viva con todos los creyentes y por eso respetamos lo que Dios ha dado a cada uno. Vivir el don de la Iglesia como la comunión —koinonía— de los creyentes en Cristo «que tenían un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32), debe ser una prioridad permanente para nuestra vida religiosa. La comunidad es y debe ser el espacio vital y natural en el que podamos encontrar, escuchar, celebrar, vivir y difundir integralmente el acontecimiento de Cristo en medio del mundo. La comunión es obra del Espíritu, pero también requiere del respeto y de la participación y colaboración de todos para que, donde quiera que estemos y en todo lo que hagamos, contribuyamos a fortalecerla, superando hábitos adquiridos y criterios puramente territoriales o funcionales.
Esto, en cada comunidad eclesial, implica la comprensión y vivencia del misterio de la misma comunidad como edificación del único Cuerpo de Cristo, del cual somos miembros, cada uno con dones y carismas al servicio de todo el Cuerpo para su edificación en el amor (Cf. Ef. 4). El Apóstol siempre afirmó la primacía de la unidad y la caridad sobre los demás carismas (Cf. 1 Cor 13 y 14), pues aunque proceden del mismo Espíritu, son dones al servicio de la edificación del único Cuerpo de Cristo, el cual crece hacia su plenitud en el amor (Cf. Ef 4).
En cada una de las comunidades eclesiales existen diversos ministerios con unidad de misión. A los apóstoles y a sus sucesores Cristo les confirió la función de enseñar, santificar y gobernar en su propio nombre y con su autoridad. En nuestros grupos siempre habrá superiores y súbditos, pero siempre todos «hermanos» formando un Cuerpo en la unidad por la diversidad. El superior, en función de su ministerio, ejerce la labor de presidir la comunidad y de estar al servicio de ella, se convierte en pastor de su rebaño. Dice la beata Madre Inés: «Le pido a Nuestro Señor que siempre trabajen unidos, llenos de comprensión los unos para los otros, y cada uno olvidándose de sí mismo, para ver por sus hermanos que en esto consiste el «no ser egoístas», pues al tener más en cuenta a nuestros hermanos, que a nosotros mismos, reinará la paz, apenas algo comparada con la del Cielo. Y no olvidemos que, el Cielo lo podemos llevar desde la tierra, dentro del alma, viviremos siempre en el Cielo sin cavilaciones, sin sospechas, sin buscarnos a nosotros mismos» (Carta a la comunidad de Lunsar, marzo 4 de 1977).
Es importante asumir las diferencias de cada uno y vivir el respeto cada día. Nuestra unión se fundamenta en la potenciación de los dones de todos los hermanos que tenemos a nuestro lado. Hemos de alegrarnos de los talentos que Dios da a cada cual. El diálogo y el respeto mutuo nos pueden ayudar a conseguir esta unidad. La comunidad misma tiene el reto de potenciar los carismas de cada persona. Todos tenemos capacidades, es necesario descubrirlas y ofrecerlas a los demás. No las escogemos nosotros; Dios nos las ha dado para que las hagamos fructificar y para ponerlas al servicio de los demás dentro de los parámetros que nuestro espíritu y espiritualidad nos ofrecen.
Al igual que en nuestra comunidad local, en la Iglesia todos somos iguales pero con funciones diferentes. No se entendería ninguna comunidad eclesial sin el clérigo pero tampoco sin los laicos. Ambos conforman la única Iglesia de Cristo. Sin el presbítero no puede haber comunidad, él tiene la responsabilidad de ayudar a potenciar los carismas de los diferentes miembros, tiene la misión de unir a la comunidad para que forme el cuerpo místico de Cristo.
5. Respeto, unidad, diversidad y vida diaria en la comunidad eclesial.
Cuando tenemos la desgracia de que se nos rompa un vaso de vidrio en muchos pedazos, nos damos cuenta de lo frágil que era su unidad; un golpe bastó para dejar de ser vaso. Dicen los filósofos que hay diversos grados de unidad. Existe la unidad material como la del vaso o la de un carro o una máquina. Pero hay una más fuerte. Por ejemplo, la unidad que hay entre los miembros de una comunidad religiosa, unidos por los lazos que ha dejado en herencia su fundador. También la persona mantiene una unidad: todo su cuerpo está unido gracias a su alma que lo vivifica. Por ello, si una parte de su cuerpo le duele, una mano por ejemplo, toda la persona lo resiente, y no sólo la mano. Gracias al alma se mantiene la unidad en el cuerpo humano.
San Agustín acude a la unidad que hay del alma espiritual con el cuerpo humano para explicar que de modo semejante se da la unidad entre el Espíritu Santo y la Iglesia: «Lo que nuestro espíritu, es decir, nuestra alma, es para nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia» (Sermón 267,4). El Espíritu Santo tiene una importancia esencial en la vida de la comunidad eclesial: nos mantiene a todos unidos entre sí viviendo un mismo carisma, —en el caso de la Familia Inesiana es el carisma de Madre Inés—, y con Jesucristo, que es la Cabeza de la Iglesia nos hace ser «Uno», como dice la beata Madre Inés: «Otro Cristo». El Concilio Vaticano II afirma esto: El Espíritu Santo «une a todos en Cristo tan íntimamente que es el Principio de la unidad de la Iglesia» (Unitatis redintegratio, n.2).
Hay un cuento que narra que dos amigos caminaban juntos uno de ellos era católico y el otro cristiano y uno de ellos, el cristiano, decía que el camino para llegar a Dios era también uno solo, y que por eso su camino y el de los católicos eran prácticamente iguales: creían en un solo Dios, en la vida eterna, en el Cielo y en el Infierno; sólo que los cristianos no admitían la autoridad del Papa como primado. Entonces el católico se limitó a cortar una rama de un árbol diciendo: «Mira, esta rama es recia como las otras; es flexible como las otras; sólo hay una diferencia, y es que las otras están unidas al tronco, y ésta no. Y aunque la diferencia no es mucha, las ramas unidas al árbol conservarán su lozanía y su vida, crecerán y se llenarán de fruto. En cambio, la que se separó del tronco no tardará en secarse».
Jesucristo tomó el ejemplo de la vid para expresar la necesidad de la unión que había de tener con Él: «Permanezcan en mí y yo en ustedes. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid, así tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da fruto abundante, porque sin mí nada pueden hacer» (Jn 15, 4-6).
6. Para vivir el respeto mutuo tendiendo al bien en la unidad.
Hemos de vivir agradecidos con el Señor al permitirnos vivir esa unidad con Él. Y podemos favorecerla si busquemos esa unión con Cristo especialmente en nuestra oración diaria, en la Adoración y en la celebración de la Eucaristía en comunidad. Como decía san Juan Pablo II: «De la verdad de nuestra unión con Jesucristo en la Eucaristía queda patente en si amamos o no amamos de verdad a nuestros compañeros (...), en cómo tratamos a los demás y en especial a nuestra familia (...), en la voluntad de reconciliarnos con nuestros enemigos, y en el perdón a quienes nos hieren u ofenden» (Phoenix Park, 29-IX-1979). La unidad con Cristo nos llevará a vivir fomentando el respeto y la unidad con todos los demás.
La unidad es un don que se alcanza más allá de todo esfuerzo humano. Para ello necesitamos rezar con insistencia a Dios pidiéndole este don y la capacidad de asumir las diferencias de cada uno de los que formamos la comunidad.
Para conseguir la unidad necesitamos, por un lado, intensificar nuestra relación íntima con Dios Padre, nivel necesario para progresar en el deseo de la comunión. Jesús tenía una estrecha comunión con Dios Padre. En segundo lugar, es importante la práctica de la vida sacramental como eje de nuestra relación con Cristo, vivida con los demás desde nuestra adhesión plena a la propia comunidad. Cristo es el centro de nuestras vidas. Finalmente, el ejercicio de la caridad es constitutivo del talante genuino del respeto y de la unidad.
7. ¿Cómo conseguir este respeto en el grupo para vivir la unidad que Jesús nos pide?
Para conseguir el valor del respeto mutuo que nos hace tender al bien en la unidad es necesario:
—La conversión: proceso interior de cambio para mejorar nuestra vida con Dios y con los demás.
—Saber escuchar.
—Capacidad de discernimiento. Descubrir aquello que el hermano nos quiere decir con sus palabras.
—La unidad, que se fragua en la humildad, en la aceptación del hermano y de sus carismas.
—El amor de fraternidad: amar incondicionalmente al modo de Dios.
—La libertad: necesaria para desarrollar los mejores dones que Dios nos ha dado.
Además, para que haya una profunda comunión, es necesario el oxígeno del Espíritu Santo. Hemos de abrirnos a su aliento y dejar que corra por nuestro cuerpo. Regados por la gracia de Dios y animados por la fuerza del Espíritu Santo seremos capaces de conseguir la unidad verdadera.
María de Nazareth es un estupendo ejemplo de todo esto. Ella dejó, como Esposa fiel del Espíritu Santo, que corriera por todo su ser. Nuestra Señora, al pie de la Cruz, respetó los planes del Padre y vivió en medio del dolor íntimamente unida a su Hijo, asociada a Él. Allí, Jesús, viendo a su Madre y al discípulo al que amaba, dijo a su madre: «Mujer, he ahí a tu hijo». Después dije al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa. María estuvo siempre atenta a respetar el plan de salvación y vivió no sólo en ese momento de Cruz, sino siempre, muy unida a su Hijo, como ninguna criatura lo ha estado ni lo estará jamás, y de modo muy particular en aquellos últimos momentos en los que se consumaba nuestra redención.
En el Calvario «mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la Cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida» (cfr. Jn 19, 25), sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la Víctima que Ella misma había engendrado; y, finalmente, fue dada por el mismo Cristo Jesús, agonizante en la Cruz, como madre al discípulo, en el que estábamos representados todos los hombres. Ella es Madre de todo el género humano y especialmente de todos aquellos que por el Bautismo hemos sido incorporados a Cristo. El Concilio Vaticano II nos recuerda la necesidad de volver nuestra mirada hacia la Madre común: «ofrezcan todos los fieles súplicas apremiantes a la Madre de Dios y Madre de los hombres, para que Ella (...) interceda en la comunión de todos los santos ante su Hijo, hasta que todas las familias de los pueblos, tanto los que se honran con el título de cristianos como los que todavía desconocen a su Salvador, lleguen a reunirse felizmente, en paz y concordia, en un solo Pueblo de Dios, para gloria de la Santísima e indivisible Trinidad». A Ella acudimos pidiéndole que este amor al respeto y a la unidad nos mueva a crecer cada vez más en una vida de comunidad sencilla, constante y eficaz.
Alfredo Delgado, M.C.I.U.
*Este tema lo impartí originalmente a un grupo de Ministros Extraordinarios de la Comunión Eucarística de la parroquia de Fátima en Azcapotzalco con sus debidas adaptaciones.